La obra de teatro que vaticinó esta crisis
Cuando el viernes 18 de octubre Chile pasó de ser un oasis a estar en medio del ojo de una tormenta, pudo oírse por doquier a decenas de seudointelectuales, opinólogos y periodistas, amén de la mediocre retahíla de exponentes de la clase política, la circunspecta aseveración de que “esto era imprevisible”, o que “nadie se imaginaba que algo así podía ocurrir”. Y es que una vez más, la realidad depende del cristal con que se mira. Se ve lo que se quiere ver. Las carpas con gente sin casa siguen en medio de la Alameda desde mucho antes de aquel viernes en que como sociedad saltamos los torniquetes del metro.
Pero particularmente es en el registro que deja el arte donde se podía ver lo que vendría como quien adelanta una cinta de video. Bastaba escuchar las letras de algunas canciones que nos advertían ¡desde hacía décadas! que se venía el estallido. La canción Química de la lucha de clases, de Mauricio Redolés es de 1991 y su coro dice clarito: “yo prefiero el caos a esta realidad tan charcha”. Del mismo año, el filme Caluga o menta (de Gonzalo Justiniano) muestra a cuatro jóvenes abandonados a la droga y la desidia en las nuevas y miserables villas suburbanas que se levantaron con la llegada de la alegría, y que en una emblemática y recordada escena sentencian “tuvieron tanto tiempo, y ahora recién se acuerdan de los locos, ahora que nos volvimos locos”.
No había necesidad de ir tan lejos, Anita Tijoux en Shock también anunciaba el 2011 que “la hora sonó”. Pero acaso en el teatro sea donde se dio este vaticinio con más claridad y con prodigiosa y elocuente coincidencia en la fecha. Porque el jueves 17 de octubre, justo apenas un día antes de que todo estallara, se estrenó La apariencia de la burguesía, adaptación de Luis Barrales en base a un texto de Máximo Gorki, dirigida por Aliocha de la Sotta en la sala de teatro Finis Terrae. Y es que se trata de una obra que nos sitúa en medio de una revolución, que originalmente sucedía en los días previos a la Revolución Rusa, y que en la adaptación nos sitúa en un imaginario estallido social en Chile. ¿Imaginario dije? Oh wait. No podía ser más admonitoria.
Así, el espectador que no sepa nada de esto, puede quedar soprendido. Se preguntará, ¿cómo es posible que hayan hecho este montaje tan rápido, con tanta pertinencia? Porque los diálogos, los personajes, las situaciones que se presencian, calzan salvaje y ferozmente con lo que está pasando en Chile.
Tenemos una pensión, una señora que es la dueña del caserón, Gracia, la matriarca, que vive con sus 2 hijos y un par de jóvenes pensionistas, además de una chica que hace el aseo. Uno de los pensionistas es venezolano: a él le dan crédito en el banco, a él este modelo no le incomoda, sabe sacar partido de las circunstancias. El hijo más chico tiene 20 años y se declara anarquista, está emparejado con una profesora de 40 años. La otra hija es también profesora y está con depresión, siempre en pantuflas y tomando pastillas. La chica del aseo es casi invisible. Son una familia burguesa.
La discusión acerca de la burguesía se da en términos serios, de modo que la obra resulta incluso educativa para quienes no hayan leído a Marx. Algunos conceptos elementales son explicados por los hijos a la madre. ¿Qué es un burgués? ¿Qué es un proletario? Arturo Vidal, el jugador de fútbol, gana millones y maneja un Ferrari, ¿eso lo hace un burgués? Y Gracia, que recibe una miserable pensión como jubilada pero tiene este patrimonio que le permite estabilidad financiera, que es la casa y sus piezas que arrienda, ¿no es acaso una burguesa? Se puede ser un flaite con plata, de cuello y corbata, señora.
Las relaciones cruzadas, por el número de los personajes hacen que la trama nos resulte apenas un trailer, que quedemos con gusto a poco, que quedemos con ganas de más. Porque uno de los pensionistas está enamorado de la chica del aseo, pero ella no le corresponde. En cambio la hija de Gracia, la profesora con depresión, ella sí está enamorada de ese pensionista. Nadie en cambio parece simpatizar con el venezolano, al que en el fondo de alguna manera casi envidian puesto que se demuestra asépticamente ajeno a la crisis que está estallando. Y ni qué decir de lo mal que le cae a Gracia la profesora cuarentona que pololea con su retoño. No vale la pena que adelante más detalles porque ya sería demasiado el spoiler.
Quiero detenerme finalmente en un aspecto técnico. La iluminación. Muchas veces, al lado de las actuaciones o del guión, los elementos como el vestuario o la escenografía parecen meramente accesorios, o pasan desapercibidos. Pero creo que acá hay un trabajo con las luces que logra las atmósferas angustiantes, y eso no puede ser menor. La tenue hora del amanecer, los fogonazos de las bombas en la calles, la penumbra al cortarse la luz a cada rato, las balizas de las patrullas policiales, nada de eso se ha considerado un detalle y está puesto en valor con inteligencia y emotividad, logrando nuestra inmersión como espectadores. Eso, junto a la sugestiva música ambiental, nos transporta.
La apariencia de la burguesía es una obra recomendable y hasta necesaria en un contexto en que nos miramos como sociedad, un momento que exige acabar con los prejuicios, entender qué es lo que estamos señalando cuando llamamos resentido a alguien. Una obra para dejar de creer en la pretensión extendida como una mentira de que en Chile todos somos clase media. Una obra para evitar el peligro de caer en esterotipos tajantes, pues del mismo modo que no todo obrero es bueno por ser pobre, ni todo proletario es un trabajador honesto y esforzado; no todos los ricos son como el gerente de banco que trata de roto conchetumadre al que no vive en su reducto ABC1. La mentalidad burguesa vive en el “pitéate un flaite” que podemos igualmente oír en cualquier aspiracional dueño de un Daewoo, en Quilicura, Maipú o Puente Alto. Y eso es justamente –y qué bueno que así sea–, lo que se está yendo al carajo. No se lo pierda, últimas funciones: sábado 30 de noviembre y domingo 1 de diciembre, a las 18 hrs.