Javier Rebolledo revela detalles de su nuevo libro sobre los comunistas infiltrados en la PDI durante la dictadura
El proceso de escritura del libro demoró ocho meses. Rebolledo fue involucrándose en el tema a partir de sus investigaciones anteriores (La danza de los cuervos, Camaleón). Incluso antes, ya que conoció a su primera fuente, Álvaro Palacios, cuando estaba en segundo año de la universidad. Él coordinaba a los detectives infiltrados desde el PC. Después de 20 años de ese primer encuentro, se dio el momento para desclasificar la historia, como relata en esta entrevista.
–¿Qué rol cumplieron estos estudiantes del PC?
–Cuando entraron a la PDI tuvieron misiones humanitarias, varias arriesgadas, a petición del Partido: ayudaron a ingresar y sacar gente del país, conseguir documentación para determinadas personas, timbrar papeles, trasladar gente. Cuando Álvaro (Palacios) se los encontró, varios de ellos parecían detectives, me refiero al aspecto y a la forma de hablar. Resultaba interesante, entonces, cómo la persona termina siendo parte de esa institución, además de comunista. Diría que era una misión encubierta. En dictadura tuvieron que esconderse porque estaba en peligro su vida.
–Una vez adentro de la policía, ¿de qué manera mantienen los vínculos con el Partido Comunista (PC)?
–Álvaro Palacios los coordina. Era dirigente del PC y la primera persona que los conoció. Les pide distintas tareas que, a su vez, el Partido desde arriba le ha encomendado. Él se vuelve el canal y organizador de estos detectives. Pero los vínculos se mantienen fundamentalmente a través de René Basoa y después lo reemplaza Palacios, durante la mayor parte del tiempo. Entonces, ese es el puente. Cuando cae Basoa, también cae Miguel Estay Reyno, “el Fanta”, y se produce la traición de estos dos militantes comunistas que hacen caer a tanta gente. Entonces, Palacios tiene que escapar del país, exiliarse, algún otro detective también debe hacerlo y otros quedan descolgados. Es decir, sin misiones. El Partido tampoco tuvo la capacidad de haber utilizado de otra manera a estos militantes comunistas. Sirvieron para labores humanitarias, pero no para sacar información o traspasar demasiados datos que fueran de mayor importancia.
–¿Qué tan efectiva para el PC fue esa misión?
–Es que fueron quedando sin misión, sin uso. Hubo unas pugnas internas de poder dentro de la dirección del PC, una pelea soterrada que se dio durante la dictadura y que culminó más menos el 89 con el triunfo de Gladys Marín, lo que también favoreció que estos detectives quedaran cautivos de cualquier coordinación. Palacios, de hecho, fue la última persona que los coordinó. Varios fueron cayendo con el tiempo y algunos llegaron a altos mandos de la policía. Ahora, el cómo colaboraron con el PC es algo que desconozco porque no lo pude reportear, no llegué hasta ese fondo.
–¿Era una información que los complicaba?
–Varios con quienes conversé originalmente, y que no aparecen en el libro, no quisieron salir nombrados quizás, en parte, por las tareas que cumplieron, pero también porque tienen hijos que están en la policía, tienen ex compañeros con los cuales se juntan y reconocer una cuestión así podría ser algo que les puede traer problemas, quizás a nivel institucional. En el fondo, creo que les puede resultar hasta embarazoso o complejo de asumir. Sin embargo, hubo tres personas que se abrieron a contar sus historias. Uno tuvo que salir escapando del país el año 75, porque estuvo en labores más complicadas y otros aparecen con seudónimo.
–¿Crees que se ha investigado lo suficiente a la Policía de Investigaciones y su rol en la dictadura?
–Creo que no está lo suficientemente dilucidado el rol que cumplió esta institución. Por ejemplo, ellos vieron cómo se creó una comisión especial dentro de la policía, que colaboraba con los servicios de inteligencia en tortura porque los detectives, y no los militares, eran los especialistas en la tortura. En este país se venía torturando desde tiempos inmemoriales, en el gobierno de Alessandri, Frei, Ibáñez, también Allende. Pero no era un tema que estuviera en la palestra. Se asumía que al lumpen, a la delincuencia, se le torturaba con la máquina de electricidad. Los especialistas en la tortura eran los detectives. Esta situación se hizo notoria solamente cuando se torturó a la clase política. Estos detectives estuvieron presentes en torturas, entregaron a detenidos a la DINA. Fueron a la Villa Grimaldi, vieron cómo los detectives se arreglaban con los delincuentes, vieron tráfico de menores. Fueron testigos de una época.
