Todas las vidas del Gato Gamboa
Escribo esto a propósito del fallecimiento de Alberto Gamboa. Con gratitud, no puedo dejar de recordar que el Gato fue la primera persona que me encargó escribir una columna de opinión. Fue en febrero de 1974, para el diario mural “Chacabuco ‘73”. Entonces -yo todavía no egresaba de la enseñanza media- no imaginé que luego me pediría otras columnas para Fortín Mapocho y que trabajaríamos juntos en Topaze y La Cuarta. En fin, el azar nos hizo coincidir en diversos momentos y lugares. Un privilegio que no me correspondía. Por ello esta columna, la última que me pide el querido Gato Gamboa. Porque, a pesar de las autorreferencias iniciales, se trata de él: un colega mayor, un amigo, que fue distinguido merecidamente con el Premio Nacional de Periodismo.
Fueron intensas todas las vidas del Gato Gamboa, cuyo apodo probablemente se debió a sus ojos, sus mostachos y quizás qué otra cualidad felina. A veces, dicen, caía parado; en todo caso nunca fue -lo decía él mismo- un “gato de chalet”. Entre sus pellejerías -riesgos de la profesión- estuvo unas veinte veces preso por querellas contra Clarín, diario que dirigió hasta el 11 de septiembre de 1973. Antes de llegar a Clarín fue reportero –junto a Manuel Cabieses y José Gómez López- en Última Hora. De ahí pasó a La Gaceta. Fue en Clarín, “firme junto al pueblo”, donde hizo memorables titulares de primera plana que caracterizaron el diario que dirigió durante doce años y que llegó a tener una circulación -en promedio- de 350 mil ejemplares los domingos.
Fue director de Clarín hasta el día del golpe, cuando el diario fue cerrado y confiscado por la dictadura militar; sus instalaciones incluso fueron utilizadas como lugar de torturas y detenciones ilegales. Clarín se había ganado el odio de la derecha, que no soportaba –entre otras cosas- la ingeniosa mordacidad de sus titulares. Una de las represalias fue la detención de su director, en el Estadio Nacional y Chacabuco; prisión -esta vez sin querellas- que le dejó marcas profundas, inolvidables. Las secuelas familiares, el sufrimiento del escarnio, el maltrato físico, el recuerdo de la tortura. Pero también, la oportunidad de resistir, junto con sus colegas periodistas –Ibar Aybar, Manuel Cabieses, Guillermo Torres, Rolando Carrasco y otros- construyendo un diario mural que fortaleció la identidad de la comunidad prisionera. En él, no faltó una mano de gato que hiciera un consultorio sentimental humorístico y picaresco firmado por un Profesor Nitrato que recordaba demasiado al de Jean de Fremisse del diario Clarín.
Novela de la vida real
En 1984 tuvo la oportunidad de contar la historia de su prisión política y el titular de su propio libro debía ser sensacional. Un viaje por el infierno, es propio de un reportaje que invita a seguir diversas peripecias que, adelanta, tienen un término: el protagonista pudo regresar para contarlo.
El libro aparece por entregas semanales en agosto y septiembre de 1984. En esos días el ministro del Interior es Sergio Onofre Jarpa, nacionalista fundador de Renovación Nacional. La cesantía llega al 30%, hay jornadas de protesta; en La Victoria una bala de carabineros mata al sacerdote André Jarlan. Se publica una lista de cinco mil chilenos que tienen prohibición de regresar al país. Hay, a pesar de todo, un frustrado diálogo gobierno-oposición; instante de “apertura” que toleró la audacia del periodismo de entonces que hizo denuncias y debió soportar clausuras y amedrentamientos. Entre sus atrevimientos está la serie “Testimonios” de la revista HOY, que se inicia con el libro de Alberto Gamboa. Es un momento enrarecido. Según la dictadura había “peligro de perturbación de la paz interior”. Y no se refería a sus problemas de conciencia.
