Encapuchados: El baile de los que sobran
Mañana soleada, un día más de movilizaciones, de jóvenes que acuden a gritar y a poner sus cuerpos en este baile de los que sobran. A pocos metros de allí, un graffiti nos recuerda con sus letras rosadas y negras, que nadie los olvida, que la canción de los Prisioneros está más vigente que nunca. Es el día de la gran marcha, oleadas de cuerpos coloridos hacen su entrada a Plaza Italia con banderas negras y tricolores. Tambores y carteles improvisados y colgados de sus bicicletas o simplemente de sus cuellos, anuncian que esto viene en grande. La multitud comienza a llegar muy temprano, a pesar que ha sido convocada para las cinco de la tarde. No son aun las cuatro y un grupo de jóvenes encapuchados hace su entrada al parque Bustamante. En una de las esquinas un piquete de carabineros blindados con sus cascos, uniformes anti disturbios, escudos y armamento los enfrenta. La lluvia de piedras, palos y fierros cubre el cielo y el suelo. Me pregunto cómo aprendieron a lanzar tan lejos y tan certeramente. Me descubro elucubrando si de ahí no podría salir algún campeón de jabalina, alguna medalla de oro, de esas que este año enorgullecieron al presidente, a sus ministros y a la prensa.
Pero las cosas se empiezan a poner feas, las bombas lagrimógenas me traen a la realidad y es mejor escapar. En esa escapada veo que un grupo de jóvenes con sus capuchas lanza antorchas improvisadas a una gran excavación que pronto debiera ser el Centro Cultural de la Universidad de Chile. Las llamas comienzan a crecer en ese forado que colinda con mi edificio y sus mallas plásticas de protección. Me acerco al grupo y les pido que se detengan, que somos vecinos y que podemos arder todos. Mi compañero les dice (les grita) que eso no ayuda a la gran marcha, que solo aterra a los que están llegando. Les grita, les gritamos, siento miedo. Les suplico que no incendien el lugar. Uno de los jóvenes, con capucha improvisada, de gran panza y pocos dientes, me grita de vuelta que ese lugar tiene que ser para viviendas sociales. Le devuelvo el grito, a la marcha vienen pobladores también, vienen caminando desde Estación Central, weón¡. Me devuelve el grito y me increpa por creerle a la televisión, mejor pásate al bando de Piñera, chucha d´tu madre. En medio del griterío alcanzo a escuchar, mamita,!mejor váyase de aquí¡ Sabio consejo de un escuálido joven precariamente encapuchado. Los miro desesperada y saco mi celular. Se me acerca un joven alto, delgado, atlético, vestido de negro, su cara oculta con una malla negra y guantes igualmente negros. Es el espectro de un zombie. De un solo golpe me arranca amenazante el celular, que lanza con fuerza al suelo. Los vecinos se le acercan y los golpes van y vienen. Me retiro asustada y sangrando en una mano. Papito, amigo, le dicen a mi pareja, venga, conversemos. Los jóvenes, a medio cubrir sus rostros y evidentemente no tan profesionales como el que viste de impecable negro, quieren hablar, quieren discutir, quieren darle vuelta al asunto que nos convoca. Retrocedemos sin esperanzas de detener el desastre. Parapetrados en el portal del viejo edificio, esperamos, observamos. La oleada de personas no se detiene y comienza a cubrirlo todo, el parque, las veredas, las piedras, las lanzas y a los mismos encapuchados. Tan grande es la marea que todo se lo traga. A paso lento y firme, la marcha parece imparable y el desastre que se anunciaba, pierde finalmente fuerza. Ni encapuchados ni pacos se distinguen en el horizonte.
Allí nos quedamos, vigilantes, sintiendo el aire picante y la adrenalina de la pelea, algo mareados por la multitud de gente que grita alegre. Sin previo aviso, de ese paisaje colorido se descuelga abruptamente un joven encapuchado, más delgado, de ojos brillantes e igualmente desgreñado. Provisto de un fierro sacado de la construcción vecina, con golpes certeros se ensaña con el citófono del edificio que pronto cederá. Un viejo vecino lo observa, le conversa, le explica con calma inusitada que no se confunda, que somos vecinos de ahí no más, que para qué tanto daño. Las palabras del viejo se funden en los ojos vidriosos del joven. Nos observa, lo observamos, callamos. Nos pasa el fierro, se sienta en una de las gradas y comienza, entre lágrimas, a contar su historia: Hijo de madre soltera, viene de Renca, no tiene estudios, trabaja de jornalero en la construcción, está cansado, está enrabiado, nos dice. La improvisada capucha ha caído sobre sus hombros desnudos, se levanta, se aprieta el cinturón, se pone nuevamente la capucha y sin mirarnos, parte raudo a reunirse con su piño. El viejo vecino, suspira, toma el fierro y se entra al edificio. Yo lo acompaño.
Desde mi ventana observo. Los vuelvo a divisar, confundidos en la multitud colorida, ahí siguen. Distingo al zombie que solitario se mueve por la plaza, su cara continúa cubierta con la malla negra, las manos enguantadas a pesar del sol que quema. Algo me dice que no es del mismo piño, que no es del baile de los que sobran. Distingo a otros como él, todos deambulan solitarios por la multitud. Aunque son los menos, algo en ellos me hace temerles.
En esa multitud colorida también distingo a los otros, igualmente jóvenes, pero desgreñados, con capuchas improvisadas, torsos desnudos y tatuados, siempre en patota. A diferencia de los de estricto negro, éstos extraen con sus manos descubiertas ladrillos y pastelones del suelo para fabricar, como hábiles artesanos que son, los peñascos que luego lanzaran con furia al piquete de pacos apertrechados detrás de los árboles. Son los jóvenes del baile de los que sobran, que con improvisados escudos de cartón se lanzan a la guerra, y a punta y codo avanzan hacia la barricada para cada cierto rato compartir una cerveza extraída con furiosa valentía del OK Market, y asi celebrar el piedrazo certero al pako culiao.
Es otra noche más
De caminar
Es otro fin de mes
Sin novedad
Mis amigos se quedaron, igual que tú
Este año se les acabaron, los juegos, los doce juegos
Únanse al baile, de los que sobran
Nadie nos va a echar de más
Nadie nos quiso ayudar de verdad
Los Prisioneros, 1987