–En el libro hablas sobre “Los Papis”, que era un grupo de agentes de la PDI que enseñaba a torturar.
–Sí, al comienzo a los agentes de la DINA se les murieron muchos detenidos porque les enseñaron a torturar algo en la Escuela de las Américas. Pero, claro, y lamentablemente hay que ponerlo en estas palabras, la tortura es una disciplina que se ejercía con cuidado. No con humanidad. Sino que con cuidado para que la persona no se muriera. Es decir, con estrategia. Eso lo da solo la experiencia y los únicos que la tenían eran los detectives. Les llamaron “Los Papis”, aunque también había muchos otros especialistas en tortura que sabían dónde y cómo aplicar la corriente, que le llamaban “la lora”, en qué cantidad, en cuidar de no darles agua. Todas las embarradas que se empezaron a mandar los agentes de la DINA es el motivo por el cual se crea esta comisión de servicio que va a algunos de los principales lugares del país a enseñar.
–¿Qué relación tuvieron con los personajes del libro?
–Aunque no les enseñaron concretamente, sí les tocó presenciar torturas, ser parte de interrogatorios, porque esta era una práctica común y aceptada. Por ejemplo, a un mechero que caía de una población que tenía una banda de ladrones de casa, lo detenían los detectives que estaban al borde de la delincuencia porque muchos venían del mundo del hampa. El tipo les decía que los iban a llevar a la casa donde estaban sus cómplices. Pero, en vez de eso, lo llevaban a tres casas al lado. El tocaba la puerta y alertaba así a sus cómplices. Le ponían electricidad para que hablara. En el fondo, la virilidad o el respeto entre los delincuentes se ganaba en ese espacio. Eso era parte de un sistema que funcionaba de esa manera.
–¿Con qué policía se encontraron?
–Con una policía precaria que funcionaba a los golpes, que se arreglaba con los detenidos, y que torturaba, claro. Lamentablemente, estos detectives no querían mancharse porque no venían a eso. Pero si no lo hacían empezaban a llamar la atención de los otros compañeros, como sucede en todos estos sistemas cerrados. Entonces, uno me contó que lo acusaron de “Serpico”. Ese es el nombre de un policía de Nueva York de una película donde actuaba Al Pacino y Sidney Lumet, sobre la historia de un policía infiltrado en Manhattan antes de que llegara Rudy Giuliani (alcalde de NY) y cambiara el sistema. Él va descubriendo de a poco que todos sus compañeros son corruptos, incluido su jefe. Todos trabajan para la mafia, excepto él, y, por eso, sus compañeros lo intentan matar. A este personaje lo bautizan así porque no aceptaba sobornos y lo tenían identificado. Otros, en cambio, se mezclaron más.
–Una característica camaleónica.
–Sí, tenían que tener esa plasticidad. Ellos lo entendían porque estaban en juego sus vidas.
Pinochetismo solapado
–Hace un tiempo escuchamos decir al diputado Ignacio Urrutia (UDI) que las víctimas de la dictadura eran “terroristas”. También, la diputada Camila Flores (RN) ha hecho declaraciones en la misma línea, defendiendo a Pinochet. ¿Crees que con eso se va instalando el negacionismo?
–No creo que se instale porque las críticas han sido feroces. La respuesta ha sido dura con Camila Flores, tanto que algunos diputados de su partido le recomendaron que fuera a militar con José Antonio Kast en el Partido Republicano. Mientras que Urrutia es un tipo de otro periodo, aunque quizás muchos estén de acuerdo con él, no tienen esa misma manera vociferante y deslenguada de afirmar sus convicciones. Es la cara del pinochetismo puro que está solapado.
–¿Deberíamos exigir una reacción más fuerte de los partidos?