Como la memoria es frágil y cambiante, recordemos que hasta 1983 para editar un libro era obligatoria una autorización del Ministerio del Interior. Antes de que pasara un año del levantamiento de esa restricción -Decreto Exento del Ministerio del Interior Nº 262 de 1983- la revista inició la entrega de “Los libros de HOY”. Era una oportunidad. Y un riesgo. A modo de los antiguos folletines la “novela de la vida real” se editó por entregas. Es decir, al inicio no se sabía cuántos de los cuatro capítulos planificados podrían llegar a los quioscos; cuándo el gobierno ordenaría la suspensión de la publicación; hasta qué punto la revista resistiría las presiones; hasta dónde la autocensura y los consejos legales harían inviable seguir escribiendo el libro. En tanto, el autor del libro tuvo un requerimiento de la justicia militar, con encargatoria de reo. Gamboa debió volver adonde había estado Clarín, ya que ahí mismo funcionaba la fiscalía. La querella se hizo eterna. La revista, por su lado, al poco tiempo estuvo sujeta a censura previa, debiendo entregar su material para el visto bueno de la Dirección Nacional de Comunicación Social (Dinacos). El gobierno prevenía así que HOY le pasara otro Gato por liebre.
Por otro lado, la forma de distribución del libro tampoco aseguraba que todos los lectores tuvieran acceso a los cuatro tomos. Hasta hoy es posible encontrar en las ferias alguno suelto, pero difícilmente la obra completa con sus cuatro partes. El libro fue un “regalo” en el sentido de que se entregaba gratuitamente junto a la revista y que cubría una necesidad de conocimiento muy sentida, especialmente de gente desvinculada de las organizaciones políticas. La demanda se notó en la circulación de la revista que llegó a superar los cien mil ejemplares. Es decir, fue un libro que además afrontaba con un “libro para leer” (así decía la promoción) lo que se llamó “el apagón cultural”. Contar públicamente la experiencia de los presos políticos estimulaba a que otros lo hicieran. Y se perdía el miedo de abordar un tema de conversación que seguía siendo soterrado. El libro era legal. Había permiso para leerlo. Estaba en los quioscos. No era clandestino. Despertaba menos temores. Además era un libro de bolsillo, fácil de guardar, que amplió el arco de posibles lectores de un testimonio.
Además del público que encontraba en el libro el reflejo de su propia historia, Un viaje por el infierno llegó a un lector que en los primeros momentos de la dictadura había sido obsecuente con el régimen. El libro no lo distribuía un medio de izquierda, debilitando la barrera de escepticismo que llevaba a que muchas personas que habían sido opositoras legítimas al presidente Allende dudaran de la verdad de las víctimas, desconfiaran de la historia de los vencidos y fueran incrédulos respecto de esta dimensión de la derrota ajena. En el contexto político, la colección estaba inserta en el discurso que promovía la reconciliación y el diálogo. El libro nos cuenta, como bien dice Mauricio Carvallo presentando el primer tomo, “lo que ignorábamos –o queríamos ignorar- cuando hacíamos una existencia normal, mientras a ellos les cambiaban sus vidas”.
¿Qué se ignoraba y muchos siguen ignorando? Hay cuatro aspectos, que Alberto Gamboa ilustra con envidiable sencillez, que a mi juicio sintetizan el paso por el Estadio Nacional y Chacabuco. El enfrentamiento con la violencia contra nuestros cuerpos; el trato degradante con escarnio; la incertidumbre; y la capacidad de resiliencia de los prisioneros. Al Gato Gamboa lo torturaron sin decir basta; del Velódromo volvía a los camarines literalmente en calidad de bulto. Al Gato Gamboa, lo humillaron cortándole uno solo de sus dos mostachos característicos para que fuera el hazmerreir de quienes lo humillaban. El Gato Gamboa vivió en Chacabuco la tortura que ahí se llamaba incertidumbre; donde nadie sabía cuál iba a ser su suerte al final de la tarde. Y en esas situaciones, los prisioneros se organizaron y enfrentaron la adversidad con solidaridad, enseñando y aprendiendo, riéndose; con poesía, música y artesanía. Haciendo lo que cada uno sabía hacer y compartiéndolo. El Gato Gamboa hacía en Clarín el gracioso consultorio sentimental del Profesor Jean de Fremisse, en Chacabuco hacía el del Profesor Nitrato, en un diario mural manuscrito como aquellos en que empezó a hacer periodismo en el Liceo Lastarria. La precariedad no impidió que siguiera haciendo humor y periodismo.
