Otro jueves más en la cárcel: Las visitas de Carolina a su hijo después del estallido

Otro jueves más en la cárcel: Las visitas de Carolina a su hijo después del estallido

Por: Claudio Pizarro | 13.02.2020
A pesar de no haberse comprobado la presencia de hidrocarburos ni acelerantes en sus manos, ropa y mochila, Gabriel Rogers (18) fue detenido por un supuesto lanzamiento de bomba molotov y puesto inmediatamente en prisión preventiva desde hace 90 días. Su madre, Carolina Jaque Costa, no pierde la fe en traer a su hijo de vuelta a casa. Mientras, asiste a su único día de visita semanal, cada jueves, durante tres horas, sagrada y lealmente. Esta es la historia de una de las tantas madres con hijos detenidos en distintas cárceles del país después del 18 de octubre.

 

A las 06.30 de la mañana, Carolina Jaque ya está despierta. Lleva un rato dando vueltas en la cama. Siente como la falta de sueño le pesa, pero igual se levanta. Para ella, la madrugada y el insomnio ya es una costumbre. Todos los jueves, como hoy, se levanta temprano para visitar a su hijo Gabriel, de 18 años, que acaba de cumplir 90 días encerrado en la cárcel de Santiago 1. La visita dura tres horas y pretende aprovecharla al máximo.

Carolina se levanta a preparar comida para él. A las 7 de la mañana, con la casa aún en silencio, está con el sartén en mano, salteando un churrasco para llevarle un sándwich lo más fresco y caliente posible. Sabe lo mucho que a Gabriel le gusta el pan, así que le hace hartos para darle en el gusto. A veces son tantos que no sabe si se los come todos o quizás los regala. Pero eso en verdad no le importa. Es jueves y podrá ver nuevamente a su hijo.

Acaba de terminar de ordenar los confites que compró la noche anterior, después de salir del trabajo. No puede llevarle comida de casa, así que organiza un festín con lo único que le es permitido ingresar. Suflés, papas, galletas y dulces que, según ella, hace que cada día de visita parezca la celebración de un cumpleaños. Antes de salir de la casa, con la bolsa de comida al hombro, prende una vela en un altar improvisado de su living. Y parte sola, cargada y expectante, camino a Gabriel.

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Gabriel Rogers tiene 18 años. Está matriculado para comenzar cuarto medio en marzo. Es scout desde pequeño, amante de la naturaleza y el aire libre. Cada vez que ve a su madre, le comenta las ganas que tiene de ir a la quebrada de Macul a pasar tiempo en la naturaleza. “Es alguien muy sensible”, dice Carolina.

– Es súper contemplativo, le gusta su soledad. Se sienta en algún rinconcito a leer o en su pieza a escuchar música. Lo que debe ser estar en prisión con cientos de presos gritando–reflexiona. Luego de una pausa, toma aire y se responde ella misma: “Un infierno”, dice.

Antes de ser detenido, Gabriel pasaba sus tardes después del liceo con sus amigos. Haciendo malabares, jugando pimpón. Tiene tantos cercanos que quieren visitarlo que, cada semana, su mamá tiene que hacer rotar los cupos de sus visitas. No todos alcanzan a verlo, así que a veces le entregan libros para que ella se los haga llegar a la cárcel. Dice que podría estar todo el día respondiendo mensajes y llamadas  de familiares, amigos y compañeros que preguntan por él. Una de sus profesoras del liceo, que prefiere reservar su identidad, destaca su compromiso social como parte importante de su persona. Dice que tiene una buena relación con sus pares y que en el último tiempo había demostrado un esfuerzo por mejorar su rendimiento académico. Cree que con una buena orientación podría convertirse en un productor de cambios e impacto social. Un real aporte a la sociedad, si se le apoya correctamente.

Ese compromiso social fue la razón por la que Gabriel no se quedó atrás durante las manifestaciones del 18 de octubre. Carolina dice que recuerda perfectamente haberlo visto salir por la puerta una última vez. Una rutina típica que no volvería a repetirse, porque después de ese día Gabriel nunca volvió a su hogar. Fue detenido el pasado 12 de noviembre en el Parque Bustamante. Carabineros, vestidos de civil, se lo llevaron en un auto particular después de un seguimiento, acusando que había videos que lo vinculaban con actos violentistas. Alcanzó a gritar su nombre y el teléfono de su madre, Carolina, que no tardó en ser bombardeada con múltiples llamadas y videos de amigos y desconocidos. Se llevaron a tu hijo, le decían. Ella estaba en el supermercado. El mundo se le vino encima.

