La resurrección de “Natalia” de Pablo Azócar 30 años después
Hay libros que se sostienen en la infinita herida del abandono, en la imprescindible muerte del héroe, en los escabrosos límites de los reprimidos, en la admirable narración del humus de época, o en la –más difícil– articulación de todo lo anterior en un lenguaje propio, en un estilo, se diría, que modula y da el tono a la novela.
Natalia de Pablo Azócar se sustenta vigorosamente con todo eso metido en el caldero, y más. Natalia, la protagonista, pareciera ganar la batalla de ser el personaje central de la obra, en una contienda que es difícil de sancionar, pero lo que sí está claro es que la novela se estructura veloz en torno a un repetido suceso central: la demencial, anhelada y a la vez rechazada “espera por el regreso” de Natalia a la trama de la novela.
Natalia entra y sale del relato como una isla flotante y va estructurando a su alrededor archipiélagos de acontecimientos que en cuestión de dos frases van quedando irremediablemente atrás, en un pasado que más parece futuro, y un presente que corre en un inagotable y literariamente agotador movimiento perpetuo.
Natalia, la novela, es una suma magistral de ironía y realismo que comparten en simultáneo la mueca de la sonrisa anecdótica y la cicatriz del dolor irremediable. Es tal vez la novela de época (1980-1990) que con mayor maestría refleja el pulso oculto del Chile santiaguino de esa década, la década llamada perdida para la superficie operativa del vivir nacional, pero de extraordinaria complejización de los individuos, sin estrategias de futuro y esperanzas cívicas porfiadas pero tan abolladas como señales de tránsito.
Toda Natalia ocurre dentro de sus personajes, así como el todo Chile ocurrió en esos años dentro de sus vísceras heridas, en el escenario oculto de la calle, la noche, el alcohol, el humo, la piel de este territorio austral del planeta, y tras la cercenante empalizada del exilio.
Estamos ante una breve obra maestra hecha a mano con una especie de estética del relámpago, diría mi padre, Don Gonzalo Rojas. Ante un filme extraviado de ritmo que acelera su proyección de 24 a 48 cuadros por segundo. La confesión bautismal está dicha en la página 83: “habíamos quedado sin poder decir palabra, con ovarios y testículos a la vista de la humanidad y colgando en el itinerario obligado de zopencos cretinos necios zopilotes papanatas estultos simplones ratones iletrados gaznápiros cernícalos mentecatos obtusos chambones que nos decían lo que teníamos que decir y pensar y soñar.
Habíamos sido inocentes, pero algo había ocurrido. Esta constatación, tal vez, propició lo que vendría después, aunque no teníamos cómo saberlo. Apenas atinamos a aferrarnos a lo único que había a mano: nosotros mismos”.
“Ellos mismos”, podría ser el apellido de todos los personajes de Natalia que, con un desdén de inconsciencia, pero borrosamente consciente de ser carne de historia, dan una oportunidad de identificación a todos los muchachos de los 80, que subjetivamente son sus parientes, menos o más cercanos.
Azócar no describe los personajes centrales por su aspecto. El Gordo podría hasta ser flaco. No son rubios, ni zurdos, ni usan anteojos, sino se definen ya sea por pasiones o por el número de visitas al infierno: el culto a los tobillos de una hembra; la siempre amiga masturbación auxiliadora; la espera permanente por Natalia que si pudiera llegaría más tarde que Godot; el mellado y mortal cuchillo que es la inteligencia de Lucía; el vómito de un cuerpo no definido; el paseo a lugares donde no se llega.
La trama se desplaza culebreando por una época en que los personajes, con el saber veloz de ser únicos y últimos, desbarrancan por la pendiente de la vida capitalina, haciéndose trizas al dar con cada peñasco del amor, del placer, de la separación, del dolor, desesperados de constatar que, al parecer, a nadie importa mucho el que estén vivos o muertos y aplicando todas las estrategias del sobrevivir. Esto como venganza contra la muerte y el sinsentido que como bruma les rodea y en ocasiones los usa contra sí mismos.
