La crisis: La guerra civil como técnica de gobierno
Incansablemente se ha dicho que estamos en “crisis”, que el “estallido social” nos ha privado de nuestra “normalidad” y que, por tanto, sería la “democracia” la que estaría virtualmente en peligro. Pero, en rigor, los diversos momentos fundacionales de la República de Chile, han significado normalización de la crisis o, si se quiere, consolidación de la excepción como regla. Ni la Constitución de 1833 ni el marco de la Constitución de 1925 fueron un paraíso perdido, sino que se erigieron como Pactos Oligárquicos que reprodujeron la matriz colonial heredada por el otrora Estado borbón. Como se sabe, dicha matriz fue consolidada en el modelo portaliano que terminó por institucionalizar la excepción, hacer de ella el mejor recurso para moralizar las pasiones populares y terminar por centralizar el poder en la oligarquía.
En lo que se refiere a los últimos 46 años, la “crisis” es la misma normalidad constitucional. Piñera no ha roto con ninguna tradición “republicana”. Mas bien, la ha consumado al aceitar los poderes estatales en las diversas calles del país. Pero, mas aún: una vez revocado el Estado de Excepción Constitucional declarado hace un par de semanas atrás, permanece el estado de excepción material que ha condicionado la historia política de Chile.
Bajo la sombra de la Constitución de 1980 actualmente vigente se legalizó la excepción. Los poderes fácticos se hicieron más poderosos, porque dicho marco jurídico funcionó a partir de una “acumulación por desposesión”: acumuló riquezas para una minoría en abierto despojo de las mayorías. Tal proceso implicó la desposesión de la vida misma, en los diversos modos en que ella deviene: trabajo, derechos, salud, educación, la Constitución de 1980 ha privado enteramente a los chilenos de su país, legalizando el despojo, legalizando una violencia que sólo puede calzar con el derecho gracias a sí misma. Por eso, ella misma es la “crisis” pero, por eso mismo, es “normalidad”: fiel a la matriz hispánica-imperial heredada desde la colonia, logró articular un marco auto-inmune a cualquier pretensión transformadora. En rigor no fue una Constitución, sino una trinchera, no ha sido un texto legal sino un aparato de guerra lo que ha sido impugnado por los millones de chilenos alrededor del país.
Cuando la multitud irrumpe en la calle no desata la “crisis” sino mas bien, la hace visible. Si se quiere: expone la violencia sacrificial o soberana que la sostiene. Por eso, la violencia política ejercida en las últimas semanas –porque se trata de violencia política en la medida que se aplica en contextos de manifestación y protesta- no duele simplemente por la intensidad del golpe o el disparo, sino porque en dicho golpe o disparo se aloja la impunidad que el propio marco histórico y legal ha promovido. Duele más –o quizás menos- en virtud de la impunidad que recuerda y que sigue latente entre los chilenos, cuando quienes perpetraron el asalto a mano armada al Estado mantuvieron la misma impunidad que legalizaron.
Pero el dolor sufrido hoy, aún no se ha traducido en miedo, los cuerpos parecen cortar su vínculo con el alma, dado que esta última se aferra a la potencia común, el cuerpo no logra despotenciar su talante, a pesar de todo. Porque si es cierto que el alma –lo que llamamos “psiquis”- no es más que un efecto de un conjunto de dispositivos de castigo, de técnicas disciplinares y no una sustancia que preexiste a los cuerpos, ella parece devenir otra cuando, en vez de atomizarse sobre sí misma y culparse por su situación, sale de sí, abraza a otros y entiende que ella danza en el fragor de una potencia común. No hay miedo porque el pueblo –con los estudiantes secundarios como su vanguardia- hizo saltar la culpa en pedazos. Desactivó su dispositivo y afirmó su potencia contra un régimen empresarial-militar cristalizado en el Pacto Oligárquico de 1980. Y ese régimen se expresa en la imaginería popular en los monumentos al colonizador español o al militar honrado como héroe en las miles de plazas repartidas por el país.
El mensaje popular es claro: la violencia militar de la República es una réplica –e el sentido geológico- de la violencia colonial hispánica. Y, por eso, el pueblo resiste con dos imágenes: la bandera chilena y la bandera mapuche. Unidas jamás serán vencidas: anudadas son un mismo lugar que no tiene lugar en la cartografía vigente del imaginario jurídico-constitucional, un mismo país que no cabe en la forma del Estado actual, la tierra desposeída por la acumulación de unos pocos y despojada históricamente por el poder.
Piñera actuará como todos los gobernantes de la actualidad: como un policía del capital y heraldo último en la defensa del orden oligárquico heredado por el Pacto Oligárquico de 1980. Es posible, por cierto, que la propia derecha se abra a una Nueva Constitución. Pero siempre será para elaborar un nuevo aparato de guerra para promover la “acumulación por desposesión” de otras formas. Por ahora, Piñera y su cáfila de asesinos, han pasado al estado de excepción material consistente en la aplicación intensiva y diferenciada de múltiples dispositivos de seguridad alrededor del país.
No se trata de arrasar al pueblo con un ejército completo –como ocurrió en tantas ocasiones- sino de hacerlo con una multiplicidad y de dispositivos de seguridad orientados a separar en cada instante a los cuerpos de su potencia de manera permanente. Cuando los cuerpos abrazan su potencia, la imaginación popular no se detiene y los pueblos piensan sin necesidad de sus amos.
La “democracia” –sabe el gobierno- no está para militares, pero sí para una profundización intensiva y muy diferenciada del poder securitario. Si se quiere, Piñera está poniendo en juego a la “guerra civil” como técnica de gobierno en un contexto en que toda la institucionalidad está justamente hecha para eso: mientras caminaba en una marcha alguien gritó: “¡mas adelante están los chalecos amarillos!” y en el instante en que la pequeña y desarmada marchó pasó por ahí, los civiles de amarillo que portaban palos y otros implementos comenzaron a gritar: “¡Pinochet, Pinochet, Pinochet!”.
Esta es la cruda verdad de la República de Chile, su confiscación como Pacto Oligárquico cuyo núcleo último y primero ha sido siempre la violencia soberana (empresarial-militar) que en la actualidad asume el ominoso nombre de Pinochet. Porque ¿qué otra cosa es la Constitución de 1980 sino el cuerpo institucional del otrora dictador que, en la forma de la democracia no han hecho mas que normalizar la guerra civil, la destrucción del pueblo contra sí mismo, como un objetivo permanente de un gobierno que, siendo fiel a toda la historia del Reyno de Chile, no está en “crisis” sino en la más plena “normalidad” republicana?