¿Por qué protestan los chilenos?: La crisis vista por los inmigrantes de Estación Central

¿Por qué protestan los chilenos?: La crisis vista por los inmigrantes de Estación Central

Por: Rodrigo Hidalgo | 17.11.2019
Cinco de los fallecidos en la actual revuelta social son migrantes. Dos peruanos (Renzo Barbosa, fallecido en el saqueo e incendio del Líder de Mapocho con Matucana, y Agustín Juan Coro Conde baleado durante el saqueo a un outlet de Puente Alto); dos colombianos (Mariana Díaz Ricaurte y Mauricio Perlaza, víctimas fatales en confusas circunstancias por disparos en el marco de las protestas); y un ecuatoriano (Romario Veloz Cortés, fallecido a manos de un militar en un mall en La Serena). Eso junto a las acusaciones aparecidas en La Tercera, vinculando a cubanos y venezolanos a los incendios del metro, pareciera ser parte de un mensaje antinmigración.

Huele a lacrimógena toda la ciudad, pero en Estación Central funcionan como si nada las barberías dominicanas y colombianas, y su música rebota en los guetos verticales que adornan el horizonte de San Alberto Hurtado. Durante estas semanas de crisis social he recorrido en bicicleta la Alameda varias veces y a distintas horas, desde la Plaza Italia –hoy Plaza de la Dignidad– a mi domicilio, en un barrio que me divierto llamando Nueva Maracaibo, y que solía llamarse Pila del Ganso. Esta comuna debiese bautizarse como Chilezuela, pienso, una comuna tan popular como de derecha, tan pobre como convencida del modelo. 

Mi departamento está en un edificio habitado en un 85% por venezolanos. En el entorno, las casitas que respiran la polvareda de las inmobiliarias, son muchas de ellas residencias de familias haitianas hacinadas. En la esquina de Toro Mazote con Alameda se levantaron barricadas el primer fin de semana de la crisis, cuando el toque de queda era burlado por los saqueos e incendios. ¿Fueron los haitianos, los venezolanos, los dominicanos y colombianos del barrio? No. Eran chilenos y jóvenes. Mi sorpresa fue mayúscula cuando pude cruzar una palabra con uno de ellos, un encapuchado: “Todo esto es culpa de los venezolanos, que se regresen a su país, acá vinieron a puro quitarnos el trabajo”, me dijo sin quitarse el pañuelo de la cara.

Al día siguiente, camino al metro, escuché a un compatriota hablando por celular: “Mira, él sabe cómo es la cosa allá, porque su polola es venezolana, y ella le cuenta lo mal que están allá. Imagínate que tienen que calentar el pan que compran en la mañana para comérselo en la tarde. ¿Cuándo has visto algo así acá? Acá tú comprai el pan fresco y si te sobra se lo dai a los perros, o no?” Qué manera de mentirnos, de autoengañarnos los chilenos, pienso. 

Según mi padre, Manuel Hidalgo, que es economista, asesor sindical, y dirige APILA, Asociación de Inmigrantes por la Integración Latinoamericana y del Caribe, además de ser también miembro de la Coordinadora Nacional de Inmigrantes Chile, “la comunidad haitiana es triste candidata a un auténtico gueto, no solo por el color de la piel en un país racista y clasista, sino por la brecha del lenguaje y la distancia cultural, por su religiosidad afrodescendiente. Aún así, casi todos los haitianos siguen considerando a este país algo muy preferible al suyo. Y por cierto, no se sienten solidarios con la demanda que está estallando en Chile: no entienden por qué protestan los chilenos”.

Corroboro su tesis con los haitianos más cercanos. Pregunto a unos recolectores de basura del municipio de Santiago. Solo uno me responde, se llama Ebens y cuando entiende que le estoy pidiendo su opinión de las protestas, primero mueve su cabeza con un gesto negativo, y luego como si hubiese recordado algo, dice simplemente “Piñera es malo”, provocando la risa general. También la profesora Angélica Barros, que hace clases de español gratis a adultos haitianos en el barrio Yungay, confirma que “la mayoría de los haitianos tienden a relacionarse principalmente entre ellos, hablan muy poco, lo mínimo con chilenos”.

