Derecha sudamericana, éxitos electorales y desastres de gestión II: De la Argentina de Macri al Brasil de Bolsonaro
El regreso de la derecha al poder en Sudamérica no es un fenómeno homogéneo, pues ha tenido procesos variados tanto en su origen como en su desarrollo. Por ejemplo, en los dos gigantes del subcontinente, ese retorno ha tenido diferentes caminos, aunque las consecuencias empiezan a mostrarse similares.
Pese a que sus gobiernos progresistas estuvieron entre los más moderados o menos “patriagrandistas” de la región -tanto el lulismo como el kirchnerismo llegaron al poder en alianzas con el centro y se destacaron por gobiernos de coalición, incluso con fuerzas de centroderecha- son tildados equivocadamente de “comunistas” o “radicales” por los actuales gobernantes de esos países.
En su remplazo vinieron dos modelos que supieron aprovechar las debilidades de ese gradualismo progresista, pero que, al igual que en los casos andinos, y confirmando la tesis de este dosier, han mostrado una fortaleza electoral que contrasta con gobiernos que no han sido capaces de presentar grandes logros, cuando no han sido desastres ya concretados.
Para tener alguna conexión con los casos andinos comentados en la nota pasada, comenzaremos con Argentina, que también permite alguna coherencia cronológica a este relato.
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Argentina: el exitoso colapso de la economía macrista
El que acompaña los medios trasandinos, incluso de diferentes corrientes ideológicas, observará que no faltan notas, artículos y reportajes periodísticos comparando la actual crisis económica del país gobernado por Mauricio Macri, con lo generado en 2001, que terminó en corralito y con Fernando de la Rúa renunciando y huyendo de la Casa Rosada en helicóptero.
Por eso puede sonar raro calificar como “exitoso” a este gobierno que probablemente no obtendrá su reelección, aunque el simple hecho de que todavía no esté sepultado políticamente ya es prueba de que electoralmente sigue siendo fuerte.
El hecho de que Macri esté cerca de ser el primer presidente no peronista en terminar su mandato desde el retorno de la democracia, también es un gran logro, sobre todo si se trata de imaginar qué puede hacer un candidato que deja las cifras económicas que está dejando el actual mandatario.
Analicemos algunos de los números de la actual gestión de la derecha con los de 2015, el último de la gestión de Cristina Fernández de Kirchner: la pobreza saltó de un alto índice de 29,7% en 2015, a un todavía más alto 35,1 este año; la inflación casi se duplicó en el mismo periodo, pasando de 27,5% a 54,5%; el desempleo que era de 6,5%, alcanzó los dos dígitos y ahora es de 10,6%; mientras que el sueldo mínimo que era equivalente a 580 dólares en aquel entonces, ahora vale menos de la mitad, solamente 275 pesos, fruto de la devaluación -el dólar saltó de 9,5 pesos en diciembre de 2015 a 56,9 pesos este mes.
Pero también hay otros números: la tasa de interés casi se triplicó, de 36,6% a 91,5%; el déficit fiscal pasó de 2,7% a 4,9% y la deuda argentina, que era de 52,6% del PBI en 2015 (una cifra que claramente es mala), pasó a ser de 92%, la casi completa insolvencia.
Pero pasemos de los insulsos porcentajes a los hechos concretos, que siempre son más reales y más dramáticos: la gestión de Macri perjudicó a los trabajadores, llevando a la pobreza más de dos millones de personas, pero también a los empresarios y a la clase media, como se puede ver por las casi 19 empresas cerradas (entre pymes y filiales de grandes empresas extranjeras que prefirieron mudarse de país). También se registró cerca de 73 mil millones de dólares en fuga de capitales, además de la pérdida de 36 mil millones de dólares en pago de intereses.
La fuente de todas esas cifras es un estudio aún más complejo del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG), y hay que señalar que muchos de esos números corresponden a indicadores que han sido actualizados por última vez en el primer semestre. Por ejemplo, inflación y desempleo pueden ser todavía mayores cuando se mida las consecuencias de la última devaluación, tras el resultado de las primarias y la torpe reacción del gobierno en las semanas siguientes.
También hay que señalar que la comparación es con el último año de la era kirchnerista, que no es el mejor momento de esa gestión, que tuvo índices muchísimo mejores en veranos anteriores, que permitieron la mantención de ese sector en el poder durante 12 años.
Al tener la dimensión del escenario argentino, no queda duda de que el 32% que sacó Macri en las primarias de agosto fue un gran éxito. Cualquier gestión que produce un desastre de esas proporciones ni siquiera se animaría a disputar la reelección. Sin ir más lejos, el siguiente caso que vamos a analizar involucra a un presidente (Michel Temer) que tuvo cifras económicas menos desastrosas, y que ni compitió por la reelección porque su 3% de popularidad no le permitían ni siquiera soñarlo.
