Carabineros: una crisis, una oportunidad, un debate, la necesidad de una salida
Carabineros de Chile es una institución con una larga tradición de violencia institucional. Desde su fundación como estamento paramilitar en 1927, bajo la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, lo persigue un historial de coacción y represión, especialmente contra quienes han demandado cambios políticos, y luego contra todos aquellos que se han puesto al margen de la normalidad social.
A pesar de eso, Salvador Allende la llegó a denominar “el pueblo de uniforme”, muestra de una valoración adquirida entrado los procesos de cambios sociales de la década de 1960. Sin embargo, un sector de la oficialidad terminó apoyando el golpe de estado y con la instalación de la dictadura, su rol se ajustó a la de acompañantes de las ramas de las FFAA, y terminó siendo una pieza fundamental en la maquinaria represiva.
La Institución lleva en su ADN una lógica organizacional construida en el fragor de la guerra fría, que estableció una relación binaria entre aquellos que estaban dentro del “orden”, en contra de otros que se ubicaban fuera de la normatividad, transformándolos en “enemigos”.
Esta perspectiva fue potenciada y alentada por las autoridades políticas por largo tiempo permitiendo incorporar nociones como la “Doctrina de Seguridad Nacional”, tal como ocurrió con el conjunto de las Fuerzas Armadas, desde 1960, ideología que también impregna el carácter de carabineros, y cuya lógica del enemigo interno aún tiene vigencia en su actuar cotidiano.
Así, este rol asignado de control y contención de la disidencia social y política es parte del discurso histórico y práctica institucional, que a la vista de un progresivo avance de las décadas se ha ido enriqueciendo con otras concepciones de segregación binaria, como por ejemplo la influencia del “Derecho Penal de Enemigo”, o experiencias represivas anti-insurgentes como la “Política de seguridad democrática” que impulsó el gobierno conservador de Álvaro Uribe para abordar la guerra civil en Colombia, y que llega a Chile por la vía de cursos de especialización entregados a funcionarios policiales desde hace casi 15 años.
Con el advenimiento de la democracia pactada, desde 1990, la nueva administración política intentó normalizar la institución centrándola en las funciones de orden y seguridad públicas, con cambios que incorporaron, al menos nominalmente, estándares de reconocimiento y protección de los DDHH. Esfuerzo que chocó con la evidencia de procedimientos que no se ceñían con el respeto al derecho al debido proceso y que, en situaciones extremas significaron denuncias e investigaciones judiciales por la desaparición de personas que nunca fueron encontradas. A los casos de José Huenante y José Vergara, estando ambos bajo la custodia policial, hay agregar una veintena de muertes en extrañas circunstancias.
Ya avanzada la década del 2000, y después de haber pasado a retiro la última generación de funcionarios involucrados durante la dictadura en conductas públicamente condenadas, se inicia construcción de nueva imagen institucional, con nuevos colores y protocolos comunicacionales, parecía al fin que, la institución estaría abocada a las tareas propias de un organismo policial.
El nuevo siglo había traído fenómenos propios de sociedades globales como criminalidad especializada, narcotráfico, trata de personas, violencia inorgánica, entre otros, lo que implicó que el estado les asignara y exigiera, una mayor especialización y profesionalización para abordar la delincuencia.
Aquel diseño se mantuvo hasta que las movilizaciones estudiantiles y sociales comenzaron a despertar en masividad. Así fue desde el año 2002, se acrecentó en el año 2006 y llegando a un punto de ebullición el año 2011. Y en cada oleada la represión de la protesta social se elevó al primer plano.
Entretanto, el Estado, desde iniciada la transición, sostenía un enfrentamiento con comunidades mapuche en el wallmapu, identidad nacional que reivindica su autonomía política y territorial. La respuesta estatal para enfrentar el conflicto es mantener un despliegue de carabineros en la zona, como una verdadera fuerza militar de ocupación, con un recrudecimiento de la violencia en sus procedimientos -ampliamente documentados y denunciados a nivel internacional- experiencia que ha significado poner al centro del debate la desproporción de la fuerza empleada para silenciar y sofocar las demandas sociales. Conocido es que, para lograr desvirtuar el carácter de la protesta se recurre a montajes de inteligencia con resultados que han puesto en tela de juicio los criterios operativos de la policía. Un ejemplo, es la llamada “Operación Huracán”. Procedimientos policiales cuestionables que han sido acompañados por iniciativas igualmente controvertibles como el “Comando Jungla”, y de procedimientos policiales que culminan con saldos de muerte como la del comunero Camilo Catrillanca, entre muchas otras víctimas.
