Aborto libre, maternidad sin causales
Por todo lo acontecido hasta el día de hoy, considero que a este gobierno no le importa que las mujeres aborten: el problema es que conquisten el derecho a abortar. Hoy más que nunca, este debate se potencializa en tanto estamos asistiendo a la construcción de un sistema democrático incapaz de articular estado y sociedad civil.
¿Existe realmente un derecho a ser madre?¿Tenemos todas las mujeres la posibilidad de elegir con libertad si queremos o no vivir la experiencia de la maternidad?¿Quiénes piensan hoy en Chile la feminidad por fuera de lo materno?
Si la noción de derecho social supone la posibilidad de acceder a condiciones económicas y sociales que garanticen una vida digna, igualitaria, libre y justa, entonces el aborto debe consagrarse como un derecho por cuanto es capaz de intervenir una determinación biológica que implica que las mujeres a veces nos embaracemos al tener sexo con un hombre y no viceversa.
Y si la principal fuerza que mueve al pensamiento científico es la de abrir horizontes materiales de existencia que nos conduzcan hacia la autonomía y la libertad de manera igualitaria, pues bienvenidas sean las intervenciones de la ciencia. Entonces, las opiniones valóricas, morbosas y místicas en esta discusión no deberían ser admisibles de ninguna manera, menos su objeciones de conciencia, sencillamente porque la pregunta por el origen de la vida está en otro orden. Que un cuerpo tenga la posibilidad de la reproducción fisiológica no significa que la maternidad sea una característica anatómica ni el embarazo, ni todas sus consecuencias, situaciones autopeyéticas. Aunque esto parezca obvio, hay quienes subvaloran la participación masculina en este y casi todos los ámbitos de eso que el patriarcado y el capitalismo han escindido del trabajo productivo y nombrado como “labores reproductivas”.
Hay incluso hasta hoy sectores que ni siquiera admiten la separación que existe entre sexualidad y reproducción. Es que este delirio pro-vida no busca únicamente clasificar y conservar todo aquello que se considere algo vivo, que potencialmente pueda devenir en vida humana, bajo la condición que tenga “lo vivo” sino también bajo aquella que posea quien sostenga y cuide a lo vivo. Solamente un gran perverso puede promover que este tipo de deseos se conviertan en ley social. Escuchar a un pastor evangélico o a un cura católico en el congreso de una república laica, intentado dar argumentos para justificar su oposición al aborto, es un cuadro únicamente gracioso que citaremos como un anécdota para recordar lo cuestionable que fue la laicidad de nuestros estados y para darle un poco de humor a la larga historia de la lucha por el aborto libre en América Latina y el Caribe.
¿Qué es la vida por fuera de la experiencia? Es absurdo que se otorgue a un embrión la naturaleza jurídica que tiene una persona, puesto que es la experiencia justamente lo que hace la diferencia entre una cosa, un animal y un sujeto. Está bien, una “cosa con categoría especial” para que la familia Angelini no se ponga a vender embriones a destajo. Es que tenemos tan sobrevalorada la vida y disociada de sí misma, como si fuese posible separarla del contexto que la determina. Por supuesto que importa la condición en que se viva, en cómo se está en el mundo y cómo la vida de alguien que no deseamos, y que depende de nosotras para consolidarse, puede condenarnos a una vida que no queremos. Terminar con un proceso gestacional no puede limitarse a la inviabilidad de un feto, porque no me cabe ninguna duda que es peor tener que cargar con hijo no deseado durante al menos unos 18 años.
Estas tres figuras que nos permiten abortar de manera lícita hoy en Chile reactualizan con una contundencia que es grosera la degradación y subvaloración de la vida de las mujeres en tanto que su legalidad de alguna manera contiene, por un lado, la idea de dejarnos morir por una cosa de categoría especial que quizás se convierta en persona a costa de nuestra muerte y, por otro, la condena de parir –y comúnmente criar- a un sujeto que tiene la mitad de la información genética de nuestro violador, pero no nos quitan el rango republicano de incubadoras. Creo la verdad que deberíamos más que agradecer, demandar al Estado por otorgarnos la posibilidad de abortar para seguir viviendo y la de terminar con la particular experiencia vital de un embrión si éste es consecuente de una violación (que entre todas las consecuencias que genera una agresión de esta magnitud, considero por cierto, es la de más fácil borradura).
¿En qué planeta de mierda vivimos para que existan personas que tengan interés en obligar a una niña de 10 años a parir un feto que será su medio hermano como pasó en Salta este año, en Aysén el 2011 con una niña de 11 años y en Atacama el 2013 con una de 12? ¿Qué categoría especial puede estar por sobre la vida de una chica que ha sido violada sistematicamente por su padre? Ninguna, aunque el embrión se convierta en feto, el feto en recién nacido y el recién nacido llegue a jugar a las bolitas.
