Papelucho gay en dictadura
Tengo una pistola en mis manos. Una pistola con cinco balas. Es un bello revólver, con brillo, con estilo, se ve mejor como adorno que como arma real. Se supone que tengo que disparar esta arma si hoy algo sale mal. Tengo dieciséis años y un arma en mis manos. Me miro al espejo y me veo bien con esta arma, pero se supone que soy de los buenos y no de los malos.
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Me dicen niño elefante y no recuerdo el golpe militar. Mis padres nunca quisieron hablar de ese día. Todo fue como si hubiesen censurado la película más importante de sus vidas. De los años setenta no sé mucho, sólo que hubo un golpe de Estado, que Allende murió y mucha gente cayó detenida, desapareció y a otros los patearon de Chile.
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Siempre me imaginé como un Papelucho-raro, Papelucho-elefante, Papelucho-monstruoso, Papelucho-marica, palabra que nunca quise decir pero que los otros solían decir de mí. Ese Papelucho que deseaba ver y leer no existía, pero algo me señalaba que era yo mismo. Ese niño elefante se hizo real con la injuria en el cuerpo en medio de la violencia cotidiana de un pequeño país al sur del mundo.
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Creo que el golpe lo borré a propósito, mi memoria de elefante no funciona con el golpe, no funciona con el once, no funciona con la voz del Chicho hablando desde la Moneda. No funciona con nada que huela a golpe.
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Con los años la hoz y el martillo fueron desapareciendo de mi carné como de mi vida. Eso sí, el corazón me quedó rojo y anarquista, creo que por mamá y papá, aunque ahora pienso que fue una generación sin seguidores. Yo no soy su hijo político, soy un elefante melancólico y con rabia, un Papelucho en dictadura. Me cuesta todo y a nadie le puedo decir ese secreto, el maldito secreto que guardo en mi cabeza rodeado de estas dos orejas grandes que me rodean.
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Ser hombre o ser mujer, ser hombre queriendo a un hombre, ser mujer queriendo a una mujer, ser niño queriendo a un niño, ser niña queriendo a una niña. El mundo debería ser más fácil, más simple, como estas ecuaciones que armo en mi cabeza con estas dos orejas grandes que ya vuelan y que nadie podría imaginárselas en un adolescente.
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Tuve sexo con el hombre nuclear ocho veces sin parar. Obvio que las pajas fueron todo el sexo que tuve con Steve Austin, que a esas alturas era agente de la CIA y trabajaba para la nasa, eso significaba que mis compañeros de la Jota me habrían mirado con repudio verdadero al saber mis deseos más profundos. Pero como esa operación sólo quedaba en mi mano y en mi cabeza, ahí la revolución no entraba, quizás más adelante comencé a pensar que la revolución también debía meterse en la cama y pelear por las obsesiones o sueños de cada uno.
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Las protestas en Pudahuel eran lo más parecido que recuerdo a una revolución como la francesa o la rusa. Aunque simpatizaba más con los rusos que los franceses que son tan alambicados. Los rusos habían llegado a mi vida cuando mi papá me regaló un libro amarillento y tedioso que se llamaba Así se templó el acero*. Muchas veces me preguntó por el libro, le dije que era de maravilla, que la revolución rusa era un ejemplo. Mi padre quedó emocionado y le brotó una alegría comunista por mí para toda su vida. El libro me aburrió. Él no sabía que prefería leer Linterna Verde, El Manco, Mampato o coleccionar Chile en la Prehistoria o buscar las viejas revistas pornográficas de mis tíos alcohólicos.
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En el partido y la jota me dijeron que debía inscribirme e ingresar al servicio militar. No estuve de acuerdo. Luego insistieron que era necesario para que la revolución triunfara en el año decisivo de la política de rebelión popular* y bla-bla-bla-bla. Lo seguí pensando varias semanas. Luego me fui a inscribir no tan convencido. En la fila, con una hilera de futuros pelaos como yo, me arrepentí. No quería ser militar ni por el partido ni por la revolución ni por nadie. Le dije al médico que vivía con mi abuela y que no deseaba dejarla sola. El médico me miró incrédulo, luego le hice un gesto bien maricón con las manos en las caderas. En segundos miró convencido y les dijo a unos pelaos asistentes que yo no podía ingresar al Ejército de Chile por ser homosexual.
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Anoche me he quedado conversando horas y horas con el fantasma de Rodrigo Lira. Me dice que la poesía de Enrique Lihn es una ecuación oscura. A ese Enrique Lihn no lo conozco, le digo algo molesto. Apenas he leído a Neruda y Roque Dalton. Parra me gusta, pero lo que escribe Rodrigo es un mundo confuso y matemático. No puedo explicarlo. Hay tardes enteras en que él se sienta en la cama en silencio mientras escribo. Veinte veces me ha dicho que tengo que volverme loco para imaginarlo todo. Hay días que lo entiendo y en otros momentos no. Cuando tenga veinte años lo entenderé.
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Anochece. Estoy en un asiento de madera en un parque sin nombre cerca de mi casa en Pudahuel. Hace frío y como es habitual los asientos son incómodos, saco un cigarro de mi chaqueta de cotelé. No fumo casi nada, pero ahora quiero intentar hacer algo con las manos. Me siento incómodo si no tengo un libro, un cigarro o un arma. Pero recuerden que el arma es sólo por estilo.
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El triunfo del No fue una patada en la guata, imaginaba que Pinochet saldría altiro, al otro día, pero fue muy extraño para mí que se quedara por un año más cuando todo Chile ya le habíamos dicho que NO. Finalmente nos habían engañado a todos. Mi juventud navegaba con un No y un engaño colectivo. Vi un mar de papeluchos mirando al centro de Alameda ingenuamente. Un mar de papeluchos y papeluchas fueron enviados para la casa. Mi abuela me dijo: Ya se arreglaron los bigotes, hijo.