Universidades Esquizofrénicas
Hace unos años atrás, el filósofo alemán Peter Sloterdijk afirmaba que una mayoría importante cree hoy que aprender no sirve de nada para resolver los problemas del mañana; al contrario, sólo ayuda a provocar nuevas dificultades.
La primacía de unos saberes explotados con la única finalidad de generar aplicaciones inmediatas y rentas para quienes los administran es, sin duda, un lucrativo negocio disfrazado de autoridad cultural, científica y política. La enseñanza de estos saberes no entrega a las y los estudiantes sino fragmentos y esquematizaciones de conocimientos, que se validan mediante agencias burocráticas y superficiales discursos sobre la “calidad”.
Hace mucho tiempo que las universidades chilenas, sobre todo las públicas, se encuentran viviendo en una disonancia cognitiva, es decir, en un conflicto o tensión permanente a causa del mantenimiento de dos ideas opuestas en sí mismas, lo que provoca un grado de inconsistencia entre lo que son y dicen ser.
Las universidades pretenden, por una parte, ser actores relevantes de la discusión pública nacional, sobre todo en circunstancias como las de la actual movilización social y el debate sobre el proceso constituyente. El mundo académico imagina que sus debates especializados tienen vasos comunicantes directos que interpelan e interpretan al clamor popular y al debate político.
A contrapelo, la importancia que las universidades se atribuyen se sostiene por una serie de indicadores y métricas que son socialmente irrelevantes. Una “buena” universidad pública es, hoy, no muy distinta a una gran empresa: produce bienes (papers, patentes) y servicios (docencia, capacitaciones) y tiene una oferta (matrículas) cuyo vínculo con la realidad social es, por lo tanto, de naturaleza mercantil.
De esto se puede concluir que las universidades tienen una percepción disonante de su propia importancia. Pretenden que, desde sus debates internos, se podrá transformar la política pública, cuando lo cierto es que durante los últimos treinta años ha sido la política neoliberal la que ha transformado radicalmente, y no para bien, el trabajo académico.
En nombre de la “calidad” y la “competitividad” (valores que subyacen a la gestión empresarial), las universidades han suplantado su quehacer y, con ello, le dan al conocimiento un valor de mercancía transable, ligera y dinámica. Que universidades privadas con fines lucrativos se rijan por esquemas de mercado no es novedad. Pero que las universidades públicas lo hagan también, parece francamente contradictorio.
Se trata ciertamente de una tendencia internacional (que tiene en el plan Bolonia uno de sus hitos más importantes), pero que reviste en Chile características que lo agudizan. Los mecanismos de control y financiamiento de las universidades (CAE, CNA, Conicyt, etc.) las han perfilado predominantemente como instituciones neoliberales. La sustancia del conocimiento (ideas, teorías, interpretaciones de la realidad, tecnologías, instrumentos), algo de suyo inconmensurable con los bienes de mercado, es convertido por medio de los indicadores de gestión, en un conjunto de productos medibles y acumulables.
La creencia de que toda dimensión humana es productora de riqueza –y que ciertos saberes, como la economía o la tecnología, en el marco de un estado subsidiario, son más apropiados para ello– destruye un concepto de persona que, supuestamente, el discurso universitario busca desarrollar de forma integral.
El conflicto de fondo radica, por tanto, en el valor social del conocimiento. Mientras se declara que este es el principal aporte de las universidades a la sociedad, en la práctica el conocimiento es un capital simbólico utilizado por las propias universidades en su competencia dentro del mercado educativo.
En suma, el saber, entendido como la construcción de un lenguaje que interpreta el sentido de la realidad y que mejore la vida social, es sustituido, por una contabilidad estandarizada de “productos académicos” que permite, a quienes nunca han tenido un verdadero aprecio por la producción del conocimiento como proceso de experimentación y emancipación, apropiarse de recursos, espacios y voluntades para repetir el presente, único sitio, donde pueden proteger su bienestar destruyendo el de otros.
El fenómeno se ha vuelto transversal. El vínculo con la sociedad que tienen las universidades es, por lo general, análogo al que tiene cualquier empresa: produce papers y egresados, capta fondos y aranceles. ¿De qué manera, entonces, universidades neoliberales, tan distanciadas de la realidad social como las elites políticas y económicas, podrían ser ahora parte de la solución?
¿Cómo las universidades podrían ser realmente relevantes para una discusión pública que, después del 18 de octubre, exige de manera imperiosa pensar una nueva sociedad y, por tanto, una universidad desneoliberalizada?
El debate por una nueva constitución debiera modificar esta situación, en términos de garantizar el derecho gratuito a la educación, entendiendo que el conocimiento es un patrimonio humano que nadie puede expropiarle a hombres y mujeres.
A las universidades les urge volver a hablar la lengua de la sociedad. Les urge restituir al conocimiento una nueva medida de valor, que no cifre el trabajo académico en torno criterios de productividad económica, sino que tome como rasero su relevancia social. Se trata de crear un espacio común donde el conocimiento derive hacia otras zonas de la vida y no se atasque en las ideologías del lucro, convencidas de que existe un solo modo de convivir, basado en un egoísmo dogmático disfrazado de “ciencia” económica.