Hablo o trato de hablar con Ederlyn, una de las haitianas que hace limpieza en mi edificio. Se niega rotundamente. “No puedo hablar con hombre, marido es muy celoso”, dice sin siquiera mirarme a los ojos. La administradora del edificio me confirma que hasta a los conserjes que son venezolanos, y al mayordomo Jorge que es peruano, apenas les habla. Cosa que a ellos, en realidad, ni les va ni les viene, les da risa. Más allá de eso, Jorge opina que el pueblo chileno está bien luchando por sus derechos, pero que esa no es la forma, que romper cosas no corresponde. Uno de los conserjes, Alberto, es más enfático “yo me vine de un país donde esto mismo estaba pasando, Maduro lo destruyó todo, y no creo que sea la manera de protestar”. Con su diagnóstico, coincide mi vecino Osvaldo, contador venezolano y gay.  De hecho, va aún más lejos: “un nuevo Pinochet es lo que les hace falta acá”. “No hay cojones,” remata Gregorio, su pareja.

Mejor no vengan

Cinco de los fallecidos en la actual revuelta social son migrantes. Dos peruanos (Renzo Barbosa, fallecido en el saqueo e incendio del Líder de Mapocho con Matucana, y Agustín Juan Coro Conde, baleado durante el saqueo a un outlet de Puente Alto); dos colombianos (Mariana Díaz Ricaurte y Mauricio Perlaza, víctimas fatales en confusas circunstancias por disparos en el marco de las protestas); y un ecuatoriano (Romario Veloz Cortés, fallecido a manos de un militar en un mall en La Serena).

Los extranjeros en Chile son resistidos y discriminados, a tal punto que un diario como La Tercera se permite asegurar como hizo el 28 de octubre, que tras los incendios del metro había venezolanos y cubanos, debiendo retractarse y pedir disculpas luego de haber lanzado la irresponsable injuria que provocó la reacción de algunas organizaciones.

Hasta el año 2015 el total de migrantes en Chile bordeaba los 700 mil, de los cuales 500 mil tenían visa y situación legal al día, y 200 mil irregulares o sin visa. La colonia más grande era históricamente y por mucho tiempo la peruana con cerca de 250 mil personas. Pero durante el 2016 y 2017, el flujo migratorio se incrementó en forma radical y los migrantes en Chile pasaron a ser en marzo del 2017, cuado asume Piñera, 1 millón 250 mil. O sea que en dos años entró alrededor de medio millón de personas proveniente de dos países principalmente: Haití, que pasó a tener una colonia de 180 mil personas, y Venezuela que pasó a ser la colonia más numerosa, con más de 275 mil residentes, desplazando en el podio a los peruanos. El resto de ese medio millón que ingresó en dos años venía de Ecuador, Colombia, Bolivia o República Dominicana. 

Estas cifras me las proporciona mi padre, que continúa y explica: “cuando en 2018 asume Sebastián Piñera, el ingreso masivo de haitianos había llegado a ser en calidad de esclavos. Los primeros 30 mil haitianos que llegaron antes, eran la delgada capa profesional de su país. Hacia el 2017, ya los haitianos que ingresaban eran personas en su mayoría analfabetas, que huían del hambre y la violencia con una mano por delante y otra por detrás”. 

La explosión de migrantes del 2016 y 2017 llegaría a configurar un escenario con casos como el de los haitianos Joane Florvil y Joseph Henry, que muere en el aeropuerto de Santiago en octubre del 2018, lo que significó que Piñera optase por un mediático portazo, expulsando a cerca de 2 mil haitianos, a los que en opinión de mi padre “los subieron al avión casi a la fuerza, y para que la señal fuese definitiva, se instaló para los provenientes de ese país la visa consular, requisito que detiene, que frena en seco el flujo, y que es una medida que se había aplicado antes solo para los dominicanos, por su tristes antecedentes como un tipo de migración vinculada al tráfico de personas con fines de comercio sexual”.

En el caso de los venezolanos el gobierno había creado una Visa de Responsabilidad Democrática para otorgar permiso temporario a quienes huían de la dictadura de Maduro. Lo que ocurrió es que durante  el 2018, los venezolanos comenzaron a entrar preferentemente por tierra, tras haber probado suerte en Colombia, Ecuador o Perú. Estábamos hablando entonces de una migración venezolana de otra clase social, que ya no se instalaría en Providencia sino en Estación Central. Piñera se vio obligado a tomar la misma medida que había tomado con los haitianos, y desde entonces se exige visa consular para Venezuela, produciéndose el emblemático episodio de un genuino campamento venezolano montado frente al consulado chileno de Tacna, donde una mujer tuvo que parir a la espera de su visa. La señal fue dura y clara: ustedes tampoco pueden entrar más, mejor no vengan a Chile.