El pueblo quiere un nuevo régimen
Hace casi diez años atrás los países árabes se llenaban de una sola consigna: “el pueblo quiere la caída del régimen”. Una potencia destituyente les abrazaba y con ella cayeron varios gobernantes, pero no el “régimen”. El término árabe “nizam” es aquí fundamental: no designa “gobierno”, sino “régimen” o “sistema”. Se trata de hacer caer al “régimen” en su totalidad.
A diferencia de Túnez que realizó un proceso de Asamblea Constituyente, todos los demás países encontraron fuertes resistencias de sus poderes fácticos, que derivó en la aplicación de políticas de focalización neoliberal para neutralizar las protestas (Arabia Saudi y los regímenes monárquicos), aceptar ciertas reformas (Marruecos) o simplemente militarizar la revuelta para finalmente sucumbir a una guerra civil (Siria y Libia) o bien justificar el gatopardismo militar-empresarial con la llegada del general Sisi a Egipto derrocando a Mohamed Morsi, histórico dirigente de la Hermandad Musulmana quien había triunfado en las elecciones del año 2012 y que, una vez arrestado por las fuerzas de Sisi estuvo encarcelado sin comunicación alguna durante todos estos años hasta que, finalmente, terminó “muriendo” el presente año 2019, justo el día en que iría a dar su testimonio a tribunales.
Las revueltas árabes fueron marcadas a fuego por la fórmula: “el pueblo quiere la caída del régimen”. Quienes participaron en dichos acontecimientos los designaban con el término “intifada” (revuelta) o “thawra” (revolución) de manera indistinta. ¿Se trata de falta de precisión teórica o, mas bien, de un momento decisivo en el que la “revuelta” (intifada) y la “revolución” (thawra) comienzan a proyectarse como posibilidad la una en la otra? Una revuelta implica una “suspensión del tiempo histórico” dice Furio Jesi; una revolución la instauración de un nuevo tiempo histórico que define al nuevo régimen. La revuelta no conoce al “hoy” o al “mañana” porque no está calculando su acción al interior del circuito cronológico del tiempo ya suspendido, la revolución si, porque debe actuar justamente para enfrentar al “hoy” y al “mañana” de la nueva cronología instaurada. Hamid Dabashi califica lo acontecido en la Primavera árabe, con el término “revolución de final abierto”: no se trata de una simple revuelta, pero tampoco de una revolución consumada sino de un híbrido que excedió tanto a la noción de revuelta como a la de revolución.
Pero por mucho tiempo, la noción de “revolución” originalmente proveniente de las ciencias astronómicas con las que Nicolás Copérnico designaba la perfección de las órbitas celestes, se convirtió en un término articulado desde una determinada filosofía de la historia que garantizaría su triunfo y podía justificar su terror. La revolución rusa acontecida en 1917 obedeció al paradigma de la revolución francesa que constituyó el asidero moderno bajo el cual se entendieron todas las posibles revoluciones. En otros términos, la revolución francesa adquirió un sentido “normativo” por el cual su paradigma podía conducir a todos los pueblos a su emancipación. Si la revuelta suspende al tiempo histórico, la revolución puede instaurar uno nuevo. Según Jesi, la revuelta abre un “comienzo” la revolución le da consistencia y dirección porque instaura y conserva un nuevo orden, una nuevo régimen.
El alzamiento del pueblo de Chile ¿qué es? En sus pancartas, grafitis, cantos ¿qué quiere? Un nuevo régimen político. No sólo pretende la “caída del régimen” sino también otro régimen posible. En este sentido, su apuesta es revolucionaria: dejar atrás el marco jurídico de la Constitución de 1980 junto a su Pacto Oligárquico para iniciar un nuevo régimen exento de dicho Pacto en función de la apuesta en común de una Asamblea Constituyente, implica una proyección revolucionaria. En otros términos, no se trata de que el “pueblo quiere la caída del régimen” sino también y sobre todo, que el “pueblo quiere iniciar un nuevo régimen”.
¿Se trata de una revolución? Seguramente si, pero de una revolución exenta de filosofía de la historia, que sabe que no hay garantías de nada porque todo arde en el vestíbulo de una historicidad siempre incierta. Se trata –diremos- de una revolución. Pero de una revolución del siglo XXI que tiene rasgos enteramente diferentes a las revoluciones clásicas de la modernidad: no tiene una vanguardia que la conduzca, no perviven líderes que la representen y, como diría Dabashi, se trataría de revoluciones de “final abierto” que, seguramente, carezcan del terror revolucionario clásico una vez que triunfan al poder –si es que triunfan.
El proceso chileno ha pasado a un “segundo tiempo” –que duda cabe. La institucionalidad del Ancien Règime ha ofrecido un “Acuerdo” lleno de trampas en el que no está presente el dispositivo de Asamblea Constituyente. Si el pueblo chileno ha dicho en las calles “asamblea constituyente” y no “convención” es porque “quiere iniciar un nuevo régimen” sin los enclaves “parlamentaristas” vigentes. Pero el proceso no puede remitirse a una instancia representacional pues el pueblo quiere un nuevo régimen con el pueblo, no sin él, decidido por y no simplemente representado por: ¿algún parlamentario podrá asegurar hoy la representación del pueblo? De ninguna manera, esto es precisamente lo que abre un hiato inexorable entre ambos lugares. Por eso, su apuesta constituyente se proyecta como “revolución” en un sentido enteramente novedoso: es capaz de iniciar otro tiempo, pero bajo premisas muy diferentes a las de las revoluciones modernas en la medida que no se trata simplemente de “tomar el poder del Estado” sino, quizás, de re-imaginarlo en sus propios bordes.
La experiencia reciente de América Latina muestra algunos experimentos al respecto: la el uso del término revolución en versión boliviana, venezolana y ecuatoriana, experiencias disímiles de lo que fue la clásica formulación de los años 60 en la que se inserta la experiencia cubana. Las órbitas revolucionarias no están lejos de las alamedas. Mas bien, estas experiencias –fracasadas o no- implicaron la emergencia de un viejo término para una nueva experiencia: la constituyente.
¿No autoriza la actual “experiencia chilena” a ser calificada de “revolución” si su objetivo es la instauración de un nuevo régimen? Pues bien, la diferencia con el caso de Bolivia, Venezuela o de Ecuador es que aquí, estas experiencias tuvieron el rostro de un líder: Evo, Chávez y Correa ligan a dichos procesos a un resto “moderno” aún prevalente. Todo ello no condice que no pueda surgir algún liderazgo al proceso. Pero por ahora, el asunto ha sido deseado colectivamente sin necesidad de líder alguno. Los desesperados intentos de los partidos políticos por conducir o capitalizar el acontecimiento, muestran el abismo de su impotencia y la excedencia imaginal del proceso al que asistimos.
¿Puede haber un proceso constituyente sin liderato, sin vanguardia? Quizás, eso define la experiencia chilena actual: más allá de una revuelta y de una revolución, todo deviene en una revuelta de proyección constituyente y de una revolución sin vanguardias. Como Dabashi definió a la Primavera árabe, quizás, se trate de una revolución de final abierto en el sentido que el siglo XXI, en virtud de sus experiencias políticas comience a imaginar una concepción no moderna de revolución. Tal concepción implica momentos destituyentes fuertes que no pueden dialectizarse o inscribirse al interior de una totalidad procesual de tipo constituyente que apunte al Estado, sino que la interrumpe cada vez que esta última amenaza con desechar la imaginación popular. Esa posibilidad estuvo presente en la Primavera árabe, y hace bastante tiempo ha estado merodeando en nuestra escena latinoamericana.