Un infiltrado en "La Vanguardia" de la marcha por el Rechazo
-¿Trajiste la pistola?
La frase no auguraba un buen comienzo. Menos si tomaba en cuenta los registros de los dos encuentros anteriores, videos que se viralizaron en donde se ven grupos de hombres (en su mayoría) corriendo por las calles detrás de otros hombres, gritando y agitando escudos, o lumas, o bastones retráctiles, o bates de beisbol, o cilindros de gas pimienta.
Eran recién las 10 de la mañana del sábado cuando escuché la pregunta. Dos señoras de entre 60 y 70 años, menudas y vestidas de blanco; la rubia, con un martillo de goma en la mano, quería saber si la morena había traído el arma.
-Por supuesto que la traje, aquí está -fue la respuesta.
Se demoró hurgando en su cartera negra.
Estábamos afuera del Metro El Golf. A esa hora había menos de 100 personas, todas para participar de la tercera convocatoria de la marcha por el Rechazo. El encargo que tenía era infiltrarme en “La Vanguardia”, ese grupo de manifestantes que se cubren los rostros, portan escudos y otros objetos para hacer frente a quienes piensen distinto a ellos y los provoquen. O esa era la idea con la que llegaba, porque había algo más que sabría después.
Por lo pronto, debía pasar desapercibido.
Si existía una coordinación previa, algún grupo de WhatsApp o Facebook que desconocía y que servía como comunicación e identificación entre ellos, estaba en un problema serio; si les decía que preparaba un vivencial para un medio, podría ponerse aún peor; y si les decía que soy del otro bando, de los del Apruebo, algo de sangre podría aparecer.
Me alejé mirando de reojo a las señoras para acercarme al Gato, un entusiasta emprendedor que puso sus poleras en el suelo para venderlas a $10 mil: eran negras y tenían estampado a Pinochet en la parte de adelante, en color blanco, con la leyenda: “Tendrá que ser por la fuerza”. Le conté una media verdad: le dije que era corresponsal para Argentina, lo que ha sido en un par de ocasiones, pero no esta vez. Suspicaz, me probó:
-Ya, pero ¿cuál es la tendencia de tu medio?
Qué importaba eso. Lo realmente importante era saber sus motivos para, primero, lucrar con el dictador; segundo, enaltecerlo así; y tercero, obviar “la razón”, la segunda parte del lema patrio, como alternativa para el proceso constituyente. Porque, hasta entonces, pensaba, era una marcha en apoyo al Rechazo.
-La verdad es que me va súper bien con las poleras. Es más, vamos a volver a sacar nuevas imágenes con otros héroes nacionales. Porque el único gobierno que ha sido consecuente y que ha logrado eliminar el comunismo ha sido Pinochet.
-Pero esta parece ser más una marcha anti-comunista que en apoyo al Rechazo.
-Es que esta hueá es a nivel mundial, por algo se están organizando todos contra el Partido Comunista, porque es global. Chile ha sido un experimento.
-¿Viniste a las otras marchas?
-Si, vine a las otras dos y ha sido súper bien, muy tranquilas. Los contrarios que nos han atacado muchas veces, siempre atacándonos, solo por pensar diferentes.
El Gato habla así.
Lo dejé. Tenía que encontrar a La Vanguardia. Miré a las señoras de la pistola. Efectivamente, una de ellas tenía una en la mano, pero tiraba agua.
La gente seguía llegando. Teníamos a cuestas el anuncio del Presidente Piñera: prohibidos los eventos de más de 500 personas por lo del coronavirus. Misma razón que esgrimió el Partido Republicano, la casa política de José Antonio Kast, para desistir de marchar. Al menos en lo formal.
Me acerqué a Daniel y también le mentí: pensé que decirle la verdad lo habría motivado a sacar el bate metálico que tenía en el bolsillo lateral de su mochila.
Medía más o menos 1.70, de piel morena, barba tímida y lentes deportivos oscuros. Debía estar cerca de los 30. Lo saludé a él y al que estaba a su lado, con una mascarilla blanca, guantes para bicicleta, coderas y rodilleras. Con Daniel nos dimos la mano; su acompañante solo levantó la derecha y la sacudió. Antes de empezar a conversar, un grupo desplegó un letrero gigante que en mayúsculas decía: “RECHAZO AL PARTIDO COMUNISTA”. Alrededor, algunos cantaban: “Tengo un pasatiempo / el mal capitalista / salir a la calle y matar comunistas”.
