La guerra contra el terrorismo III: La Repetición
Era la mañana del 11 de septiembre de 2001 y la transmisión internacional de CNN emitía unas imágenes desoladoras: un avión de aerolínea estadounidense se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center. Todo parecía un accidente, un error incluso de parte del piloto.
De pronto, otra imagen conmocionó a la audiencia televisiva: un segundo avión –en este caso, un American Airlines– daba una vuelta por detrás de una de las torres y se estrellaba en la otra que aún permanecía incólume. Dos aviones estrellados, dos líneas estadounidenses lanzándose contra el World Trade Center, el templo del capital que, horas mas tarde, quedará reducido a polvo. Las dos preguntas que se sucedieron fueron: ¿qué fue lo que ocurrió? Y ¿quién lo hizo?
Frente a la primera, los medios respondieron: ataque terrorista. Un enorme titular (America Under Attack) atravesaba la pantalla de CNN que intentaba enmarcar (al modo editorial de un “marco de guerra”) y, más bien, restringir las posibilidades de pensamiento y acción para dirigirlos exclusivamente hacia un punto decisivo: la “guerra contra el terrorismo”.
Frente a la segunda pregunta, suponían un responsable: Osama Bin Laden.
Si la primera pregunta producía el terror de un ataque sin rostro, la segunda vendría a poner el rostro sobre el vacío como el signo del nuevo enemigo.
Un enemigo musulmán que supuestamente vendría a confirmar la otrora tesis del “choque de civilizaciones” con que Huntington contextualizó el lugar de los EE.UU. después de la caída del Muro de Berlín; pero un enemigo de carácter “absoluto”, es decir, sin referencia estatal-nacional, exento de todo reconocimiento moral y jurídico y por tanto “terrorista”, en el sentido de un “enemigo de todos” (Heller-Roazen) rebajado a la más extrema inhumanidad: el terrorista deviene el inhumano contra el que pugna la humanidad toda. Ningún derecho humano es aplicable a ellos, ningún derecho en absoluto.
Ahora bien, un detalle no menor, es que el atentado contra las Torres fue provocado por dos aviones de aerolíneas estadounidenses (y no de aerolíneas de otro signo). ¿Qué se juega en ello? Como si fuera el propio EE.UU. el que chocara contra las torres, como si fuera EE.UU. el que se autodestruyera, en los dos aviones de marca estadounidense (American y United Airlines, respectivamente) y también en el tercero, que destruyó gran parte del Pentágono.
Porque no se trató sólo del objeto que se destruyó (el templo del capital financiero estadounidense y el de su inteligencia), sino también con qué arma fue destruido: los aviones estadounidenses. Esta última parece funcionar como una alegoría de la relación entre EE.UU. y Al Qaeda que nada tiene que ver con un “choque de civilizaciones”: apoyado por el Departamento de Estado norteamericano y los capitales saudíes en el contexto de la “guerra fría”, en orden a contener la penetración ruso-soviética en Afganistán, fueron creadas las “madrasas” en Afganistán, escuelas islámicas clásicas, pero que aquí operaron como dispositivos de formación de cuadros partisanos entrenados por la CIA que dieron origen a Al Qaeda.
Por esa razón sus militantes se denominan “talibanes” (en árabe: “estudiantes”), pues provienen de la “madrasa”, todos nombres desplazados de sus sentidos clásicos. “Estudiantes” no son más que partisanos y “madrasas” una escuela de formación de cuadros de guerrilla.
El avión estadounidense estrellándose contra los templos de la religión estadounidense opera como la alegoría en la que las propias políticas de EE.UU. funcionan contra EE.UU. o, si se quiere, no se trata de un “choque de civilizaciones” como de un choque de una civilización contra sí misma. Como los contras en Nicaragua o tantos grupos armados financiados y dirigidos por la CIA en América Latina, Al Qaeda devino desde el principio una agrupación marcada por el signo norteamericano y el ideologema saudí.