De todas formas, ese resultado de Macri no nació ahora, sino que empieza con toda una cuestionable construcción narrativa sobre la “pesada herencia”, muy parecida a la costumbre piñerista de siempre atribuir sus equivocaciones a “lo dejado por el gobierno anterior”, y que al igual que en Chile, ha logrado sostener el apoyo de algunos sectores, pero que no es suficiente para lograr el milagro de una revalidación electoral.
Brasil: del golpe de Temer al totalitarismo legitimado de Bolsonaro
Durante los 13 años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) de Lula da Silva y Dilma Rousseff, Brasil tuvo logros, como sacar a más de 50 millones de personas de la pobreza, según números de la Oficina de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Sin embargo, para llegar a la victoria electoral de Dilma Rousseff, el PT decidió apostar por una alianza que fue la semilla de su debacle política. El Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) siempre fue un apoyo legislativo para el lulismo, pero solo a partir del 2011 pasó a ser parte del oficialismo con derecho a ministerios e incluso la vicepresidencia, que quedó a manos de Michel Temer.
A partir de los resultados económicos no tan buenos durante el gobierno de Dilma (pese a que ella logró reelegirse en 2014), el PT empezó a sufrir con un desajuste aún mayor en lo político: los sectores de derecha que pasaron años abrazados por conveniencia al éxito lulista, aprovecharon el tiempo de vacas flacas para recordar que no coinciden ideológicamente con el partido, y rápidamente generaron una bancada cuya principal bandera fue la derrocada de la presidenta.
En 2016, Dilma Rousseff sufrió un juicio político pese que no había cometido el crimen del cual se le acusó (descontrol fiscal), como quedó confirmado posteriormente en un informe realizado por técnicos del Senado brasileño. El golpe contó con la complicidad del Supremo Tribunal Federal (STF, máximo órgano del Poder Judicial), que era tan consciente de su papel en ese bochorno que trató de ser salomónico y terminó cometiendo nueva irregularidad: si había crimen cometido por Dilma para justificar su caída, ella tendría que perder sus derechos políticos, pero la Corte decidió mantenerlos, lo que evidenció un cierto sentimiento de culpa de algunos magistrados.
El episodio demuestra que el caso brasileño presenta una pequeña diferencia de los demás con respecto a cómo la derecha alcanzó los éxitos electorales forzosamente, tras cuatro derrotas seguidas para el PT en las urnas, lo que obligó a un regresó al poder a partir del quiebre institucional.
También hay que destacar que la operación anticorrupción Lava Jato colaboró mucho para ese cambio del clima político en el país, y en ese sentido, las revelaciones de The Intercept sobre las manipulaciones de los fiscales dicen mucho sobre eso, no solo por los aprietes a testigos para que involucrasen a Lula da Silva incluso cuando no tenían pruebas de lo que decían, como también por la forma como trataron de preservar a líderes de la derecha, como el expresidente Fernando Henrique Cardoso, sobre el cual tenían evidencias de corrupción en su contra pero nunca fue investigado, por ser considerado un “aliado estratégico” por el entonces juez (y actual ministro de Justicia) Sérgio Moro.
Sin embargo, con todo eso, también hay que recordar que la izquierda sólo perdió las elecciones de 2018 porque Lula no fue candidato, porque incluso en la cárcel, las encuestas que le incluían como opción electoral mostraban que en ese escenario él llegaría a números cercanos al 40%, mientras que Jair Bolsonaro rondaría los 20%, además de la curiosidad de que muchos de los votantes de exmandatario preferían cambiarse para la candidatura de extrema derecha, y no a otro nombre de la izquierda, en un escenario sin el candidato favorito, que fue lo que terminó sucediendo al final.
En términos de gestión, el Brasil post PT todavía no ha alcanzado los niveles de la Argentina de Macri, pero va en camino: el desempleo, que empezó a crecer durante el segundo mandato de Dilma Rousseff, ahora está cercano a los 20%, cifra a la cual se suma la precarización de los que están empleados debido a las reformas laboras y previsionales; la primera impulsada por Temer y la segunda por Bolsonaro, ambas defendidas con la promesa de que recuperarían el empleo, lo que no ha sucedido.
Lo que sí ha sucedido es una caída de casi 15% en el consumo durante esos tres años, lo que está directamente ligado a la caída de la producción. En ese sentido, las estimativas de crecimiento del PIB para 2019 hechas por el Banco Central fueron corregidas hacia abajo más de diez veces desde marzo, cuando eran de más de 2%, hasta 0,8% en septiembre, además de un aumento del desempleo.
Todo eso se explica también porque el país comienza a tener cifras de pobreza que se acercan a los niveles anteriores al gobierno de Lula da Silva. Según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE), más 3 millones de personas han pasado a la pobreza entre 2017 y este año, y eso incluye a personas que tienen empleo, pero que no reciben de eso una renta suficiente para mejorar su condición social.