Se trata de una novela netamente urbana, cosa que se confirma con algún baño de mar en Playa Blanca. Novela de un solo trago que asalta al lector desprevenido con un torrente indetenible de palabras, acontecimientos, modismos y referencias que, lejos de enmadejar su lectura, amarra el ojo a sus páginas, aun siendo una novela sin acción, que no sea la de los movimientos pélvicos.
[caption id="attachment_330029" align="alignnone" width="1024"] Izquierda a derecha: Secretaria General de la Casa de América Latina, Sra. Manuela Júdice, Editor Sr. Carlos da Veiga Ferreira, Traductora Sra. Maria Manuel Viana, Embajador Germán Guerrero y el escritor Sr. Pablo Azocar.[/caption]
Natalia regala un caudal fecundísimo de citas de otros creadores. Probablemente sin estas citas ni autores invitados, el texto no sería distinguible de un episodio ocurrido en un convento de monjas escrito por Bocaccio. Es ese segundo riel de personalidades, paralelo y siamés al de los personajes de la ficción, el que culmina la estructura binaria del tren de milagros que gozosamente termina siendo esta novela.
Entre frases y sentencias de decenas de escritores, músicos, pintores, y otros creadores del planeta, Azócar practica un reportaje de corazón abierto a los genios de su lámpara cultural, no solo seduciendo a aquel sector ilustrado de su generación, que conoce al menos de nombre a algunos personajes, sino también a aquellos del Chile ochentero que pudieron confundir al tanatólogo Hurtadito con un señor de apellido Vallejos.
Entre sus páginas pares e impares Natalia dispone de un arsenal de páginas intermedias, una especie de transliteratura (sin querer entrar en odiosas polémicas de género), donde los personajes son Beethoven (llamado con pantagruélica familiaridad, Luchito), Goethe, César Vallejo, Woody Allen, Ensor, Brueghel el Viejo, Nelson Agreen, Eric Dolphy, Bill Evans, Steve Lacy y también dispone de otros juveniles desmerecimientos como la alusión a “esa tonada mentirosa del tipo Gracias a la Vida”. Todos concurren de paso a resolver los enigmas narrativos de la trama (¿Cómo lo habría dicho, sino?), y se alinean con propiedad para garantizar una honesta e invencible armada de aliados con nombre y apellido que se ríen de los servicios secretos usualmente utilizados en la literatura (y el periodismo chileno) para contrabandear genialidades provenientes de otras plumas, haciéndolas pasar como propias.
Leída como conviene a su naturaleza de tobogán, Natalia no puede menos que desordenar la casa chilensis y a la vez ocultar entre su innegable atractivo algunos tropiezos en la estructura narrativa. Pero, aquí yo citaría –por mi parte– una sabia sentencia de mi otra vez padre, Don Gonzalo Rojas que, al calificar unos poemas señaló “No hay sílaba que sobre en estas líneas. Bueno, alguna habrá por allí.(…) Tal vez exagero. Hasta el sol exagera cuando ve”.
Sorprendidos de esta manera no resulta difícil entender el porqué Natalia es una obra de culto celebrada con honores y buscada con velas como símbolo de la literatura nacional de los 80, me temo que fundamentalmente por jóvenes lectores y frenéticos jubilados que hoy día constituyen la conciencia crítica e ilustrada del país.
Lúcida, fresca y resistente al calendario Natalia es ya un libro de culto destinado a ser libro de texto, de esos que, tarde o temprano, serán incorporados al currículum de los liceos de Chile para ser releída por sus renovados autores, los jóvenes de todos los decenios de nuestra literatura, aunque no sea más que por la actualidad permanente de lo que hace treinta años Natalia ya sancionaba proféticamente. “Ella por debajo de la mesa me apretaba una mano porque sabíamos que todo estaba a punto de reventar como la mierda, aunque no sabíamos cómo, ni cuándo, ni dónde, y sobretodo no sabíamos por qué”.
Natalia
Pablo Azócar
Editorial Teodolito, Portugal
144 páginas
Precio de referencia: 12 euros