Motín en Santiago 1: la dignidad y el peso de la clase
El intento de fuga por parte de algunos ciudadanos privados de libertad el día 19 de Marzo refleja otra más de las fallas de nuestro modelo de (no) vida en común: si el resguardo de la salud pública y las condiciones de vida mínimas para la población general son tan insuficientes, ¿qué cabe para quienes están privados de libertad? En ese sentido, se ha señalado reiteradamente el estado crítico del sistema carcelario en nuestro país. El año 2018 la investigadora Olga Espinoza daba cuenta del hacinamiento que se vive en los recintos penales nacionales, junto con la violencia que se perpetúa al interior de ellos: según un estudio mundial de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Onudd), Chile es uno de los países con mayor número de asesinatos al interior de las cárceles, superando a El Salvador, Colombia y Brasil. Por otra parte, en el Tercer Estudio de las Condiciones Carcelarias en Chile del INDH (2019) se señala que 19 de 40 cárceles analizadas están por sobre su capacidad, y 11 de ellas se encuentran en un nivel crítico de ocupación. El informe establece además que en 24 de las 40 unidades penales pesquisadas se aprecia algún nivel de privación de acceso al agua durante las 24 horas del día, o de insuficiencia en acceso a servicios higiénicos de forma permanente. Dicho informe, finalmente, también da cuenta de la falta de profesionales de la salud para atender a los internos. Todo lo anterior confluye con el clasismo de nuestro sistema carcelario, en el cual la población penal suele provenir de sectores populares, como señalara hace unos años un Subsecretario de gobierno.
Respecto al caso del motín del día de ayer, según la ONG Leasur este obedece a la precariedad de las condiciones en las que los internos viven y a la falta de recursos mínimos para enfrentar la pandemia actual. Lo anterior nos pone en cuestión al recurso permanente del gobierno actual hacia el encarcelamiento, entendido desde una comprensión efectista de lo social, que busca validar su accionar desde la “mano dura”. Esto ha generado una serie de irregularidades y arbitrariedades para el Estado de derecho -recurso que tanto gustan usar las autoridades con quienes hablan mapudungun, dicho sea de paso-. Un caso puntual sobre este punto: en Enero de este año se trasladaban reos desde Santiago 1 a la Ex Penitenciaría sin dar aviso a sus familiares y en el contexto de que muchos de ellos -algunos, manifestantes- se encontraban en pleno proceso de juicio y sin una sentencia definitiva.
Así, la criminalización de la protesta devino en un encarcelamiento masivo poco riguroso en términos jurídicos y poco respetuoso respecto al debido proceso de los acusados. Este encarcelamiento masivo no toma en cuenta la sobrepoblación carcelaria y su efecto perjudicial sobre la reinserción de quienes son privados de libertad. Al igual que en Estados Unidos, la política estatal se transforma entonces en una espectacularización de lo penal, donde el Poder Ejecutivo asume un rol castigador -omitiendo, por cierto, los delitos económicos y de lesa humanidad que el mismo Presidente ha cometido impunemente-, sin considerar las posibles consecuencias sobre el resto de la sociedad. Si el Presidente prometió en su segundo gobierno frenar la delincuencia, debiese entender de una vez por todas que no es el castigo el camino, sino que la inversión en educación y prevención, así como una redistribución más igualitaria de las oportunidades aquello que disminuye la criminalidad. Y que los infractores de ley son sujetos de derecho, que merecen protección del Estado en condiciones de normalidad y -más aún- de crisis sanitaria.
Piñera asumió su mandato con una semántica asociada a “los acuerdos”, pero se ha empeñado en aumentar las zonas de alegalidad en nuestra vida civil, por dos vías: primero, una normalización del recurso a las formas de Estado excepcional y en segundo lugar, una desprotección total y absoluta de aquellos que son materia prescindible del poder. Ambos fenómenos no son casualidad, sino que obedecen a una razón de Estado: hacer más estrechos los espacios democráticos y más débiles los espacios comunes de decisión. Los infractores de ley son objeto entonces de una política de administración neoliberal que viola sus derechos fundamentales y justifica la fuerza para la aceptación del disciplinamiento.
Frente a este escenario, tal como ha planteado Leasur, alternativas frente al tema como la suspensión de la prisión preventiva para reclusos y la evaluación del cumplimiento de condenas en el medio libre para los casos pertinentes son medidas ineludibles y urgentes para no condenar a una parte de la población a un destino irreversible y, por cierto, prevenible.