Fragilidad y sentido. Una lectura cultural del Corona virus
Tengo un amigo que siempre me recuerda que todo es uno y lo mismo: la valentía y el miedo, la bondad y la maldad, la salud y la enfermedad... en fin todos esos pares de opuestos que nuestro pensamiento binario solo concibe como eso, opuestos. Pero tal vez sea en momentos como los que estamos viviendo ahora, en los que nuestra racionalidad da un giro del timón y experimenta de otro modo como de una cosa sale la otra y todo se mueve a la par o de un modo fluido.
Los aplausos que los españoles dedican muchas de estas tardes a los que están combatiendo el virus en primera línea son un buen ejemplo de cómo la fragilidad ante la enfermedad se puede convertir en fuerza, de cómo la incertidumbre se responde con la certeza de que el de al lado está conmigo, aunque solo sea para compartir la propia incertidumbre, el miedo. Los opuestos se hacen uno en tiempos inciertos aunque no pierdan su carácter.
Parece irresistible buscar un sentido a estas circunstancias que cada día se parecen más a una pesadilla. El ser humano lo necesita siempre, pero sobre todo en las situaciones más difíciles y desesperadas. Quien encuentra un sentido en su vida - aunque sea uno trágico, como nos recordaba Unamuno – puede con todo, incluso ser feliz, al igual que el Sísifo de Camus.
No se trata, sin embargo, solo de palabras bonitas, ni de frases de consuelo. Es cierto que estamos ante un virus que ha sido capaz de parar la noria del mundo, y que nos está obligando a lidiar al mismo tiempo con cercanías – en el confinamiento – y distancias de todos aquellos que no podemos ver sino por pantallas. Una amenaza invisible y que sentimos que nos acecha por todas las partes: no solo a nuestro cuerpo, sino a todo un estilo de vida, a un modo de relacionarse con los otros. De ahí que la respuesta a este virus no pueda ser solo médica. Como apunta la epidemióloga chilena Catterina Ferreccio, combatir el virus es una cuestión social, y parece que eso es más cierto con el Corona que con otros virus.
En esta línea, el filósofo coreano, residente en Alemania, Byung-Chul Han, en un artículo publicado este domingo 22 de marzo en El País titulado “El virus de hoy, el mundo de mañana” hace una comparación entre los modos en los que Asia y Europa han manejado y están manejando la pandemia. Según su interpretación, buena parte del éxito asiático manejando la pandemia– y no solo en China, también en Japón, Hong Kong y sobre todo en Corea del Sur – tendría que ver con su modo de entender la vida en común en la que primaría el sentido de la colectividad por encima del individualismo. Además la influencia del confucianismo, siempre según Han, los haría más receptivos a aceptar la autoridad sin contestarla, siendo por ende más “obedientes”. Todas estas características sociales, ese modo de compartir el mundo con otros (o más bien de ser con los otros), es lo que, según describe Han, ha contribuido a que los ciudadanos chinos no tengan ningún problema con un estado que vigila y controla sus movimientos, preferencias y afectos a través de los móviles. Este control ha resultado ser también muy eficaz controlando el virus. Leyéndolo es inevitable recordar la famosa frase “El gran hermano te vigila” y sentirse como en el 1984 de Orwell. Frente a esta colectividad asiática, Han presenta la individualidad europea como desordenada y sin control. Ironiza sobre un cierre de fronteras que presenta casi como un acto de impotencia así como sobre una idea de soberanía más ficticia que real.
Doy por sentado que Byung-Chul Han sabe bien de lo que está hablando, ya que él mismo se mueve entre estas dos culturas. Considero igualmente que hay algo en su análisis sobre el “exceso de positividad” que merece tenerse en cuenta. Sin embargo sorprenden las conclusiones con las que termina el artículo. Conclusiones que están encaminadas a contradecir a quienes creen que este virus podría provocar una revolución. La razón que da Han para no creer en esa posibilidad es que “El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. ” Y apela a una revolución humana – que no del virus – que dé cuenta de nuestra condición racional (y escribe RAZÓN con mayúsculas!) para salvar el planeta.
Es un final sorprendente, en mi opinión, en el que se mezclan sus dos experiencias culturales de un modo muy peculiar. Por una parte, su percepción del virus como aislante e individualizador nos recuerda, más que al individualismo occidental, a una colectividad asiática que no se toca, guarda distancias y no quiere compartir el aire que respira con otros. Por otra, su llamada a la utilizar esa razón ‘mayúscula’, lo sitúa en una de las tradiciones más propiamente europeas, la de la llamada Ilustración. Kant aplaudiría sin duda esta apelación a hacer uso de la propia razón ‘mayúscula’ que se cree capaz de salvar el planeta. Dicha capacidad le viene sencillamente del hecho de considerarse por encima y por fuera de ella, por lo tanto es nuestra razón mayúscula la que debe dirigir y orientar. Ante una amenaza biológica que ataca nuestra naturaleza, la razón puede erigirse finalmente en una instancia moral que nos pone por encima de cualquier amenaza.
Esta racionalidad sublime parece ciertamente trasnochada, al menos en las experiencias de algunos países europeos en los que se ejerce un individualismo acérrimo pero la gente se toca a menudo, se abraza, se besa y comparte más cuerpos y afectos que big data. Una gente que viviendo como el virus ha acrecentado precisamente su sentido de colectividad y que está manejando la pandemia gracias a un sentimiento de solidaridad y no de obediencia. Tal vez con poca “soberanía” pero con un sentido cívico que se compromete con los otros y responsabiliza ante esos otros.
En realidad no creo que sea muy productivo hacer una lista – seguramente prejuiciosa – de ciertos países asiáticos versus ciertos países europeos, pero sí lo es reflexionar sobre esta experiencia de fragilidad individual y colectiva que nos recuerda de nuevo nuestros límites, también los de nuestra racionalidad. Un baño de humildad, pues, y una invitación a encontrar de nuevo un sentido.