Paradójicamente, existen beneficios de la censura. Obliga a aguzar el ingenio para eludirla y a encontrar nuevas estrategias de escritura para aludir a los temas prohibidos. La memoria del horror pudo cubrir los cuatro tomos del libro. Y más. Pero la situación de amenaza en que fue escrito favoreció una estrategia de eufemismo y litotes, que le dio paso a un aspecto de los testimonios que es poco requerido por la justicia y la política: la cotidianidad que revela cómo, a pesar de todo, los prisioneros enfrentaron la adversidad y demostraron una capacidad de resiliencia notable. Aquello se cuenta principalmente mediante anécdotas que no pueden relatarse sin humor, sin autoironía y sin reconocer esa parte ridícula que todos tenemos. Esa convivencia Alberto Gamboa la cuenta bien, confiando en que el lector completará el cuadro sin perder de vista el contexto de cautiverio, dolores e incertidumbre en que pudo desarrollarse un ambiente de fraternidad inolvidable.
A la construcción de un ambiente social positivo, propicio a la resiliencia, Alberto Gamboa aportó su humor, su bonhomía, su sentimentalismo. Su espíritu amistoso y pícaro. Su capacidad para llegar a la gente sencilla. Su habilidad política. Contribución que se potenció con la de muchos otros que hicieron comunidad. Tal vez la situación de escritura y edición del libro permitió privilegiar estos aspectos, que en otra situación habrían sido eclipsados por la denuncia de más atrocidades (que, lamentablemente, no dejamos de seguir conociendo). Quizá, en plena libertad de expresión, el Gato habría mantenido de todas maneras este punto de vista que humaniza, al fin de cuentas, lo que él llamó el infierno.
El solo hecho de haber publicado este libro bajo dictadura, en las circunstancias mencionadas, ya es un gran mérito; distinto al haber publicado en el exilio o después de la dictadura. El riesgo, el punto de vista y la situación de lectura hacen la diferencia. Se escribió y publicó, además, antes de que hubiera comisiones Rettig y Valech; antes de que se recuperara la democracia. La memoria requiere coraje y debe ser oportuna. Puntualmente, Un viaje por el infierno responde al llamado que siente el reportero: vive la noticia y después la cuenta. Así actuó Alberto Gamboa. Que otros la interpreten. Es reportaje, crónica, autobiografía. Curiosamente los editores le llamaron “novela de la vida real”, pero no es ficción. Es un testimonio, una escritura de la memoria.
El libro de Gamboa, entonces, testimonia de hecho dos momentos de la dictadura: la prisión inmediatamente después del golpe, que es el asunto que trata; y la situación en que el mismo libro es editado, durante la dictadura plenamente instalada de los años ochenta. Es un aporte a la memoria referida a las violaciones de los Derechos Humanos y a las sobrevivencias; también a la historia del libro chileno y del periodismo nacional.
Alberto Gamboa estuvo un año y diez días preso. Mucha agua barrosa -y sangre- ha pasado bajo los puentes en estos años: el plebiscito de 1988 (“¡Corrió solo y llegó segundo!”, tituló el Gato en Fortín Mapocho), los gobiernos de la Concertación y, ahora, el regreso de la derecha a La Moneda. Han quedado, sin embargo, algunas verdades establecidas que ya nadie puede desmentir. Horrores que nunca debieron suceder y solidaridades que enaltecen al ser humano. Este libro de Alberto Gamboa contribuye a que la verdad –que muchos insisten en desconocer en un negacionismo inmoral- se siga extendiendo para que nunca más se repitan las injusticias que él y miles de personas sufrieron; entre ellas las que nunca pudieron compartir su testimonio. Por ellas hablan los testigos y los ecos de estas páginas. Es un legado que nos deja Alberto Gamboa, quien vivió casi un siglo y siempre será recordado con afecto, admiración y –por mi parte-– con gratitud porque tal vez, si no fuera por él, no estaría escribiendo una vez más una columna de opinión.