El derrumbe del World Trade Center a causa de aviones estadounidenses que han perdido el comando, la conducción, la capacidad dirigir y, por tanto, de liderar (¿qué otra metáfora sería la de un avión “loco” que se incrusta contra el pivote de la religión capitalista norteamericana?) destruyó la imagen de un EE.UU. “seguro” (“safe”, en inglés, que también puede designar “salvado” y cuyo juego yuxtapone el término “seguridad” con el de “salvación”, como si se entrecruzara el discurso policial con el evangélico), incólume, único monarca y señor del planeta, tal como las dos teorías finiseculares habían soñado: la tesis de Fukuyama acerca de los EE.UU. como cristalización del “fin de la historia” y la de Huntington sobre el liderazgo estadounidense de la “civilización cristiana”. EE.UU. ha perdido la conducción de su rumbo y desde dentro el “islam” –ese cliché metafísico producido desde hace algún tiempo– parecía dirigirlo hacia su fin.
La destrucción de la imagen de un EE.UU. como pastor de la tierra, superpoderoso, que cumple con la idea de una tierra prometida, fue sorteada a través de la repetición infinita del atentado, como si a través de la repetición los medios intentaran asimilar el peso de lo acontecido. Una y otra vez las imágenes volvían; una y otra vez los aviones explotaban al centro de cada torre bajo la alerta: America Under Attack.
La reproductibilidad técnica de los medios parece intentar colmar el abismo que se había abierto: la incoincidencia entre la imagen construida desde fines de la Guerra Fría en base a la adopción, por parte de Bush padre, del paradigma monárquico de los EE.UU. y el tenor del atentado ocurrido durante Bush hijo: ¿Hasta dónde puede sostenerse dicho paradigma? Esa es la pregunta política que plantea Al Qaeda a EE.UU.
Una de las ciudades más cosmopolitas del planeta (New York) se transforma en zona de guerra, como si Kabul –capital de un país perdido entre montañas, siempre a punto de ser colonizadas por alguna potencia occidental– aterrizara forzosamente en New York y como si New York acusara recibo de la catástrofe de lo que significa Kabul. Los ciudadanos que logran huir quedan con sus ternos empolvados, algunas heridas y la mirada desolada por no saber qué había ocurrido ni por qué. Todo parece ser un caos –se dice–, pero en realidad es un estado de excepción generalizado y permanente que llevará consigo un nombre técnico absolutamente clave para el presente: la “guerra contra el terrorismo”.
Miles de quemados, otros tantos que no podían bajar por las escaleras de emergencia, se lanzan al vacío en medio del fuego, los bomberos ingresan a los edificios siniestrados, pero poco pueden hacer. Muchos de ellos quedarán bajo ruinas, entre el polvo y cemento. Y la época asume que la catástrofe ya no distingue entre la metrópolis imperial y los reinos colonizados: Bin Laden fue la constatación del “fin de la historia” en que la antigua época imperial –aquella en que aún parecía posible distinguir la metrópolis de los reinos colonizados– había terminado por quedar definitivamente atrás.
Los medios de comunicación repiten una y otra vez la imagen de la catástrofe hasta hacer de la catástrofe nada más que una imagen. Los medios logran neutralizar la magnitud del embate aquí acometido, el abismo entre una imagen que creíamos ser y lo que efectivamente éramos puede quedar suturado, en parte, gracias a la repetición constante de los aviones estrellados. Como si en dicha repetición se jugara un afán representacional, una posibilidad trunca de restituir el carácter escatológico de EE.UU., lugar de seguridad, salvado y elegido por dios. Si EE.UU. no esta a salvo, nadie lo está. He aquí el mensaje decisivo del nuevo dispositivo de la “guerra contra el terrorismo”.
