30 años
El 11 de marzo de 1990 asumía la Presidencia de la República Patricio Aylwin, líder de la Concertación de partidos por la Democracia y temprano impulsor de la participación de la oposición a Pinochet en el itinerario político contemplado en la Constitución de 1980. 30 años desde el fin de la dictadura cívico-militar y el inicio de un proceso de normalización política que tuvo en el imperativo del crecimiento económico y la política de los acuerdos sus ejes principales.
Indudablemente, aquel 11 de marzo inició un período de progresiva democratización político-institucional. Resulta evidente que, en términos de vigencia del estado de Derecho, respeto a los Derechos Humanos, control de la arbitrariedad estatal, ejercicio de las libertades públicas y pluralismo, hubo avances sustantivos respecto al contexto dictatorial. Suponer una relación de pura continuidad entre el 10 y el 11 de marzo resultaría algo a lo menos aventurado, y sin dudas en extremo concesivo frente al terrorismo implementado por la dictadura cívico-militar de Pinochet.
No obstante, esta progresiva democratización iniciada hace treinta años se caracterizó también por su carácter limitado y por la reconocida concesión a aquellos poderes fácticos que, venidos desde el mundo empresarial y militar, intervinieron de modo decisivo en el carácter de dicho proceso. La persistencia de aspectos claves de la institucionalidad política gestada en dictadura, las limitaciones al Estado de Derecho democrático, la inmunidad del andamiaje económico dictatorial y la impunidad en materia de Derechos Humanos constituyen, en este sentido, solo algunos ejemplos que sirven para ilustrar la naturaleza incompleta y parcial del proceso de normalización institucional iniciado el día en que el dictador le hizo entrega de la banda presidencial a Patricio Aylwin.
A estas limitaciones político-institucionales del proceso de democratización iniciado el 11 de marzo de 1990 es necesario adicionar la progresiva brecha abierta entre el espacio político-institucional y el mundo social durante estas tres décadas. El primado de las formas consociativas que relevaban la producción de acuerdos por sobre la expresión de las diferencias democráticas, al igual como la elitización de la acción política y la omnipresencia de una lógica técnico-empresarial capaz de sobreponerse a la deliberación democrática, fueron produciendo una progresiva des-democratización del campo social chileno. Des-democratización teñida de una “estabilidad democrática” que, en nombre de los equilibrios económicos, la paz social y el destierro del antagonismo democrático, fue reduciendo la interacción política a los salones de la institucionalidad estatal y los pasillos empresariales.
Paradojalmente entonces, las tres décadas de postdictadura que conmemoramos en estos días de revuelta constituyeron una temporalidad marcada por la convivencia entre una difícil democratización institucional y una acelerada des-democratización y despolitización de la vida social. No es, por consecuencia, un período que se pueda definir solo por la lenta superación de la herencia autoritaria, sino que también por la construcción de una política tecnocratizada, segmentada, elitizada y vaciada de sociedad.
Pero estas tres décadas también fueron el escenario de una progresiva re-politización que fue incorporando paulatinamente nuevas actorías y agendas al raquítico espacio político de la postdictadura. Desde el resurgimiento de las demandas por el reconocimiento y la autonomía de los pueblos indígenas hasta aquellas movilizaciones estudiantiles de inicios de siglo, pasando por las luchas territoriales, los movimientos socioambientales y el feminismo, ha sido la sociedad -la mayor parte de las veces a pesar de la élite político-institucional- la que ha reivindicado y ensanchado la esfera democrática frente a la inercia des-politizadora de una élite acomodada a la paz de los mercados.
No cabe duda de que cada una de estas expresiones sociales fueron abonando el terreno que nos condujo a esta coyuntura de transformación. Una coyuntura en la que ya no existe posibilidad de desplazar debates ni de desatender a una sociedad que ha encontrado en las calles su lugar privilegiado de expresión. Una coyuntura a partir de la cual la legislación hecha en nombre de los mercados y de espaldas a la sociedad, o la vieja monserga de la gobernabilidad y la paz social se encuentran en retirada.
No sabemos cual será la deriva específica de este proceso abierto a partir del acontecimiento del 18 de octubre. Pero lo que sí sabemos es que el largo ciclo de democratización y des-democratización abierto hace 30 años ha llegado a su fin.