"Cacerolazo", de Ana Tijoux: activistas tejiendo nuevas solidaridades entre la música y la calle
Como decía mi amigo Dámaso, hay que golpear la olla con cuchara de palo y bien fuerte, aunque quedemos sordos y los brazos se acalambren. Al igual que en otros momentos de la historia de Chile, esta forma de protesta pacífica ha cobrado cada vez más fuerza en estos días en que hemos sido testigos del despertar de un pueblo cansado, pero también del accionar de un gobierno indolente cada vez más próximo al neofascismo de figuras como Bolsonaro, Trump y el fantasma siempre presente de Pinochet. En este contexto miles de chilenos y chilenas hemos salido a las calles o asomado a nuestros balcones para cacerolear, manifestando a través de esta acción el descontento e indignación frente a la mercantilización de los derechos sociales, los abusos de los poderosos, una desigualdad social violenta y una democracia amenazada por el Estado de emergencia, la militarización de nuestras ciudades y una represión brutal ejercida no precisamente sobre los saqueadores (esos otros hijos winner del neoliberalismo, pero en su versión lumpen o popular). Pese a todo, los cacerolazos –al igual que las marchas y concentraciones convocadas en distintas ciudades del país– nos han permitido volver a recomponer, poco a poco, el tejido social que muchos creían totalmente destruido o atomizado luego de décadas de adoctrinamiento de mercado y su ética del ráscate con tus propias uñas o este mundo es de los vivos.
Durante la Unidad Popular fueron las mujeres burguesas quienes hicieron sonar por primera vez sus ollas y sartenes para protestar en contra del desabastecimiento. Más tarde, cuando en 1983 se iniciaron las protestas nacionales en contra de la dictadura, los sectores populares y medios se unieron a las movilizaciones sociales haciendo sonar sus cacerolas durante las noches de toque de queda. Hoy, gracias a los llamados realizados en las redes sociales, los cacerolazos diurnos y nocturnos se han masificado hasta convertirse en una forma de protesta que ha traspasado las diferencias generacionales y de clase. Jóvenes, trabajadores, adultos mayores, familias, feministas, mapuche y distintos actores sociales han salido a las calles y las principales arterias de sus ciudades portando ollas y cucharas. Al mismo tiempo, en los barrios, edificios y blocks, los vecinos han descubierto complicidades y afinidades insospechadas al escuchar el golpeteo de las cacerolas de quienes duermen al otro lado de sus paredes. De una u otra manera, muchos nos hemos reencontrado en ese gesto incesante, subversivo y poderoso que es hacer comunidad golpeando una olla, objeto doméstico y vinculado al mundo femenino que nos viene a recordar el mantra feminista de que lo personal siempre es político y que los asuntos que parecen ser privados (como la alimentación, la educación, la salud o las pensiones) son, en realidad, un problema país.
Al calor de los cacerolazos, las marchas, las conversaciones en las noches de toque de queda o la viralización de videos que denuncian la violación de derechos humanos, se han ido tejiendo en estos días negros nuevas solidaridades entre las voces y los cuerpos de la calle y quienes ocupan posiciones de figuración pública como los artistas, escritores, intelectuales, actores y músicos. Así como en la Unidad Popular Quilapayún, Inti Illimani y Víctor Jara fueron la banda sonora de la revolución con vino tinto y empanadas liderada por Salvador Allende, en los últimos años de esta transición democrática con gusto a poco –“Y cuándo llegará el socialismo”, reclamaba con razón Redolés– los movimientos sociales han encontrado en la rapera y activista chilena Ana Tijoux una voz que se ha unido política y amorosamente a sus demandas, luchas y resistencias. Pienso en canciones como “Shock” de su disco La Bala (2011) en apoyo al movimiento estudiantil o “Antipatriarca” del disco Vengo (2014) que se convirtió en una suerte de proclama del movimiento feminista reciente, por mencionar sólo algunos ejemplos. En coherencia con estas colaboraciones que han marcado la carrera de la cantautora en los últimos años, el 20 de octubre de 2019 la cantautora publicó en sus redes sociales el video de una nueva canción, “Cacerolazo”, cuya versión final fue lanzada anoche en YouTube. Tal como se indica en esta última publicación virtual, la letra es de Ana Tijoux y la música de Jon Grandcamp.
