No, Marcela Cubillos no es valiente. Es una buena funcionaria del poder

No, Marcela Cubillos no es valiente. Es una buena funcionaria del poder

Por: Francisco Mendez | 07.09.2019
Cubillos es una buena funcionaria. Es la eterna empleada del mes de una construcción política que dice no serlo. Su rostro impenetrable y frío es un escudo fiel, férreo, que le sirve para disfrazar de “sentido común” iniciativas que intentan deshacer todo lo realizado en la administración anterior. Pero para eso solo se requiere comodidad, quedarse tranquila bajo la seguridad que da creer estar cumpliendo con lo que es correcto, sin que medie raciocinio alguno. Preguntarse cosas es más peligroso, complejo y requiere una osadía que ella no tiene.

Una vez presentada la acusación constitucional en contra de la ministra de Educación Marcela Cubillos, desde el oficialismo y el gobierno salieron a condenar esta iniciativa opositora. Tanto el Presidente Sebastián Piñera como muchos otros personeros alegaban que no había fundamentos para recurrir a esta instancia y que Cubillos estaba siendo castigada por “hacer la pega”. En redes sociales no fue muy diferente, ya que con el hashtag #Cubillosvaliente un grupo de autoridades y otros usuarios de Twitter hablaban del “coraje” de la ministra al tratar de llevar a cabo las contrarreformas.

A la derecha le gusta esto de la valentía y el coraje. Al menos sus miembros hablan bastante de estos supuestos atributos de manera abstracta y sin un ejemplo concreto. En los setenta y ochenta, hay que recordarlo, nos contaban historias de  “valientes soldados” que, en realidad, no hacían otra cosa que, en patota, torturar y asesinar. La valentía no aparecía por ningún lado.

En el caso de la ministra tampoco aparece. La titular de Educación solo ha intentado botar reformas aprobadas democráticamente en el Congreso debido a un capricho ideológico. Tras ella no hay voluntad popular, sino un relato que vio con malos ojos que ciertas cosas fueran cambiadas, o se intentaran cambiar. Su mandato no lo dio esa ciudadanía despolitizada que creyó haber sido despojada, en el gobierno de Bachelet, de una “libertad de elección” que nunca tuvo, sino la obstinada idea que afirma que, aunque no haya pruebas concretas, Chile debe funcionar de una manera porque no es tiempo para matices o cuestionamientos a ciertas lógicas imperantes.

Cubillos es una buena funcionaria. Es la eterna empleada del mes de una construcción política que dice no serlo. Su rostro impenetrable y frío es un escudo fiel, férreo, que le sirve para disfrazar de “sentido común” iniciativas que intentan deshacer todo lo realizado en la administración anterior. Pero para eso solo se requiere comodidad, quedarse tranquila bajo la seguridad que da creer estar cumpliendo con lo que es correcto, sin que medie raciocinio alguno. Preguntarse cosas es más peligroso, complejo y requiere una osadía que ella no tiene.

Sí, porque aunque se crea lo contrario, personajes como la ministra o José Antonio Kast no conocen la palabra osadía, ni saben qué significa arriesgarse. Por más que digan frases fuertes, y que sus formas escandalicen en un país demasiado eufemístico, lo real es que no defienden otra cosa que lo que ha estado impuesto desde el retorno de la democracia. Son personas que están convencidas de estar contribuyendo al debate, cuando lo único que hacen es defender que este no exista.

Nunca habrá rebeldía ni arrojo cuando, tras recursos retóricos vistosos, lo que estás haciendo es tratar, de todas las formas posibles, que todo quede igual a un orden establecido desde el poder del capital. Quienes han levantado sus voces y se han mostrado duros, produciendo gran excitación entre quienes creen estar siendo parte de “algo nuevo”, solo son los defensores de las viejas estructuras, aunque estas sean camufladas. Son rebeldes reaccionarios.

Marcela Cubillos no corre un riesgo real. Si sale de su cargo, es bastante obvio que la prensa oficial descubrirá en ella características heroicas, por lo que no veamos futuros mártires donde solo hay eficientes funcionarillos de la hegemonía imperante.