La muerte -no declarada- de la Universidad capitalista
Aunque suene absurdo, en Chile y en el mundo, los investigadores deben salir a conseguir financiamiento para sus investigaciones y tienen que pagar para publicar. Los docentes universitarios son despedidos si no cumplen con un cierto número de publicaciones anuales, aun cuando el tema que investiguen no sea un aporte o no genere impacto en una comunidad específica. De acuerdo a la investigación de la revista Plos One (2015) cinco editoriales privadas con fines de lucro, controlan en todo el mundo, el 50% de las publicaciones científicas indexadas, con márgenes de ganancia de un 40%, que presionan a las Universidades a producir sin parar. En una investigación realizada por este colectivo durante dos años, descubrimos que ni siquiera los mismos docentes leen los papers de sus pares. El problema llega a tal nivel, que en ocasiones la cantidad de referencias es más grande que el contenido del paper.
Alienados citándose entre ellos, mientras Chile estalla: ¿para quiénes trabajan los científicos e intelectuales del país? La figura del intelectual precarizado y elitizado se ha puesto en cuestionamiento y con ello, su relevancia y rol político. Las masas ya no requieren de una conciencia y elocuencia que hable por ellos: las personas buscan voz, territorio, espacio e imagen en la cultura. Y si los que luchan ya no se sienten representados; los intelectuales devienen empleados y especialistas técnicos, a los que se recurre como expertos de un saber que está cosificado y alejado de los territorios.
Cada vez más, las humanidades y las artes bajan en relevancia para las Universidades, las cuales se estructuran en carreras-silos, donde los alumnos se especializan y se distancian de lo que nos hace sentir: la creación, el afecto y el impacto del conocimiento en la vida real de las personas. Es por ello que, en la cúspide del capitalismo académico (Slaughter, Roadhes y Leslie, 2010) las universidades han favorecido a las disciplinas más directamente vinculadas al mercado; incluso han impuesto el formato paper a disciplinas que antes se basaban en el ensayo y el libro. La muerte de la escritura, promovida por el formato paper, convierte al conocimiento mismo en un commodity. Presiona a los investigadores a decir, cuando no tienen nada que decir. Y este decir-vacío y frenético comienza con el ayudante, que en algunos casos se ve enfrentado a abusos de poder como el robo de sus ideas y la entrega de su autoría por contactos o status.
Si bien este no es un problema nuevo en Chile, sino una bola de nieve de más de 30 años, su difusión no ha generado un activismo o una organización territorial de la comunidad docente, sino que paradójicamente, ha provocado la creación de más publicaciones y papers críticos, utilizando las mismas herramientas del sistema neoliberal. Y esa es la trampa del capitalismo como forma de producción social: no deja espacio para salir de su modo de operar, clausura las posibilidades de una exterioridad que permita salir de su lógica de captura y las posibilidades de resistencia se terminan transformando en un “crudo realismo cínico” que se compensa con bonos, castigos, incentivos, libros de reclamos y publicaciones que mantienen las bases del status quo. Lo interesante es que, insertando elementos anti-productivos como los castigos y el control, el capitalismo cognitivo se asegura de que todo proceso de generación de conocimiento genere capital y que todo cuestionamiento se pose sobre los hombros de un gigante cinismo resignado, que afirma que “las cosas son así” y no hay salidas al sistema.
En las entrevistas realizadas por Plieguea profesores, doctores, investigadores e intelectuales chilenos, uno de los afectos que se repite es justamente esa resignación, el nihilismo: “Si no hago esto, me desvinculan”, “en última instancia tengo una familia a la cual proveer”, “no conozco otra forma”: y ese el espíritu del capitalismo y de las subjetividades neoliberales, hiper-individualizadas y mediadas por las fuerzas impersonales del mercado. Bajo este régimen de control, las universidades no dejan de introducir la rivalidad, el status y el ego como un inevitable modelo a seguir, e incluso opone a los individuos entre ellos para que internalicen el deseo de la “autenticidad” del intelectual, que los imposibilita a darle un carácter colectivo al conocimiento. Esto último llega hasta los límites de lo paradójico, cuando la autenticidad también es algo que exigen las empresas como configuración subjetiva.
Despertar del nihilismo, conllevaría un proceso colectivo de creación, que se compone en conjunto para superar la muerte del proyecto educativo perfilado en la Constitución del 80. No sería sólo criticar, sino volver las estructuras contra sí mismas. Preguntar y construir un nuevo sentido de la Universidad y de su relevancia política, a la vez que mostrar los aspectos vitales, existenciales y antropológicos involucrados en esa pregunta. Repensar la educación es mirarla junto al arte y la producción cultural, pensarla como una educación que produce nuevos modos de sensibilidad: conectada con la experiencia vital y dejando fuera los mecanismos excluyentes. Se trataría de asumir que no hay instituciones inmortales, sino afirmar ese afuera que nos confronta con lo imposible, con el sinsentido. Afrontar esa muerte, afirmar el estallido, donde resurja algo que fue reprimido.
¿Donde ha quedado el valor improductivo del conocimiento, el amor por el conocimiento y la libertad de investigar? La crisis de la educación y de la universidad ya tiene antecedentes; en la literatura actual podemos encontrar a autores chilenos como Willy Thayer (2019), Raúl Rodríguez (2018), José Santos (2015), y antes, a Sloterdijk, escribiendo sobre “el fin de la confianza en la educación” (1983) en su libro “La crítica de la razón cínica”. En un mundo académico desvitalizado, donde el conocimiento se crea incentivado por el prestigio y la jerarquía, por el ego y no el amor a la disciplina, los estudiantes presencian un desencantamiento con la institucionalización del saber, con la capitalización del conocimiento, que adquiere vida al funar las clases, al boicotear los instrumentos de evaluación de ingreso a la Universidad. Lo que entra en crisis allí es la imagen dogmática de la educación marcada por una relación profesor-alumno donde el primero es el depositario del saber y el segundo es quien lo recibe pasivamente, sin posibilidad de que ninguno de los dos modifique esa relación. Lo que se busca, en cambio, es una nueva imagen de la educación en donde tanto el docente como el alumno aprendan enseñando.
En este escenario de muerte, ¿por qué mantenemos sistemas que nos oprimen, aún sabiéndolo? y ¿cómo empezar a resistirnos a un sistema que ya no tiene rostro, que no tiene enemigos concretos a los que apuntar? La dificultad de generar resistencia real es un problema no sólo de los docentes universitarios, sino del desencanto y hastío general que nos deja a todos con posibilidades hipócritas de insurrección, que permiten resolver pequeños malestares pero que no llegan a nada: ese es el nihilismo globalizado que se concreta en la academia en Chile, que no cree en sí misma ni en su proyecto fundador.