-Esta es la tercera marcha a la que vengo. El bate lo traje por seguridad: es un elemento deportivo, así que no lo pueden requisar. Aparte, yo juego beisbol. Pasó que la semana pasada fuimos atacados varias veces por antifascistas y gente opositora. Grabé un video que se hizo bien famoso: en las torres de Carlos Antúnez con Providencia nos empezaron a tirar botellas de vidrio, de litro y medio. Hubo gente lesionada. Es que esta es una marcha donde hay abuelos, niños, mujeres embarazadas, otras con coche, y estos desquiciados empezaron a tirar botellas. Es que yo creo que hay que darle un poco más de fuerza a la seguridad.
-¿Lo usaste?
-No me tocó usar el bate hasta ahora. No soy una persona violenta; la violencia es el último recurso. Cuando a veces la gente grita cosas, yo no hago nada. Solamente voy a responder cuando alguien quiera golpear. Y ha pasado: hay gente que de repente ataca la marcha y se forman unas peleas.
-¿Y no te parece raro que más que una marcha a favor del Rechazo se vea, se escuche y se sienta como una marcha anti-comunista?
-Sí, pero es que la gente que aquí viene es de derecha, en general; quizás encuentres a algunos identitarios que son de centro.
-¿Identitarios?
-Están en contra de todos estos movimientos que son de la izquierda. Si al final, este movimiento social fue coaptado por partidos políticos de izquierda, está manipulado por ellos. La gente cree que es independiente el movimiento y es una mentira, si el cambio de Constitución ha sido dirigido por la izquierda.
Dejé a Daniel, pero no tanto. Si estaba con un bate, podría él ser de La Vanguardia. Una pista, quizá un acercamiento, hacia donde tenía que llegar.
Había un hombre hablando con Carabineros. En una de las esquinas del Centro Cívico de Las Condes, en Avenida Apoquindo, le daba las indicaciones de lo que iba a pasar: un camión que llegaría y que, en cuanto se instalara, iban a necesitar que cortaran las calles. A quienes le saludaban, el hombre se preocupaba de chocar los talones de sus zapatos y estirar la mano.
Todo en orden, entonces: el camión, la gente, los carteles, los gritos sobre matar. ¿Y La Vanguardia?
Vi que hablaban con Daniel. Era otro joven, tenía más o menos 25 años, vestía de negro, pelo largo y oscuro. En su mochila tenía un palo como de bambú. Pude acercarme lo suficiente como para escuchar que Daniel le decía que estaban en la plaza, que fuera para allá. Decidí seguirlo.
Daniel conocía mi cara, el Gato también. Si ponían atención, al menos Daniel, y si existía esa comunicación que yo desconocía de este grupo y de la que no era parte, que el del palo de bambú hubiese sentido que lo seguía habría sido peligroso. Sospechaba algo más: no había que tener alguna sensibilidad especial para ver que la marcha era más que todo “anti” algo que “pro” lo otro. Peligro, problemas.
Me mantuve a una distancia razonable como para que no notara que lo seguía. Tenía que encontrar a La Vanguardia y a esa altura, como a las 11:30, todo el que tuviera un arma podía ser uno de ellos.
Caminamos por Apoquindo hasta llegar a Plaza Loreto, a unas cuadras del Metro El Golf. No encontramos escudos ni armas ni encapuchados en la plaza. Estaba seguro de que esa había sido la indicación. Debían ya estar afuera del Metro. Corrí y llegué. Allí estaban, en la esquina de El Regidor. Y eran todo eso que se veía en los videos: rostros cubiertos, armas, gases, cascos. En Apoquindo también ya se había instalado el camión: arriba de la caja de carga iban más o menos 15 personas, algunas con chalecos antibalas y cascos; en un parlante allí instalado sonaba una reversión pro-Rechazo de “Bella ciao”, el himno antifascista. Y allí estaba Daniel y su acompañante de la mascarilla, y también el del bambú. No podían, no debían reconocerme, pero tenía que lograr enfilarme con ellos.
Un hombre vendía pañuelos celestes que en letras blancas decían: “YO VOTO RECHAZO”, reemplazando la “A” por una estrella. Costaban mil pesos; me faltaban trescientos.