De esta manera, la artista ahora residente en Francia envía su apoyo a los chilenos movilizados, legitimando el acto del cacerolazo como una protesta que en estos últimos días nos ha permitido sacar la voz, erguidos y sin temor, pese a los intentos del gobierno de Sebastián Piñera por acallar y criminalizar la manifestación de las demandas sociales: “Cuchara de palo / frente a tus balazos / y al toque de queda / cacerolazo”. Asimismo, el cacerolazo es reivindicado como un grito de indignación frente a una clase dirigente que ha perpetuado un sistema económico y político violento, injusto y poco democrático, heredero de la dictadura de Pinochet, donde los sujetos que luchan por reconstruir nuestra sociedad sobre la base del bien común y el buen vivir son perseguidos, criminalizados e incluso asesinados. De ahí la mención a Macarena Valdés y Camilo Catrillanca, defensores del territorio mapuche y su autonomía, o la dedicatoria del video “a todas las caídas y caídos en la rebelión chilena en octubre de 2019”. La respuesta frente a esta violencia de Estado ejercida sobre las vidas de los chilenos será la “revuelta” de los alienígenas cantada hacia el final de la canción. Resistencia articulada no desde un género musical solemne o lúgubre como las antiguas canciones de protesta, sino desde un ritmo que coquetea con el reggeatón y su “gasolina”, gesto que me recuerda la siguiente proclama que leí en la concentración del viernes en Plaza Italia: “– Neoliberalismo + Neoperreo”.
Por otro lado, me parece importante destacar también la manufactura del video clip dirigido por Daniela López Lugo y Farola Cinema. Siguiendo un diseño similar a los videos de “Shock” y “Antipatriarca”, esta última producción audiovisual de Tijoux fue elaborada con los videos que distintas personas enviaron a modo de colaboración ante el llamado de la artista realizado en sus redes sociales. La experiencia de lo colectivo que los caceroleos han hecho emerger se reproduce visualmente en la yuxtaposición de escenas que muestran los cuerpos reunidos, aliados y en resistencia de los ciudadanos tocando ollas, partipando de las marchas, evadiendo el pasaje del metro o haciendo barricadas. Acciones rebeldes, políticas, comunitarias y algunas festivas, según desde dónde se miren, que han sido violentamente reprimidas por carabineros y militares. “En 200 metros gire a la derecha y corre conchetumadre que vienen los pacos”, dice la robótica voz de una mujer al inicio de la canción, parodiando las indicaciones de aplicaciones como Waze. El video clip, entonces, funciona como una realización colectiva de carácter documental, testimonial y de denuncia, cuya primera versión ya cuenta con más de medio millón de visitas en Youtube y que ha sido compartido con entusiasmo por miles de usuarios identificados con la lucha que allí se relata y defiende.
Con “Cacerolazo”, Ana Tijoux se posiciona nuevamente en un territorio fronterizo entre el arte y lo político propio del activismo, donde los límites entre el artista, la comunidad y los movimientos sociales se vuelven cada vez más porosos. De ahí los cruces constantes entre su propia música y las voces de la calle, que se alimentan mutuamente como hemos podido ver a propósito de “Cacerolazo” y también en los hashtags #lahorasono o #doctrinadelshock que encuentran su origen en la letra de “Shock”, inspirada en el libro La doctrina del shock (2007) de Naomi Klein. Por supuesto, la colaboración de Tijoux no ha sido la única. Pienso en las intervenciones lumínicas realizadas en el edificio de Telefónica por parte de Delight Lab; las cartas públicas firmadas por académicos, profesores y escritores; la carta que el Colectivo de Músicos de Chile llevó a La Moneda el día de ayer cantando “El derecho de vivir en paz”; los carteles de Pablo de la Fuente, más conocido como Gráfika Diablo Rojo; el arte callejero de Caiozzama; o colaboraciones incluso más lejanas como el mensaje de apoyo enviado por Slavoj Zizek a Chile. La escena artística-cultural no ha estado ajena a la violencia militar y neoliberal que ha despertado al pueblo chileno y, de distintas maneras, ha hecho sonar sus cacerolas en conjunto con quienes estamos convencidos de que otro Chile no sólo es posible, sino ante todo urgente.
Para muchos, los caceroleos no son más que ruidos. Y ruidos molestos. El otro día una vecina se asomó a su balcón para gritarnos a mi hermana y a mí “patéticas, ¿no les da verguenza?”. Mi hermana Javiera que es más valiente siguió tocando y con más fuerza. En estos momentos de incertidumbre, rabia y miedo los cacerolazos han reunido a una parte importante de la sociedad chilena. “Cacerolear al ritmo del kultrun”, decía la poeta Daniela Catrileo en su cuenta de Facebook. Que este palpitar colectivo de ollas, cacerolas y sartenes se siga escuchando con fuerza. Pero no como un ruido, sino como una demanda legítima por 30 años de abusos, perdonazos, colusiones, robos, filas, insultos, aplicación de la ley antiterrorista, extractivismo y un largo etcétera. En estos días hemos redescubierto el poder de lo colectivo y lo que somos capaces de movilizar cuando nos reunimos, conversamos y abrazamos para exigir dignidad. Las aguas, incluso, han sido liberadas y corren con fuerza como las miles de personas congregadas en las calles, parques y esquinas de nuestras ciudades. Cucharas de palo y ollas. Objetos amorosos de resistencia y de la cocina que nos alimentan, reúnen y fortalecen.