Larroulet y Piñera, una combinación peligrosa para la democracia
Sebastián Piñera sigue dando entrevistas en las que se hunde cada vez más. Cuando habla en ellas, acusa complots internacionales y se refiere a gente que querría desestabilizar su gobierno y el sistema político y económico chileno. No piensa que este explotó. No tiene entre sus alternativas preguntarse si es que algo se hizo mal. Si bien a veces esboza algo así como una autocrítica, lo cierto es que nunca profundiza en esta. Pareciera que está mal visto preguntarse cosas por esos lugares.
Lo vimos con el famoso informe “big data” que hoy no tiene ni un solo padre: unos les echaron la culpa a otros, pero nadie reconoció nada, porque sería signo de debilidad. Porque los llevaría a preguntarse cosas y llegar a conclusiones poco agradables no solo respecto a su diagnóstico del país, sino también de su responsabilidad en la crisis social que vivimos hace ya más de setenta días.
Y es que nunca podremos esperar una revisión de lo sucedido o lo hecho por parte de personas como Piñera o sus cercanos, quienes no ven en la acción política un instrumento para lograr cosas grandes a mediano y largo plazo, por lo que no recurren a ella. En cambio, prefieren aplicar medidas de contingencia y sacarse de encima ciertas situaciones puntuales. Y así nada se soluciona, sino que todo empeora.
Tras todo esto, al parecer, está Cristián Larroulet, el principal asesor del mandatario, un sujeto que es quizás el último gran guardián de lo que se está desmoronando y no piensa en solucionar situaciones de ninguna manera. Lo que sucede porque para él no existe el raciocinio político, sino la defensa ideológica a ultranza. No le interesa descubrir que está equivocado, porque, aunque lo sepa, no cree que ese sea el problema principal, sino que otra gente se dé cuenta de que lo está.
Esta es una mezcla peligrosa que nos está destruyendo día a día. La combinación entre un especulador financiero a cargo del Estado, que está obsesionado con no ver las situaciones de manera más global, y un fanático ideológico que, sin importar cuáles sean las consecuencias, intenta defender su contrarrevolución con lo que tenga a mano, ha dado por resultado momentos horrorosos, personas sin ojos y un discurso cada vez más violento de parte de La Moneda ante los ciudadanos y el mundo.
Sería iluso no ver la degradación de Piñera de ser un intento bien rasca de estadista, casi cómico, a un personaje desquiciado que repite sin cesar cosas que no tienen sentido alguno. Cabe detenerse en esa locura casi ofensiva de promulgar la reforma constitucional, cuyo objetivo es llamar a un plebiscito para cambiar la actual carta magna, con un acto en el que se atribuía un triunfo que no era suyo, dando directrices de lo que creía que debía ser la nueva Constitución y llamando a un diálogo civilizado mientras en las calles aumenta la represión hacia una rabia creada por lo que se quiere defender sin ningún matiz.
Por esto es que hay que mirar a Chile y lo que sucede en él teniendo en cuenta qué es lo que pasa por las cabezas de quienes están empeñados en no mirar ni mirarse. Urge analizar el desvarío de un presidente que jamás ha sido constante en otra cosa que no sean sus inmensas ganas de beneficiarse de todo, como también el relato que, en las sombras, alimenta un asesor que insiste en defender lo indefendible desde una perspectiva dogmática y poco racionalizada. ¿La razón? Porque si es que esto no se detiene, lo que se viene puede ser incluso peor