-¿Me lo deja a $700?
-Pero claro, por supuesto. Todo sea por la causa -dijo.
Jockey, lentes y capucha por el Rechazo.
Ya era parte de La Vanguardia.
Algunos llevaban banderas en la espalda, como capas de superhéroes. “A.C.A.B. All comunist are bastards”, decía el sticker pegado en el casco de otro. Y comenzamos a cantar: “Izquierdo, / amigo, / Vanguardia está contigo”. Antes, un cura con el alzacuellos blanco, había preguntado: “¿Y el niño ese, Seba Izquierdo, vendrá?”. Por los gritos del grupo, supuse que no.
Tampoco veía escudos.
Había al menos tres hombres que hacían la suerte de coordinadores. Entonces no existía una comunicación previa. “Filas de a cinco”, decía uno de mascarilla porosa. Otro, con antiparras para la nieve, se movía e intentaba ordenarnos. Todos corpulentos, de más de 1.80. Un tercero, vestido completamente con ropa militar, dijo: “Nos vamos a meter en medio”.
“¿Qué clase de Vanguardia cagona dispuesta a defender a golpes sus ideas va en medio de una marcha?”, pensé.
Mientras nos alineábamos, dos hombres habían pasado por atrás conversando: “Dicen que hay unos infiltrados acá, y que los antifascistas iban a subir a las 12:00”.
El infiltrado era yo. De los antifascistas, ni idea. Y pensé: ese es mi límite: el enfrentamiento físico.
Dejamos pasar a un grupo primero, después del camión, y después entramos los 20 o 30 de La Vanguardia. El que estaba vestido de militar comenzó a decir, uno por uno: “No va a haber escudos”.
-¿Por qué no? -le pregunté. No podía reconocerme, yo tampoco a él.
-Porque estamos autorizados solo en Las Condes, hasta El Bosque.
-¿Pero y qué pasa si me atacan? ¿Qué hago?
-Te repliegas, o yo te defiendo. Quédate cerca mío -me dijo, y me imaginé allí, aterrorizado, escondido detrás de él, riéndome porque no tenía idea de a quién defendía. Pero no terminó de decir eso cuando aparecieron más o menos cinco escudos (“escudos”, digamos, de esas antenas de televisión satelital adaptadas para ser llevadas en el antebrazo, y algunos otros de madera). En la parte de adelante, con letras doradas o negras, decían C R, además de la silueta de un cóndor: eran del Capitalismo Revolucionario, el movimiento de ultraderecha liderado por el ausente Sebastián Izquierdo.
Caminábamos y gritábamos: “¡Carabinero / Amigo / El pueblo está contigo!”, y los 10 policías de fuerzas especiales, con sus escudos y escopetas y tres furgones institucionales miraban cómo doblábamos hacia la calzada sur de Apoquindo por Augusto Leguía. Un anciano de gorro rojo y ropa blanca, de unos 70 u 80 años, delgado y encorvado, pelo cano, se acercó a hablar con alguno de nosotros. En su mano tenía un dispersor en una bolsa roja.
-Si usas el gas pimienta hecho en la casa, el artesanal, esta boquilla se te tapa. Tienes que tenerlo bien disuelto -dijo mientras sacudía su bolsa.
Caminamos por Apoquindo hacia el Oriente. En la vereda, las fuerzas especiales miraban tranquilos, sonrientes por los vítores de los manifestantes. Algunos los saludaban, pero a La Vanguardia nos llegó otra indicación: “Los que tengan escudos y palos, no saluden a Carabineros. Repito: Los con escudos y palos, no los saluden”.
Era eso: la imagen. Los rostros cubiertos, los vínculos de los símbolos de la violencia con señales de respeto y admiración hacia las fuerzas de orden. Y el grito: “No-graben”.