A partir de octubre último, el nuevo escenario de revuelta social ha obligado a la institución a desplegar toda su verdadera impronta, haciendo evidente el fracaso de las políticas públicas orientadas a la institución en los últimos 30 años y arrinconándola en una trinchera, desplegando sin razonamientos lógicos y filtro alguno, un cúmulo de procedimientos viciados y prejuicios. Situación que se hace más grave aún por las investigaciones judiciales en curso que señalan al mando con importantes grados de corrupción. Con tal nivel de problemas no resueltos, Carabineros vive una profunda crisis institucional y que en lo inmediato le ha generado una creciente desconfianza de parte de la ciudadanía. Así que, no parece exagerado sostener de este organismo es una verdadera “institución fallida”,
Contrastando con la desconfianza ciudadana, es posible apreciar un alto grado de legitimidad construida respecto de las élites gobernantes de Chile, vínculo que les ha dado creciente autonomía e impunidad para operar como una línea defensiva de los intereses y privilegios de los grupos de poder.
Por supuesto que entendemos que en un Estado de derecho deben existir organismos que resguarden el orden público y aborden los fenómenos de la delincuencia, también creemos que quienes tengan esa responsabilidad, deben estar dotados de herramientas conceptuales acordes con el siglo XXI, con un profundo compromiso democrático y de respeto por los derechos de las personas. Por lo mismo enunciamos algunas ideas que pudieran servir para abrir el debate, más cuando tenemos la oportunidad de vivir un momento de reformulación de un nuevo marco institucional en una ideal Convención Constituyente.
1.- Enfoque de “policía comunitaria” y el principio de la “vigilancia policial por consentimiento”, que centra los esfuerzos en prevenir hechos y situaciones de riesgo social, fenómenos que en algún punto facilita la entrada a dinámicas de violencia y delincuencia más complejos. Para lo cual es necesario concentrar recursos públicos multidisciplinarios en programas de intervención social que agregan valor a zonas segregadas, con educación formal y comunitaria, potenciando redes de apoyo público y barrial, recomponiendo confianza con miembros del Estado que estén preocupados en que un niño, niña o adolescente no se vincule en dinámicas de riesgo social.
2.- Romper con la matriz patriarcal y machista, que en muchos sentidos explican la violencia, en funcionarios formados en aquellos paradigmas segregadores. En Centroamérica se han realizado algunos esfuerzos sistemáticos para contener la criminalidad pandillera y la reacción policial en que se identifica en las prácticas masculinas el origen de la violencia. En todo caso entendemos la complejidad de la mirada que señalamos, pues es la sociedad completa la que genera y produce masculinidades que potencian y valoran la violencia.
3.- La centralidad del respeto irrestricto a los DDHH, con toda la carga fáctica que implica, y no como un mero discurso. Con un enfoque complementario de procedimientos, que rompa con el prejuicio hacia una alteridad considerada “enemiga”.
4.- Situar también en los conceptos prácticos centrales de la función policial el diálogo y la resolución de conflictos, por ejemplo, los mecanismos de mediación, que son la antesala para evitar hechos de mayor complejidad. Parece un camino lógico que aporta importantes externalidades desde el punto de vista económico, pues el costo de la delincuencia exige una alta inversión para la sociedad.
5.- Es deseable establecer claramente la dependencia de una institución policial al control y supervigilancia tanto de la autoridad política del estado, como del poder judicial.
Entendemos que estamos aún lejos siquiera de poder abrir el debate, más aún cuando la élite no acepta que la crisis social que se vive Chile es también la crisis del sistema de relaciones. Especialmente, y en lo que corresponde a Carabineros, los encuentra en un rol de actor central, pues actúa como un ente que está directamente relacionado con la comunidad y en tanto tal agente tiene una mayor responsabilidad.
Por lo mismo esta coyuntura puede ser una oportunidad para iniciar el camino de un cambio profundo, una verdadera refundación, que con cada nueva jornada se hace más urgente.