Las últimas apariciones de King Crimson
La gira por la celebración de los 50 años del disco “In the Court of the Crimson King” (1969) comenzó en agosto en México y finaliza acá, en este rincón austral del planeta. Antes de verlos, recojo los testimonios de mi hermano que los vio en Buenos Aires y los de un amigo que presenció su show en Nueva York.
Aquel amigo es fanático de King Crimson. Tanto así, que tiene un vinilo autografiado y estuvo presente en 1994 cuando la banda fue a Buenos Aires, con una formación recién reagrupada aunque siempre con Robert Fripp a la cabeza. En ese entonces ya se presentaban con las baterías en la primera línea escénica. Él vio al ensamble británico en el Radio City Music Hall, un lugar para cinco mil personas cuya estructura de teatro italiano, con concha acústica y doble fondo de escenario, potencia y otorga la experiencia sonora a un nivel técnico superior, de primer mundo. Escuchar allí a King Crimson, lamentablemente, no puede compararse con escucharlos en el Movistar Arena, por mucho sonido envolvente digital disponible y a pesar del despliegue de amplificadores, micrófonos y parlantes que ofrezca el recinto de Parque O'Higgins. Por otro lado, mi hermano, un contumaz fanático del rock progresivo, está de acuerdo con lo que han señalado otros cronistas, en el sentido que lo de King Crimson no es ni rock progresivo ni rock sinfónico, ni ninguno de esos casilleros mezquinos. Es simplemente Vanguardia (así, en mayúscula). Y me dice que, claro, el Luna Park no es el Teatro Colón, pero igual está bueno. Que de cualquier modo, en los momentos más intensos del concierto daba la impresión de que se iba a venir todo el edificio abajo por la música.
Mientras resuenan estas pláticas en mi cabeza, pienso en los Estados Unidos de Trump y en la Argentina de Macri. Por supuesto, también pienso en este Chile de Piñera, y no puedo evitar notar la vigencia de la letra existencial que King Crimson plasmó en 'Epitaph': “El destino de toda la humanidad que veo / Está en manos de tontos / La confusión será mi epitafio…".
El último concierto
Una luna roja gobernaba el cielo nublado y hacía más misteriosa una atmósfera que ya se presentía enrarecida, húmeda y tibia, como de presagio de lluvia. La noche del domingo 13 de octubre, cuando los legendarios King Crimson se presentaron en Chile culminando su gira 2019, la fanaticada se diseminó en estado hipnótico por las inmediaciones del Parque O’Higgins. Sin decir nada. Todos mudos pero orgánicos, como en una perfecta sincronía, intuitivamente coordinados, como una tribu de rockeros, alucinados impertérritos, volados irrestrictos, hijos de Pink Floyd y de Genesis. Locos amantes de los arreglos sinfónicos y los solos pegados.
Pero el concierto había comenzado antes, pasadas las 19:00 horas, cuando aún el sol no se ponía. Se extendió por más de dos horas y media, con un intermedio de 20 minutos que separó en dos nítidos bloques un show en el que se abordó el largo repertorio de la discografía crimsoniana. En el setlist, un conocedor tendría que echar de menos éxitos como 'Elephant talk' o 'Matte Kudasai', pero a cambio, se debería rendir ante las renovadas interpretaciones de entrañables himnos como '21st century schizoid man', 'Epitaph', 'Cat food', 'Starless' o 'In the court of the Crimson King'.
De cualquier modo, tendríamos que reiterar que para un espectador no especializado, lo primero que llama la atención es la ya mencionada formación con tres bateristas en la primera línea, uno de ellos además con un teclado y sintetizador a su lado. Una verdadera maravilla, un prodigio de la ingeniería cómo se van relacionando, lo fluido que llega a ser su diálogo. Fue como estar ante un delicado aparato de relojería. Explotar al máximo la percusión, sacarla de ese mal entendido rol de mero compás, de sólo marcar el pulso o el ritmo. Porque hay partituras para tocar tambores (por si no lo sabían). Pero estos genios no leen partituras. No, se las saben de memoria, y no son cualquier cosa, son complicadas interacciones finamente urdidas. La arquitectura cuidada del rock progresivo o sinfónico o como quieran llamarle, la metafísica y matemática de la música.
Es un viaje de la mano de King Crimson, donde se toman todas las precauciones para que el itinerario se cumpla y el pasajero llegue bien y a buen tiempo. La propia banda lo pide, y da gusto ver cómo se ordenan sus fieles, cómo aceptan mantener apagados los celulares, no grabar ni sacar fotos. Nos trasladamos con ellos a otro planeta. Subimos a su nave. Luego, por lo mismo, es imposible que alguien le haga caso al guardia que armado de un láser rojo pide infructuosamente que apaguen un pito, una pipa, a pesar de que requisaron los encendedores en la entrada. Nadie le oye, lo ignoramos. Su aparición queda sin subtítulos tras una cortina de humo de cannabis.
El espectador cautivo, el miembro de la tribu, pasa por distintos momentos en el viaje trans-dimensional que es un concierto de King Crimson. Hay primero momentos de concentración extrema, en que no puedes apartar tus ojos de los intérpretes, observas maravillado el flujo de sus energías en el escenario. Te vas haciendo parte de ese fino trabajo de engranajes, de potencias contenidas, de arritmias estudiadas, la dinámica del tejido. Luego, caes en un cansancio, entras en un estado alfa, como de ensueño, casi como si te estuvieses quedando dormido. Incluso puedes cabecear, sentir que te pesan los párpados. Pero, de pronto, la música te despierta y estás plenamente en tu cuerpo. El rugir de tres baterías en acción te golpes el pecho y un alarido de bronces con una multitud de cuerdas y teclados te remece. Con un coro que parece provenir de la gente misma alcanzas un epifánico éxtasis y, al abrir los ojos, las luces se han vuelto rojas. El escenario está en llamas. Piensas que en cualquier momento va a explotar o se va a reventar algo, que se va a producir un estallido. Y eres tú mismo prorrumpiendo en vítores y aplausos, multiplicado en miles de otros que como tú ovacionan a los ídolos.
Hay algo de ritual en todo concierto. O debiese haberlo. Es incomparable la sensación incluso física de participar de un encuentro de esta índole. Hace bien al espíritu. Sentir que formamos parte de una tribu cuya única amalgama es la música. Como dijo Nietzsche, “sin música la vida sería un error”.