Lucha como mujer: reeditan primera y única novela de Sonia Montecino
Nunca más salir al centro. La gente nos mira en menos, eso me di cuenta y además soportar los golpes de esos miserables. La comisaría húmeda, la fianza que nos costó pagar. No hay espacio para los artistas como nosotros en el centro, no valoran que una tiene que ensayar, vestirse, sudar en el baile y cansarse. Los bandidos quedaron mudos cuando supieron que el Sandro era yo, después más lo que me humillaron. Ni plata pudimos sacar. Todavía me duele la espalda cuando me acuerdo. No voy más al centro. Es mejor esperar a que abran el Negro José.
Antes de acostarse, Noemí se desliza a la cama en que Amelia duerme como otra Noemí de labios abiertos. Una espuma delgada viaja por sus comisuras. Le palpa el cuello. Parecido al de René, piensa. Garganta opalina la de ese hombre que se perdía entre sus piernas oscuras, cosquilleando por el pecho su piel de gazapo, lamiendo sus pezones.
La risa de René marcada en las venas del cuello que ella mordía desesperada. Solo así podía silenciar sus gritos de animal blanco. La Amelia a veces gime como él cuando está contenta y no me atrevo a recorrer con mis orejas sus ríos henchidos, esos cauces de René cuando su lengua caminaba sobre mi pecho. Los ojos miel de René que ahora estarán secos o vacíos o cerrados y por eso no le puedo decir a la Amelia que apague las velas porque nadie nos dirá nunca donde está si es que está en esta tierra. ¿Seremos igual que la Raquel, que todas las demás, pariéndonos como siempre como única voluntad en este mundo de mierda? Es destino crecer a la Amelia para que ella sea yo y después le lleven a su René, lo desaparezcan en otro Negro José clausurado y se sueñe que ella misma lo mató porque él quiso usarla para sobrevivir. Entonces, también se le olvidarán las cosas, se pondrá de luto, hablará sola como la Raquel. Por eso me siento tan bien cuando puedo ser el Sandro, reinando.
En el escenario nuevo la baba de mi deseo: el sabor de ser otro, sospechar el poder de ser un él. Sandro luchadora. El Emperador ya no sale en la tele, concluyó el programa de catch. Sus ojos: pequeño horizonte asomado por las carnes amarillentas. Curva las cejas con lápiz negro. Le ha escrito tanto el estómago que solo puede comprar en las tiendas de ropa usada de la calle Franklin. “Quiero los a rayas blancas sobre fondo azul”. Sudaba en el probador, el contacto con la tela importada le puso los pelos de punta. Un ciempiés rozando el paño. Tocar al hombre que usó en Norteamérica esos pantalones a rayas. El espejo le devolvió la imagen de un Emperador con pantalón azul aflautado en los tobillos, largo de tiro, como hecho para contener su volumen. Pantalón azul para conquistar la Violeta Parra, con la fuerza, la compañía, la certeza con que lo haría el hombre de Norteamérica. Acoplado a ese género, adherido a las proezas de su primer dueño, se sentía extasiado y no se cansaba de posar, de autoexhibirse con ese pantalón norteamericano con que invadiría la Violeta Parra.
Esa mañana de fines de noviembre el descampado era el desierto en que los jovencitos galopan sedientos de sangre y pólvora. Emperador Llanero Solitario. A lo lejos, la edificación de mejoras, mediaguas compradas por cuotas al Hogar de Cristo. Atravesó con paso lento el tierral. Una cola de mujeres y chiquillos con baldes recortaban la estepa, absortos en el manar de un grifo.
Murmullos de conversaciones y llantos de guaguas llegaron a los oídos del Emperador cabalgando orgulloso en su corcel blanco. Los niños fueron los primeros en reconocerlo, lo rodearon apenas bajó de la Egaña-Lourdes. El Emperador es famoso en todas las poblaciones. “El que sale en la tele”, gritaron accionando la cadena de mensajeros manzana por manzana. Amelia también formó parte del enjambre que lo escoltó por las callejuelas de la Violeta Parra. Lo había visto los domingos en la casa de la Raquel, que cobra solo cinco pesos por hora. Noemí descorrió las cortinas de percala, curiosa por el jolgorio de los vecinos y luego abrió la puerta para ver de cerca a ese que causaba tanta inquietud en la población. El Emperador escrutó su figura delgada, morena. Noemí creyó que le dijo con la mirada: a ti te necesito.
–¿Quiere ganarse unos morlacos?
–¡Claro! ¿Y cómo?
–Una vez por semana en un show, en un ring.
–¿Y eso?
–Luchando
–¿Luchando?
–Usted es perfecta, sé que peleará como ninguna.
–¿Hay que pelear? ¿Mujeres contra mujeres?
–Sí pues, en mi espectáculo Las Fierecillas del Ring. Usted cobra por pelea ganada, y si no, un porcentaje por recaudación. ¿Está de acuerdo?
El Emperador entró a la mejora, cerrando la puerta para consolidar el trato, evitando que los pobladores lo estorbaran con sus ojos pedigüeños y que los chiquillos lo manosearan como si se tratara de un santo. Llegué muy antes. Chica mediana sería cuando me trajo mi abuelita a esta ciudad, pueblo grande. Unas casitas pocas nomás habían, pura tierra como campo. Juntando año con año es que fueron llegando las gentes, formando la población, levantando uno y otro palo, armando los techos. Es que le pusieron Violeta Parra poco hará, ya ni me acuerdo. Mi abuelita era buena de salud pero pobre, lavaba en ajeno pa’ comer nosotras. Por eso no pude adelantar, no tengo letras. Ella es que se vino del campo pa’ progresar en este pueblo grande y se fue quedando, me fue quedando. Mi abuelita me enseñaba rectamente, cualquier huasquita pillaba pa’ castigarme, pa’ que aprenda los deberes.