Con la alerta America Under Attack, CNN organizó las pasiones de la población, dirigiéndolas al único objetivo fundamental: el enemigo absoluto que aparecía bajo el rostro de Bin Laden. Los medios lograron administrar la catástrofe y por tanto, la rentabilizaron, profundizándola en la disposición de cuerpos dóciles para la nueva “guerra contra el terrorismo”. Se trata de repetir una y otra vez la imagen de los aviones , pero ahora con el rostro de Bin Laden a un lado.
La asociación producida es clara: CNN inventa al enemigo, lo produce, monta al rostro necesario para activar una máquina de muerte. Si en toda repetición se sintomatiza la pulsión de muerte –diría Freud– y esa pulsión –diría el mismo Freud en su carta a Einstein– es frecuentemente dirigida hacia fuera para salvar a la comunidad y, a su vez, constituir la pasión de la guerra, es porque la repetición mediática de los aviones estrellándose era la forma de restituir la imagen quebrada, la representación de los EE.UU. como lugar “seguro” (“safe”) que había sido siniestrada: se podría soportar una derrota como la de Vietnam –última guerra colonial bajo la antigua forma que distinguía entre la metrópolis y las colonias–, pero jamás la de Al Qaeda, que rompe con dicho cerco clásico e inaugura la noción de “guerra contra el terrorismo” en que la pulsión de muerte atraviesa los cuerpos sin conducirse hacia ningún exterior. No existe un exterior. El exterior está en el interior mismo de los EE.UU. No habrá más diferencias entre metrópolis y colonias, pues todo se ha vuelto un mismo campo denominado “globalización” en que será el mundo y su habitabilidad lo que estará desesperadamente en cuestión.
La imagen siniestrada de un EE.UU. que contemplaba impávido el fin de una era (que había comenzado con Bush Padre) se repetía incondicionalmente en los aviones estrellados contra el templo del capital. En tal repetición, como si de la maquinaria de muerte se tratara, la forma de pastor transmutaba en la del cazador. Y dar caza a Bin Laden no será otra cosa que dar caza a sí mismos, es decir, a nada, pues el “sí mismo” no es nunca una sustancia, sino una relación, tras de lo cual no hay sujeto, principio o fundamento alguno.
La superioridad indiscutida de los EE.UU. se derrumba y no puede, entonces, liderar al resto de las naciones, no puede asumir el rol pastoral asignado por los teóricos del fin de la historia que es, en el fondo (su fondo), por dios, que ha hecho de esa tierra la “tierra prometida” (una lugar safe, salvado, seguro): la época de Bush Padre comienza a llegar a su fin con Bush Hijo junto a Bin Laden, su hermano de aventuras anti-soviéticas. Su posición jamás volverá a ser invulnerable, pues serán sus propios “hermanos” quienes atenten contra su integridad.
El montaje de la “guerra contra el terrorismo” ha sido el último respiro de una fraternidad mal habida: tal como los aviones no eran afganos, ni árabes, sino estadounidenses, EE.UU. se volvió globo y comenzó a jugar contra sí mismo a través de sus diversas agencias con las que alguna vez hermanaron.
¿Qué es, en este contexto, un "hermano" sino una repetición, aquí tecnificada compulsivamente, por los medios? De hecho, ¿no es ésta también la historia de Saddam Hussein, quien operó como una contención durante los años 80 contra Irán para salvaguardar (“safe”) a las petromonarquías del Golfo y al capital petrolero de las potencias occidentales? ¿O habrá sido casualidad o simple retórica nacionalista que Hussein haya terminado por invadir Kuwait en la madrugada del 2 de Agosto de 1990?
La fraternidad no será signo de “reconciliación”, como quisiera la tesis del “fin de la historia”, sino de la guerra civil. He aquí el fin de la hegemonía de EE.UU. y el principio fáctico de la “guerra contra el terrorismo” que, asumido por los todos los gobiernos del planeta como un dispositivo orientado a impedir una vida no capitalista, no deja de acecharnos en la actualidad.