Otro aspecto en que el futuro de Brasil no se ve para nada auspicioso, es el de las relaciones internacionales. Bolsonaro ha sabido usar su insensibilidad diplomática para hacer que muchísimos países se alejasen de Brasil, especialmente los europeos, con ofensas machistas a esposa del francés Emmanuel Macron y las burlas de su vicepresidente, Hamilton Mourão, a las molestias que ha presentado Angela Merkel públicamente este año, entre otras declaraciones que “no condicen con la postura de un jefe de Estado”, como dijo el mandatario galo a Piñera, en un video que se filtró.
La única excepción por ahora son los Estados Unidos de Donald Trump, a quien Jair Bolsonaro no esconde incluso cierta veneración. Sin embargo, la posibilidad de que el mandatario estadounidense sea derrotado en un juicio político similar al que sufrió su enemiga Dilma Rousseff hace 3 años (en el que él fue uno de los protagonistas), podría terminar con su gobierno completamente aislado internacionalmente.
Quizás por eso, la gran noticia de esta semana en Brasil fue su saludo al gobierno chino por los 70 años de la revolución comunista de Mao Zedong, tratando de borrar aquellos primeros meses tras su victoria electoral, cuando tildaba al gobierno de Xi Jinping de “unos comunistas que se aliaron al PT para comprar la soberanía de Brasil”. Eso le rindió una invitación a visitar Pekín en este mes de octubre, pero habrá que ver si podrá contener su anticomunismo para regresar de Asia con buenas noticias. Por ejemplo, un posible reacercamiento a los BRICS, pues en junio, durante la cumbre del G20, Brasil trató de denostar a Rusia y a China, que al mismo tiempo se acercaron a México y Turquía, lo que llevó a rumores de que se podría cambiar la sigla a TRIMCS, o algo similar.
Sin embargo, aquello fue algo que no logró el ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, quien estuvo en Alemania esta semana tratando de convencer el gobierno europeo de que su compromiso con la preservación de la Amazonia es auténtico, pese a los gigantescos incendios registrados en los últimos meses, los que fueron promovidos por quienes apoyan a Bolsonaro y auspiciados por el debilitamiento de los órganos de protección ambiental, medida que el actual mandatario prometió en campaña y ha cumplido.
Alemania y Noruega son los dos principales sostenedores del llamado Fondo Amazónico, que entrega al país tropical casi mil millones de dólares al año para la preservación de la Amazonía, pero decidieron suspender esa remesa al considerar que el gobierno actual es responsable por el desastre ecológico de este año. El ministro Salles pasó por Berlín tratando de reactivar el Fondo, pero usó el mismo discurso de su presidente, relativo a que las estadísticas sobre la devastación han sido manipuladas por organizaciones ambientales “izquierdistas” (los datos usados por ambientalistas para protestar contra la situación actual son las cifras difundidas y confirmadas por la NASA), lo que no convenció a las autoridades germánicas.
Bonus track: el bananesco caso de Paraguay
El golpe de Estado a Fernando Lugo fue uno de los capítulos más patéticos de la historia política de un continente que ha sabido de casos absurdos de disputa de poder.
En mediados de 2012, mientras el gobierno trataba de viabilizar el debate por una reforma agraria –en un país donde más de 85% de las tierras están en manos de solamente un 2,5% de la población rural–, un grupo de campesinos ligados a movimientos sociales por la tierra fue atacado por fuerzas policiales. Se produjo una confrontación que terminó con 11 manifestantes y 6 policías muertos. La oposición de derecha inició un juicio político para responsabilizar al presidente Lugo por esos hechos, pese a que ni la manifestación ni la represión a ella fueron ordenadas por él.
De esa forma, y lanzando el modelo que sería emulado en Brasil cuatro años después, la derecha paraguaya regresó al poder por la fuerza. Pero después, también recuperó la hegemonía electoral perdida en 2008, la única elección que el Partido Colorado ha perdido desde el fin de la dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989).
Tras los meses de la administración transitoria del que era vicepresidente de Lugo, el socialdemócrata Federico Franco (entre junio de 2012 y agosto de 2013), vinieron los mandatos de Horacio Cartes (2013-2018), político-empresario que colecciona acusaciones de corrupción, lavado de dinero y evasión de divisas, sin nunca ser juzgado, y del actual mandatario, Abdo Benítez
Este segundo, tras prometer luchar contra la corrupción –pese que a el Partido Colorado es el campeón nacional en uso político de las instituciones públicas hace 30 años– fue pillado negociando con una empresa brasileña (ligada a la familia Bolsonaro) un acuerdo secreto que perjudicaría enormemente al Estado en una de sus fuentes de ingreso más importantes, que es la venta a Brasil y Argentina de los excedentes de la Central Hidroeléctrica de Itaipu.
El escándalo llevó a un pedido de juicio político a Benítez, que terminó archivado tras la anulación del acuerdo, y pese a que los indicios de coimas en la negociación, eran más contundentes que los usados para justificar el derrocamiento de Lugo. De todas formas, aunque salvó su mandato, el presidente guaraní sigue enfrentando una crisis política, la cual requerirá tiempo y estrategia para superar.