Aventuras en el Antropoceno: para los geólogos del futuro
Vivimos en tiempos trascendentales, literalmente. Los cambios causados por la humanidad en las últimas décadas han alterado nuestro mundo a una escala inigualable a lo experimentado en sus 4,5 mil millones de años de historia.
Nuestro planeta está cruzando una frontera geológica y nosotros somos los causantes de este cambio. En millones de años, una franja en las capas rocosas de la superficie de la Tierra revelará nuestra huella humana, tal como podemos evidenciar las impresiones de los dinosaurios en las rocas del Jurásico, o la explosión de vida que marca el Cámbrico o las huellas del retroceso de los glaciares del Holoceno.
Nuestra influencia se desplegará en la extinción masiva de especies, cambios en la química oceánica, pérdida de bosques, crecimiento de desiertos, represamiento de ríos, retroceso de glaciares y hundimiento de islas. Los geólogos del futuro lejano notarán, en los registros fósiles, la extinción de muchos animales y la abundancia de especies domesticadas, la huella digital química de materiales artificiales, tales como latas de aluminio de bebidas y bolsas de plástico, y la huella de proyectos como la mina de Syncrude en las arenas petrolíferas de Athabasca, en el noreste de Canadá, que mueve 30 mil millones de toneladas de tierra cada año, el doble de la cantidad de sedimento que fluye por todos los ríos del mundo actualmente.
Los geólogos llaman a esta nueva época el Antropoceno, reconociendo que la humanidad se ha convertido en una fuerza geofísica a la par con los asteroides aplastantes y los volcanes que cubrieron el planeta en eras pasadas. La Tierra es ahora un planeta humano. Nosotros decidimos si mantener o eliminar un bosque, si los pandas sobrevivirán o se extinguirán, cómo y dónde fluye un río, incluso la temperatura de la atmósfera. Ahora somos el animal más numeroso en la Tierra, seguidos por los animales que hemos criado para alimentarnos y servirnos. Cuatro décimas partes de la superficie del planeta se utilizan para producir nuestros alimentos y controlamos tres cuartas partes del agua dulce del mundo.
Es un momento extraordinario. En las zonas tropicales están desapareciendo los arrecifes de coral, el hielo se derrite en los polos y los océanos se van quedando sin peces a causa nuestra. Se están hundiendo islas enteras bajo los mares, así como aparecen nuevas tierras en el Ártico.
Durante mi carrera como periodista científica, tuve que prestar mucha atención a los informes sobre los cambios en la biósfera. No había escasez de investigación. Llegaba un estudio tras otro a mi escritorio, describiendo cambios en las migraciones de mariposas, las tasas de derretimiento glacial, los niveles de nitrógeno del océano, la frecuencia de los incendios forestales… todos unidos por un tema común: el impacto de los seres humanos. Hablaba con científicos que describían las muchas y diversas formas en que los humanos estaban afectando al mundo natural, incluso al tratarse de fenómenos físicos aparentemente impermeables como el clima, los terremotos y las corrientes oceánicas; y predecían cambios aún mayores. Los científicos del clima que rastreaban el calentamiento global hablaban de sequías, olas de calor mortales y gran elevación del nivel del mar. Los biólogos de la conservación describían el colapso de la biodiversidad a un nivel de extinción masiva, los biólogos marinos hablaban de ‘islas de basura plástica’ en los océanos, los científicos espaciales celebraban conferencias sobre qué hacer con toda la basura que amenazaba a nuestros satélites, los ecologistas describían la deforestación de la última selva tropical intacta, los agroeconomistas advertían acerca de la extensión de los desiertos sobre los últimos suelos fértiles. Cada nuevo estudio parecía recalcar cuánto estaba cambiando nuestro mundo, convirtiéndose en un planeta diferente. La humanidad estaba sacudiendo a nuestro mundo, y a mí, como a otros que reportaban estas historias a personas en todo el planeta, no nos quedaba ninguna duda sobre nuestra responsabilidad por la crisis ambiental. Era profundamente preocupante y, a menudo, abrumador.
Mientras seguía las últimas investigaciones, oí un montón de predicciones acerca de nuestro futuro en la Tierra. Pero, al mismo tiempo, también escribía sobre nuestros triunfos en ella, el genio de los seres humanos, nuestros inventos y descubrimientos, sobre cómo los científicos estaban buscando nuevas formas de mejorar las plantas, evitar la enfermedad, transportar la electricidad y crear materiales totalmente nuevos. Somos una increíble fuerza de la naturaleza. Los seres humanos tenemos la capacidad de calentar el planeta aún más o enfriarlo derechamente, de eliminar las especies y diseñar otras totalmente nuevas, esculpir la superficie terrestre y determinar su biología. Ninguna parte de este planeta está intacta –hemos trascendido ciclos naturales, alterado los procesos biológicos, físicos y químicos de la Tierra–. Podemos crear una nueva vida en un tubo de ensayo, resucitar una especie extinta, hacer crecer nuevas partes del cuerpo a partir de células o construir reemplazos mecánicos. Hemos inventado robots para que sean nuestros esclavos, computadores que funcionan como extensiones del cerebro, y un nuevo ecosistema de redes comunicacionales. Hemos cambiado nuestro propio camino evolutivo con avances médicos que salvan a personas que de otro modo morirían en la infancia. Hemos superado las limitaciones que restringen a otras especies, al crear entornos artificiales y fuentes externas de energía. Hoy en día, un hombre de 72 años tiene la misma probabilidad de morir que un cavernícola de 30. Tenemos poderes sobrenaturales: podemos volar sin alas y sumergirnos en el agua sin branquias, podemos sobrevivir a enfermedades mortales y ser resucitados después de la muerte. Somos la única especie que ha salido del planeta y visitado la Luna.
Darnos cuenta de que ejercemos este poder planetario requiere un cambio de perspectiva bastante extraordinario, que principalmente derribaría los paradigmas científicos, culturales y religiosos que han definido nuestro lugar en el mundo, en el tiempo y en relación con otras formas de vida conocidas.