La ley en tres causales restringe el acceso a derechos humanos que son considerados básicos porque limita nuestra autonomía y nos despoja de una decisión que es privada. En un país experto en privatizarlo todo, el cuerpo de las mujeres quiere hacerse público. Aquí se está hablando de política y no de la ley moral de Dios como sucedía en el reino que habitaba Jaime Guzmán, se trata de cómo se ha impuesto un modelo de maternidad obligatorio que ha esclavizado a las mujeres, condenándolas a ejercer distintos tipos de labores en silencio. Un silencio que se deriva de varias condiciones de opresión objetivas y subjetivas y de la relación entre éstas. Quizás la más compleja se desprende de la gran sanción moral que la religión y el Estado han impuesto sobre formas no hegemónicas de comprender la familia, la sexualidad y lo femenino. El amor, la culpa y el sufrimiento que organizan esta moral probablemente han convivido con todo tipo de mujeres, con cada uno de sus abortos, razones y afectos. Deberíamos por eso exigir el pago de una deuda histórica, que se duplique o triplique según el grado de pobreza y segregación cultural que se tenga. Al menos deberíamos ponerle un buen nombre a esta idea de acumulación ¿originaria? de la deuda.
Hace un tiempo leí la siguiente frase: “el hecho de ser creyente no obnubila la razón ni la capacidad de pensar, muy por el contrario, la exige y la promueve”, una afirmación de gran contradicción lógica que me parece muy útil para caracterizar parte del problema que hoy enfrenta la discusión sobre el aborto por causales. Es la transparencia que cierto tipo de proclamaciones poseen para enunciar con contundencia todo lo contrario a lo que dicen. Nunca pensé que iba a citar a un arzobispo, menos a Fernando Chomalí, público vocero antiaborto, encubridor de Karadima y opositor del matrimonio igualitario, pero esta gran falacia lógica lo amerita. Despenalizar fragmentariamente algo que es ilegal es reafirmar su carácter ilícito y no corresponde precisamente al reconocimiento de un derecho. ¿Se le ocurren con facilidad actos punitivos que sean legales bajo ciertas condiciones? A la hora de revisar el aparato normativo que rige a una república democrática del primer siglo del tercer milenio, lo mínimo que espera la crítica feminista actual es que esta revisión sea capaz de sancionar drásticamente los imperativos de deshumanización propios de la familia patriarcal establecidos en Chile por el Código Civil de 1855 y las formas en que prevalecen. Es por esta razón que se vuelve una obligación terminar efectivamente con la criminalización del aborto hecha por el código penal de 1874, por el código sanitario de 1931, y por cada una de sus reformas, que hoy estas tres causales reactivan.
El aborto es una práctica que ha sido imprescindible a lo largo de la historia humana y ha estado presente como un método de control de la natalidad en muy diversas sociedades. ¿Por qué no se ha considerado un derecho consuetudinario? Ignorar este aspecto le agrega al androcentrismo legal su carácter etnocéntrico y colonialista. El aborto al mismo tiempo es un acto que se comporta hasta hoy, en palabras de Alejandra Ciriza, como un crimen de clase. La historia del control de la natalidad es parte de la lucha de clases y de la trama de un feminismo que no se reduce de ninguna manera ni a la heterosexualidad ni a las mujeres. Es que la lucha por el aborto no es un asunto de mujeres, así lo entendieron los organismos de cooperación internacional y las feministas que terminaron institucionalizando/despolitizando los problemas de género y vea en lo que terminaron. La lucha por el aborto libre es contra el modelo de familia patriarcal y contra la precarización de la vida capitalista.
El aborto hoy debe ser un acto libre que procure soberanía y autodeterminación sobre el cuerpo, al igual que el acceso a una educación sexual y anticonceptiva no sexista. Educación sexual que no se limite a la reproducción y que eduque a la población por ejemplo ante la necesidad de que los hombres tengan chequeos andrológicos periódicos.
¿Hasta cuando tendremos que explicar que no preferimos abortar en vez de utilizar algún tipo de anticoncepción?, ¿que el placer no lo encontramos precisamente en el ejercicio del aborto sino en la justa adquisición de un derecho que consideramos fundamental ¿Hasta cuando explicaciones? Si el aborto se limita a tres causales, o a veinte, entonces la maternidad seguirá siendo un imperativo social segregacionista y no un derecho al cual se pueda optar libremente. Es una ley que subordina la decisión de las mujeres y concede autoridad a otros para que decidan, sometiéndonos a constataciones médico-legales que muchas veces están intervenidas por opiniones y creencias personales de las autoridades de turno en los recintos hospitalarios, como parece ser el caso de la muerte este año de Estefanía Cabello en el Hospital de Curicó.
Y aunque el aborto en tres causales, autorización de otros mediante, puede salvarnos la vida, salvarnos de la condena de tener que producir/parir/criar/amar/ al hijo de un violador y puede ahorrarnos la experiencia de tener metida en el útero una cosa inviable, todo esto está más cerca de la caridad que de la emancipación política. Simplemente porque no tiene nada que ver con lo que las feministas exigimos desde hace tanto tiempo. Es que no queremos sobrevivir, queremos elegir con plenitud cómo producir nuestras vidas de manera autónoma y justa. Luchamos porque el aborto libre permitirá que nuestras sociedades se transformen en lugares menos agresivos y porque significará una oportunidad para terminar con la maternidad obligatoria, y todo esto es imposible en los márgenes neoliberales del patriarcado.