No hay nada que perder

No hay nada que perder

Por: Roberto Pizarro Hofer | 20.10.2019
Los ricos, el gran empresariado y los políticos indolentes no entienden que son las desigualdades las generadoras de la protesta actual. La nomenclatura oligárquica no quiere reconocer que las desigualdades son el caldo de cultivo de la violencia. La pobreza no engendra la violencia, sino que ésta es estimulada por las exclusiones que crecen en medio de la abundancia.

Arde Santiago. Las estaciones del metro destruidas y decenas de buses incendiados. Es la ciudad gótica, con guasones que se multiplican contra los abusos de un sistema que les roba cotidianamente.

Es una protesta contra todo. Contra el alza del transporte, pero también por las inmensas distancias que recorren los pobres para llegar a un trabajo y recibir un salario de mierda. Es contra la colusión de precios de los dueños de farmacias que esquilman a los enfermos y contra la Papelera de los Matte que, sin escrúpulos, se colude para elevar los precios de los pañales para niños. Es contra los peajes de las carreteras que suben de precio todos los años. Es contra la agresión de las compañías de electricidad, agua y teléfonos, con cobros abusivos y acoso a los consumidores.

La protesta es también contra las instituciones que inventó Pinochet y que permanecen intocadas. Porque las AFP y las ISAPRES nos estafan. Las AFP ofrecen el cielo a los pensionados y los condenan al infierno de 150 mil pesos mensuales. Las ISAPRES desprecian a los ancianos y a mujeres embarazadas, con contratos mentirosos. Las tarjetas de crédito, que promovió en su tiempo Sebastián Piñera, endeudan a los pobres con tasas de interés usureras. Y, los bancos entregan un interés miserable por el dinero que depositamos y, en cambio, cobran elevadas tasas por los créditos al consumidor y al pequeño empresario, obteniendo ganancias estratosféricas.

Así las cosas, la indignación se acumula y la protesta es inevitable. El Guasón se cansó. Resistió agravios y golpes hasta que estalló y se rebeló.

Ya no hay nada que perder. Porque no alcanza un salario de 400 mil pesos, que recibe la mayoría de los trabajadores, mientras el 1% por ciento de los ricos se llevan el 33% de los ingresos que se generan en el país. Porque no da para más un sistema en que se prefiere rebajar los impuestos a los ricos antes que ofrecer una seguridad social decente para los ancianos. Porque no hay nada que perder cuando se privilegia la educación para los hijos de los ricos antes que la educación pública. Porque no hay nada que perder cuando la ciudadanía observa que militares y carabineros roban impunemente, mientras los grandes empresarios pagan a políticos para que elaboren leyes en su favor y aumente aún más sus ganancias.

Nuevamente son los jóvenes los que se rebelan. Porque el resto de los habitantes del país han sido convertidos en esclavos. El empresariado los esquilma con salarios de hambre, los obliga a jornadas interminables y les impide sindicalizarse. No tienen tiempo ni organización para rebelarse. Por eso, quienes están representando a los oprimidos son los estudiantes, son los jóvenes. Son los mismos que se rebelaron en el 2006 y luego en el 2011 por una educación gratuita y de calidad, y que ahora trata de eliminarla la ministra de Educación.

El ministro del Interior ha optado por la mano dura contra los que llama violentistas. Incapaz de la autocrítica por el error de subir, sin compasión, la tarifa del transporte ha desplegado un lenguaje provocador, llamando a una represión abierta contra la protesta social. Los gobiernos postdictadura, y en particular el actual, muestran ceguera frente a las desigualdades. El gobierno, antes de dialogar con los agredidos por el alza de las tarifas prefiere desplegar a los militares por las calles. Ha echado más bencina en la hoguera.

Los ricos, el gran empresariado y los políticos indolentes no entienden que son las desigualdades las generadoras de la protesta actual. La nomenclatura oligárquica no quiere reconocer que las desigualdades son el caldo de cultivo de la violencia. La pobreza no engendra la violencia, sino que ésta es estimulada por las exclusiones que crecen en medio de la abundancia.

Hoy es Santiago el que se estremece con la protesta juvenil. No debiéramos sorprendernos si se extiende a Valparaíso o Concepción, y a otras ciudades del país. Porque el crecimiento económico y la modernización, que tanto gusta a los ricos y a sus economistas, no son garantía de estabilidad social. La respuesta a la protesta social no se resolverá con la violencia del Estado ni tampoco la delincuencia con un mayor número de cárceles. Sólo políticas de inclusión y reducción de las desigualdades permitirán que jóvenes y viejos, mujeres y niños, trabajadores y empresarios se reconozcan en la sociedad chilena y la acepten como suya.

El resentimiento y la protesta se hacen inevitables cuando la modernidad de los malls, supermercados y carreteras se despliega en un marco de desigualdades de ingreso, salud, educación y exclusión cultural. Allí es cuando reaparece inevitablemente el Guasón y la ciudad gótica.