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Siguió todo en calma hasta la calle Gertrudis Echenique: “¡Viva el Presidente Pinochet! ¡Viva Bolsonaro! ¡Viva Donald Trump! ¡Viva Sebastián Izquierdo!”, y el resto que respondía: “¡Viva!”, y la señora con un sombrero blanco que nos aplaudía a nosotros, La Vanguardia, y que tenía el símbolo de Patria y Libertad en la solapa, y la estrofa de los valientes soldados que se colaba entre los ocho o 10 himnos nacionales que cantamos, y que ese grupo que de pronto, en esa esquina, se puso a los gritos con alguien por no sé qué cosa pero que hizo que ocho de los nuestros se acercara para decir que no grabaran, que no le dieran material a nadie, que no se dejaran provocar, que ya habría tiempo, que los dejaran. Y el obeso que caminaba por en medio de Apoquindo diciendo que ese fotógrafo es de los del otro lado, y a las dos colegas periodistas mujeres de televisión que les gritábamos vendidas, que les íbamos a sacar la mierda, que se tiraron. Esa violencia constante, latente; esa amenaza de que en cualquier momento me descubren, o que descubriríamos a alguien que nos grababa y que íbamos a tener que actuar.
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Llegamos hasta poco antes de Américo Vespucio. La televisión hacía un despacho en vivo y nosotros mirábamos a la distancia. Alguien compró una botella con agua, pero yo no podía tomar: era mostrarles mi rostro, que supieran que no era de ellos, que se me abalanzaran encima con los palos y los bates y los bastones retráctiles y las lumas y el gas pimienta. “¿Quieren un agua? Yo se las compro. Es que yo los entiendo, si soy mamá también”, nos dijo una señora.
Caminamos de vuelta por la calzada sur de Apoquindo. Un hombre con la cara pintada como payaso se sumó al grupo, pero no era de los nuestros, ni tampoco del Rechazo. Levantó una cartulina: “Salvemos el planeta”. Un Vanguardia fue por atrás y se lo quitó y lo sacó a empujones. Carabineros intervino. “Por favor, váyase, caballero”, le decían.
Seguimos caminando hasta el punto de inicio. Eran ya cerca de la una cuando nos movimos, cuando empezamos a correr, a perseguir a alguien que también corrió hacia Augusto Leguía. Y las fuerzas especiales corrieron con nosotros. Corrí con La Vanguardia, sin saber qué ni a quién perseguía. Llegamos hasta allí. Entonces se transformó todo en una discusión: los del Rechazo en la parte oriente, los del Apruebo en el poniente. “¡Los monos, los monos, los monos dónde están! / ¡Están en Plaza Italia dejando la cagá!”, comenzaron a cantar. “¡El que no salta es mono!”, saltamos después. “Se está poniendo de moda / tirar hueones al mar. / Por eso, comunistas, / aprendan a nadar”, cantamos luego.
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Nos replegamos al Centro Cívico hasta que alguien gritó: “¡Vanguardia, a cambiarse!”. Era la señal. Había que ir a la Plaza Loreto.
Caminamos por las calles interiores. Había una niña de más o menos seis años llorando. “Hola, soy Lucho. No te vamos a hacer nada. Nosotros cuidamos a la gente”, le dijo un Vanguardia para calmarla. “Mira, viste: ellos son buenos. Se visten como el tío Raimundo”, le dijo la mujer que aparentaba ser su mamá, de unos 30 y tantos.
En la Plaza todo cambió.
Me alejé del grupo. No podía arriesgarme a que me reconocieran. No podía sacarme la capucha. Era el límite. Y cuando llegamos a la plaza, lo comprobé: de pronto un hombre de camisa azul corrió como si su vida dependiera de ello. Se puso pálido. Vestía pantalones blancos, sudaba y abría los ojos. Y La Vanguardia lo alcanzó a un costado de la plaza. “¡¿Por qué estái grabando?! ¡¿Ah?! ¡Borra esa hueá! ¡Bórrala hueón!”. Pude ver su rostro mirando hacia arriba, arrodillado, implorando clemencia, deshaciéndose en excusas. A su alrededor, unos siete u ocho le sostenían la cabeza, le quitaban el teléfono, le pedían explicaciones. No querían que los grabaran. Llegó alguien a socorrerlo y La Vanguardia también lo tomó y le sacudió la cabeza y esperaron hasta que borrara su registro. “¡¿Y por qué tiritai, hueón?! ¡¿Qué hiciste que te da tanto miedo?! ¡¿Ah?! ¡Dime po, hueón!”.
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Me solté la capucha y caminé. Caminé hasta perderme, perderlos y nunca más saber de ellos ni sentir estar al límite de la violencia descontrolada en cada paso, cada esquina, cada momento.