Enemigo invisible

Enemigo invisible

Por: Rodrigo Karmy Bolton | 20.03.2020
Al igual que Al Qaeda, el coronavirus es un “enemigo invisible”, efecto de una mutación: el primero, una mutación religiosa, el segundo, una mutación biológica. Sin embargo, entre Al Qaeda y el coronavirus nos encontramos con la verdadera mutación del poder y, en particular, de la guerra cuyo despliegue se desencadena como una guerra civil global porque lo que está en juego son poblaciones enteras de ciudadanos que experimentan el “terror” (sea por el fantasma terrorista o virológico) como el modo por el que la imaginación popular es capturada.

La última vez que se declaró el estado de excepción a nivel global fue en el año 2001 a propósito del atentado al World Trade Center. Para ese entonces George Bush Jr. visitaba una escuela en Florida cuando uno de sus asesores le informa de la catástrofe acontecida para, un tiempo más tarde, cuando el frenesí de los acontecimientos se volvía imparable, Bush declara que, frente a este nuevo escenario, no sólo se comenzará a “dar caza” a Bin Laden, sino que además, desde ese minuto se estaba “con nosotros o contra nosotros”. La policía del planeta había sido herida y, frente a ello, una respuesta rápida y contundente parecía decisiva.

Sin embargo, la respuesta no se hizo esperar: la invasión a Iraq el año 2003 fue curiosamente su resultado. Pero, a diferencia de una respuesta asentada en el orden del derecho internacional establecido, su respuesta implicó la excepción de todo derecho y la inoculación de nuevos conceptos que comenzaron a inundar la política global: “terrorismo”, “guerra preventiva”, “justicia infinita” entre otros, marcaban los pasos de una forma de conflicto inédita a partir de la cual EEUU como policía del capital global imponía sus términos al resto del planeta.

Hoy día asistimos a la articulación y sincronización global de un estado de excepción que, si bien no tiene la espectacularidad de los aviones estrellándose sobre los edificios símbolos del capital global, opera a nivel reticular creando un nuevo léxico donde la noción de “virus”, “aislamiento” o “enfermedad” resulta fundamental. Si bien, no contemplamos la espectacularidad de aviones estrellándose estrepitosamente contra los signos del capital, si recibimos impávidos la velocidad con la que el gobierno chino decidió construir un hospital en menos de un mes exclusivamente orientado a tratar a los pacientes de esta nueva enfermedad o el modo en que, de manera inmediata, el propio gobierno declaró a toda la zona de Wuhan (con sus millones de habitantes) en cuarentena.

El “terrorista” funciona como enemigo invisible que atraviesa a los diferentes cuerpos estatal-nacionales; el “coronavirus” también resulta ser un enemigo invisible –ha subrayado Giorgio Agamben en un reciente artículo- que, sin embargo, no solo puede atravesar al cuerpo estatal-nacional sino también a los cuerpos biológicos de los individuos. La “guerra contra el terrorismo” de Bush jr. parece encontrar su inteligibilidad en la actual guerra virológica desatada globalmente por la irrupción del coronavirus.

Al operar como enemigos invisibles ambos constituyen agentes anómalos que descentran enteramente la función del estado-nación dirigiéndose exclusivamente hacia el control de los cuerpos: la primera impulsa el desarrollo de dispositivos de seguridad de tan minuciosidad que llevan consigo la pretensión de encontrar al potencial terrorista inoculado en cada individuo; la segunda, despliega toda la capilaridad de los dispositivos biomédicos para intentar identificar al potencial contagiado.

En ambos, el control se dirige no a las grandes estructuras del poder como a los silenciosos ritmos de los cuerpos. Para ambos la afrenta es ya invisible y, por tanto, cualquier ciudadano puede llegar a ser un potencial enemigo. Los cualquiera somos todos potenciales enemigos. Sea “terroristas” o “infectados” o ambos.

La “guerra contra el terrorismo” aplica una tecnología gubernamental que enfatiza la dimensión securitaria; la “contención” del coronavirus aplica la misma tecnología gubernamental, pero con un énfasis en la dimensión biomédica. El cuerpo institucional y el cuerpo físico, la realidad institucional y la corporal, el derecho y la medicina constituyen la bipolaridad de una máquina de poder que condiciona la devastación del mundo en que vivimos. No sólo el mundo, en el sentido de “mundo humano”, sino la biosfera misma como el mundo en el que lo humano se mixtura con lo inhumano. La devastación del mundo es lo que aquí está en juego y lo que, de algún modo, las resistencias a nivel global no dejan de inventar.

Al igual que Al Qaeda, el coronavirus es un “enemigo invisible”, efecto de una mutación: el primero, una mutación religiosa, el segundo, una mutación biológica. Sin embargo, entre Al Qaeda y el coronavirus nos encontramos con la verdadera mutación del poder y, en particular, de la guerra cuyo despliegue se desencadena como una guerra civil global porque lo que está en juego son poblaciones enteras de ciudadanos que experimentan el “terror” (sea por el fantasma terrorista o virológico) como el modo por el que la imaginación popular es capturada.

Pero, más aún: el enemigo invisible es la forma en que las nuevas modalidades de guerra dejan de lado todo aspecto moral y jurídico en la consideración del enemigo transformándole en “absoluto”: enemigo de la humanidad que no tiene derecho a tener derecho y, por tanto, que no puede ser juzgado ni moral ni jurídicamente sino masacrado impunemente tal como la administración Obama hizo con Bin Laden o Trump hizo recientemente con el general iraní Soleimani. Porque si bien, Soleimani podía gozar de ciertos derechos estatal-nacionales en tanto “soldado” la actual configuración del conflicto bajo el paradigma de la guerra civil global lo transforma igualmente en un “enemigo absoluto” (casi invisible, si se quiere, pues tejía eficaces redes de insurgencia), tal como lo fue Bin Laden para Bush jr. o el famoso coronavirus deviene para la mayoría de los gobiernos actuales.

Postdata:

A propósito del sinnúmero de teorías conspirativas que surcan el espacio virtual, quisiera sostener que la idea de que “alguien” conduzca a un terrorista o inocule el virus al enemigo es demasiado tranquilizador. Siempre la teoría conspirativa es amiga de teólogos. El hecho es que “nadie” está conspirativamente “detrás” de la producción del “mal”, sino que todo es infinitamente peor: funciona solos porque emerge de manera inmanente a las operaciones que desencadenan. De ahí su eficacia e invisibilidad. Una aproximación crítica no puede descansar en la paranoia, sino dejarse inquietar con la desnaturalización de sus condiciones de producción.