18 de septiembre: Disputar el sentido de lo nacional
Sin el apoyo del bajo pueblo, el triunfo de las fuerzas patriotas habría sido imposible. Peones, inquilinos, mestizos, pardos y negros lucharon con valentía por la causa revolucionaria, en palabras de O’Higgins: “jamás se acobardó la tropa, juraba toda morir antes de rendirse”. Pero, no fueron simple soldadesca de la elite terrateniente -conductora indiscutida del proceso-, cuando no compartieron propósitos con ésta, desertaron o abiertamente se opusieron, ahora armados y con experiencia en combate, a la instalación de la república oligárquica (1818-1830).
Consumada la Independencia, el nuevo Estado republicano (1833), controlado por los sectores más conservadores, se dio a la tarea de desarticular la potencial amenaza al orden oligárquico, reprimiendo a liberales y populares por igual. La gran propiedad agraria sobre la cual se sostenía el poder de la antigua oligarquía no fue modificada, por lo que la naciente democracia en manos de los “patrones de fundo” era poca más que un discurso justificador de los violentos hechos acaecidos, salvo por un pequeño y gran detalle: se instaló la idea de la ciudadanía, igualdad ante la ley y soberanía popular.
La construcción y consolidación de este nuevo Estado nacional requirió de la utilización de simbologías. Se estableció una bandera, un himno, un escudo y otra serie de símbolos nacionales, cargados de legitimidad, que tenían por objetivo producir cohesión en la heterogénea población.
En estos momentos el pueblo era fundamentalmente campesino, se componía de inquilinos y peones, chilotes e indígenas del norte y sur. No existía lo que hoy llamamos “clase media urbana” ni “clase obrera”. El pueblo mapuche seguía viviendo con altos grados de autonomía al sur del Biobío.
De esta forma, la independencia implicó una nueva relación entre la elite “chilena” y las elites europeas y estadounidenses, expresada en un cambio de régimen político (de monárquico a republicano) y la inserción de nuestra economía mono-exportadora en el naciente mercado internacional (creado por la revolución industrial), pero, no un cambio en las relaciones de dominación entre elite y pueblo en las haciendas.
Las nuevas condiciones históricas, marcadas por un lento, pero permanente, proceso de modernización económica y democratización política de la república (siglo XIX), fueron creando nuevas relaciones sociales (capitalistas), que a su vez dieron origen a nuevas formas de resistencia social (lucha de clases). Los símbolos e instituciones que habían sido creadas para dominar comenzaron a ser utilizadas también por las nuevas clases sociales para resistir (siglo XX). La igualdad social y política declarada formalmente comenzó a ser reclamada en los hechos.
Las fábricas y faenas mineras del salitre, carbón y cobre, de propiedad extranjera, levantadas para la explotación de nuestros obreros y recursos naturales, se convirtieron en epicentros de la lucha obrera. Era cada vez más evidente que el progreso nacional se sostenía en el trabajo de empleados y obreros, y éstos reclamaron su lugar en el Estado (1920-1925). En este proceso de resignificación y reapropiación de las instituciones, el pueblo fue utilizando los símbolos de la patria, cargados de legitimidad, para reivindicar derechos sociales y políticos. Por ejemplo, la bandera nacional sirvió a movimientos políticos populares como instrumento de legitimación de sus acciones reivindicativas, como las tomas de terrenos (1957-1999) o la resistencia armada a la dictadura de Pinochet (1983-1986/89).
De este modo, la formación de la clase trabajadora en general y del movimiento popular en particular, ha incorporado elementos que en su origen eran herramientas de dominación, como la fábrica, la escuela y los símbolos patrios. Los instrumentos de reproducción social, como los que se han mencionado, han sido utilizados permanentemente con diferentes fines, por ello, no se debe confundir el “cuchillo” con el “asesino”.
Los festejos de fiestas patrias pueden ser utilizados para fomentar una mentalidad tradicionalista y conservadora, como en las fiestas de la chilenidad del “barrio alto” o para instalar de regreso al bajo pueblo en el espacio público, como lo hicimos este año desde Ukamau en Peñaflor y Cerrillos.
No entender esta dinámica, aparentemente contradictoria, puede conducirnos a entregar la idea de “nación” a la elite. Las familias trabajadoras hemos construido este país, somos la mayoría ciudadana y la clase productora, somos los soldados de la primera independencia y seremos los de la segunda. No hay razón para permitir que la oligarquía urbanizada hable en nuestro nombre.
No se trata de celebrar de manera a-critica el triunfo militar de la oligárquica en 1818 o 1830 sino de disputar el significado de la nación en la sociedad, como lo hizo Recabarren en 1910, Allende en 1970 y la resistencia armada a la dictadura de Pinochet desde 1980.