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A pesar de no haberse comprobado la presencia de hidrocarburos ni acelerantes en sus manos, ropa y mochila, Gabriel fue acusado de un supuesto lanzamiento de bomba molotov y puesto inmediatamente en prisión preventiva a esperar un juicio en el que arriesga tres años y un día, como mínimo. Su abogado, Nicolás Toro, asegura que las pruebas presentadas por la Fiscalía, un video que supuestamente situaba a Gabriel en el lugar donde estaban ocurriendo los hechos, no "clarifica su participación en el lanzamiento de bombas molotov. Es insuficiente para probar ese delito en particular", explica. Toro asegura que su defendido se mantiene en prisión preventiva por unas faltas por desórdenes públicos, también en contexto de manifestaciones, cometidas antes de su detención. Una de ellas cuando era menor de edad y la otra ocurrida luego del estallido social. Él las describe como razones “jurídicamente intranscendentes e ideológicas” para mantenerlo en el encierro, asegurando que se demuestra un endurecimiento punitivo a raíz del 18 de octubre. Antes, las medidas cautelares para delitos similares eran menos duras. Sin embargo, hoy la prisión preventiva pasó a ser la regla general en estos casos. Casi 2.500 jóvenes de entre 18 y 27 años, según datos recopilados de los informes del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos hasta diciembre de 2019,  están hoy en la situación de Gabriel, la mayoría, como él, acusados de infringir la ley de armas por bombas molotov. Solo en Santiago son 900 quienes se encuentran en prisión preventiva. La mayoría está en el módulo 14 de Santiago 1, que tuvo que abrirse especialmente para hacerles espacio.

–Nos ha tocado en las mismas audiencias ver salir a violadores. Hemos estado ahí mismo. Y los chiquillos que se estaban manifestando no salen– dice Carolina angustiada.

A tres meses de su detención, siente la ausencia de su hijo como si fuera el primer día. Su apetito está débil. Duerme profundo, pero por pocas horas. Tiene ojeras que antes no tenía y ha bajado de peso. Dice que la pena le ha echado sus buenos años encima, pero se mantiene firme. No tiene espacio para depresiones, está en constante movimiento. Hace lo que puede por mantenerse fuerte por su familia, compuesta además por otros dos hijos. Mantenerlos a flote y sacar a Gabriel es su prioridad. Echarse a morir para ella no existe. Sabe que eso es lo que Gabriel necesita de ella. Pero piensa en él todo el día. “Anoche, por ejemplo, vi que iba a haber luna llena y pensaba pucha, Gabriel no puede ver la luna. Ni sentir este frescor de la noche”, cuenta.

–Todo lo que yo disfrute, esas cosas sencillas, saber que él no lo esté disfrutando es una espina en el corazón– añade.

El vacío es latente en su dinámica y su familia. Carolina dice que incluso el Bachi, el gato de la familia, lo echa de menos. De sus dos hermanos, solo el mayor, de 22 años, ha podido visitarlo. Gabriel fue quien le enseñó a andar en bicicleta a su hermano menor, de 13 años. Le enseñó a nadar y a tocar la flauta. Sin embargo, solo han podido verse una vez; en la segunda audiencia en que le negaron el arresto domiciliario. Dice Carolina que se lanzaron besos a través de la habitación. Pero eso fue todo. No se han visto desde entonces. El padre de Gabriel y de sus hermanos falleció hace un par de años, cuando el mayor de ellos aún era adolescente. A pesar de que no vivían juntos, Carolina lo describe como un padre muy presente. Mantenían una muy buena relación. Ella cree que para Gabriel, el impacto de ese golpe no llegó en seguida. Lo vio tener un bajón el mismo año en que repitió de curso. “Para él su papá es un gigante”, explica. “Era una persona muy generosa, muy alegre. Tiene muy lindos recuerdo de todo lo vivido con él. Muchas aventuras. Lo acompaña del cielo ahora. Yo sé que lo está cuidando”, concluye.