–Hay cuestiones que deberían estar regidas por norma. Es verdad que la libertad de expresión es un bien preciado, y que nosotros los periodistas lo valoramos, pero también sabemos que existe la responsabilidad detrás de ella. No es un cheque en blanco. Creo que debería ir aparejada de mayores grados de responsabilidad y el Parlamento tiene herramientas para hacerse cargo. Bastaría que se pusieran de acuerdo.
–La utilización de noticias falsas y campañas por redes sociales es una estrategia que resultó decisiva en las últimas elecciones de Estados Unidos, con Donald Trump. También para que resultara electo Bolsonaro en Brasil. En Chile, Kast también obtuvo un porcentaje importante de votantes. ¿Cómo observas los efectos políticos que ha tenido este fenómeno?
-En las fake news se dice lo que a cada cual le conviene: “que este es un comeguagua”; que “tal es un terrorista”; que Bolsonaro es fantástico o que Bachelet miente toda la vida. Eso funciona, más bien, como titulares publicitarios. Es lo que una parte de la sociedad está dispuesta a transar por estar tranquilo por sus ideales y de eso tenemos que hacernos cargo.
–El año pasado, uno de los ex agentes de la DINA, Raúl Quintana Salazar, presentó una querella en tu contra por salir mencionado en el libro Camaleón: doble vida de un agente comunista. Finalmente, la Corte de Apelaciones la declaró inadmisible. En ese momento también se habló sobre la posibilidad de derogar el delito de injurias contra los periodistas. ¿Ves en esto una posibilidad para que no proliferen acciones que amenacen la libertad de expresión?
–Bueno, eso se vio como una posibilidad. Porque una de las cuestiones que llamó la atención de mi caso fue que, pese a ser un violador de derechos humanos que estaba preso, eso no le quitaba su derecho a meter preso a otro ciudadano porque lo injurie o lo calumnie. En este caso, lo que a mí me estaba imputando es que yo lo habían injuriado, o sea, difamado. Como es más complicado calificar la calumnia porque le tendría que imputar un delito, él se fue por la injuria. Lo complejo es el rol que puede llegar a cumplir una herramienta que tiene un efecto amedrentador, por el solo hecho de enfrentar la justicia.
–Por la investigación que hiciste para ese libro están trabajando en una serie de televisión. ¿Cómo va ese proyecto?
–Bien. Acabo de terminar de escribir los ocho capítulos en conjunto con Cecilia Ruz, una guionista profesional y el productor de la serie, Daniel Uribe, está haciendo el trabajo de conseguir las locaciones, calcular los precios, hacer los contratos con los actores. Esto se va a grabar durante marzo y abril. Dos meses completos de grabación en los cuales vamos a codirigir los capítulos y yo también sería guionista y codirector. De ahí, es relativo cuando salga al aire. Entregaremos, supongo, el producto en junio del próximo año y ellos determinarán cuándo sale.
–¿Hay ficción?
–Los ocho capítulos son en un 90 por ciento ficción. Está hecho desde la perspectiva del cine gangsteril, tipo Martin Scorsese y Los buenos muchachos.
–Y, ¿te gustaría escribir un libro de ficción?
–Lo estoy pensando. Con un grupo de personas, con las que tenemos intereses similares, tenemos la idea de hacer una novela de detectives. Tengo que inventar a mi detective todavía. Pero eso no puedo contarlo aún.
–Tus investigaciones periodísticas se han enfocado en derechos humanos y dictadura. ¿Tienes pensado indagar en otros temas?
–Estoy empezando otro libro cuyo personaje principal es Rafael Harvey, un capitán de Ejército que hace poco salió en las noticias porque fue parte de las escuchas telefónicas que le hicieron a Mauricio Weibel y a militares. Él tiene la mayor antigüedad dentro del Ejército. Su tatarabuelo fue comandante en jefe y su bisabuelo fue oficial, y después su papá estuvo en altos cargos. Él se fue en contra de una maquinaria corrupta. Ese va a ser un perfil.
Lanzamiento: 21 de octubre, 19:00 horas. Sala Máster, Radio Universidad de Chile. Miguel Claro #509. Providencia.