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Carolina Jaque llega a ver a su hijo a la cárcel de Santiago 1 alrededor de las 8 de la mañana. Las puertas de abren a las 9. La fila es larga. Corre el riesgo de quedar muy atrás y atrasarse en la entrada, lo que significa perder parte importante de las pocas horas que tiene con Gabriel. La larga línea de madres, hermanas, tías, primas, amigas y pololas, que llegan incluso horas antes del inicio oficial de la visita, solo por intentar quedar adelante, avanza lentamente. Los hombres son menos, como es usual, y avanzan más rápido. Pero las mujeres, con su presencia sagrada y numerosa cada semana, esperan leales y pacientes que se abran las puertas. Otras madres le hacen un espacio a Carolina con ellas en la fila. La salvan de perder una hora –o más– de tiempo con su hijo. Esperan juntas y ansiosas, conversando para apaciguar la demora.

Al entrar, un timbre en el brazo. La ansiedad y la emoción la inundan. Entrega el carnet. Recibe una credencial y se suma a otra fila para la revisión de los alimentos. Los panes que se despertó temprano para hacer son abiertos y toqueteados por fuera de su bolsa transparente, y cuando termina avanza otra vez. El corazón le late a prisa. Otra fila. Revisión corporal. Fuera zapatos. A mostrar los bolsillos y las plantas de los pies. Nada importa porque ya está cerca. Sigue caminando, pensando en decirle que deje preparadas sus cosas, que ya va a salir, y debe mostrar su timbre dos veces más, bajo una luz ultravioleta antes de llegar al módulo. En la sala de visita se sienta en una banca a esperarlo. Gabriel aparece, bien arreglado para recibirla. Ese es el momento por el que espera toda la semana, la razón de que no pueda dormir la noche anterior y camine con el corazón en la mano por los largos pasillos de Santiago 1. Apenas tres horas para estar juntos, pero que se sienten como un regalo infinito e invaluable. Los abrazos sobran, pero también faltan. Faltan mucho.

El temple de Gabriel es algo que Carolina admira. No necesita llegar a subirle el ánimo, ni convencerlo de mantener la esperanza alta. Él se las ingenia para mantenerse ocupado y tranquilo, incluso le contó a su mamá que se hizo unos malabares para jugar y que consiguió hacerse una repisa, para no tener sus cosas desordenadas en el piso. Ella ve su valentía como genuina, pero tiene  claro que no sabe por todo lo que está pasando su hijo.

–Yo sé que él no me debe contar todo. Estoy súper consciente de eso. Sé que sabe lo mucho que sufriría si me contara que le pasa algo más terrible– reflexiona Carolina

El día de la visita lo ve radiante. Y esa es la imagen que atesora. Poco después de ella, el hermano mayor de Gabriel aparece. Y antes de que llegue el resto de amigos y familiares que hacen turnos para poder verlo, la familia logra tener un momento íntimo que hace mucho no compartían. Carolina le cuenta acerca de la audiencia que se viene, la tercera apelación en la que intentaran sacarlo de la prisión preventiva. Le dice que se imagine fuera; en la playa, con sus malabares y con su guitarra. Que los imagine juntos. Gabriel le regala un ramo de delicadas flores de papel que hizo para ella, y le entrega una carta para que la lea después.

Cuando su tiempo termina, y lo deja en la última reja en que puede dejarlo, lo ve irse cargado de las bolsas que le llevó, y llora. Dejarlo ahí e irse es profundamente duro, y a pesar que se mantiene fuerte toda la visita, e intenta no dejar caer lágrimas ni siquiera cuando lo abraza, no puede evitar quebrarse. Ocurre todas las semanas, sabiendo que no volverá a verlo hasta siete días más. A veces, sin embargo, piensa en que hay siempre peor que ella. Alguno de sus acompañantes u otra madre de visita. Y si alguien más necesita contención, ella está ahí. Aún si significa aguantar su propia pena.

Después de varios días de esperar la audiencia, la expectativa se derrumba: por tercera vez le negaron el cambio de medida cautelar por dos votos a uno. Gabriel no volverá a su casa. Al menos por el momento.  Agotadas las instancias de apelación, el Comité de Defensa del Pueblo, quien lo representa, deberá buscar nuevas estrategias para lograr su salida. Carolina, pese a todo, no pierde la fe. Seguirá visitándolo cada jueves, sagradamente, cargada de dulces, panes y esperanza.