Rusia 2018 y la tiranía del gol
Una de las ventajas de pertenecer a una familia de inmigrantes es que cuando el equipo de la tierra natal no clasifica a alguna competencia internacional, se tiene doble, triple o cuádruple chance de tener un favorito. En mi caso, cuando se trata del Mundial de fútbol la sangre siria se repliega circunstancialmente en el espacio gozoso del ritual gastronómico para dar paso a la porción que más alborotadamente bombea, la sangre croata. A partir de ahí, la tela cuadrillé en rojo y blanco se convirtió en el filtro con el que miré cada uno de los partidos, sin importar cuán impopular fuera celebrar la eliminación de alguno de los pocos equipos que los comentaristas chilenos reconocen con la arrogancia de quienes, echando por la borda la historia, sólo parecen recordar una reciente y breve época dorada de la Roja.
Poco escuché hablar en la fase de grupos del equipo representante de un país de algo más de cuatro millones de habitantes y de reciente existencia políticamente autónoma. Silenciosamente Croacia comenzó a mostrar que, a pesar de la evidente superioridad futbolística de un par de jugadores, la clave de sus victorias fue la asociación articulada mezclando pases cortos en el medio campo con pases largos en dirección vertical y haciendo uso de las bandas que fueron permanentemente recorridas por sus carrileros que se alternaban en la derecha y en la izquierda luego de alguna jugadas ensayadas. Tras liderar el grupo que dejó atrás a una trastabillada selección argentina que, por el contrario, mostró excesiva dependencia de sus individualidades, en un rapto de sorpresa la prensa internacional comenzó a poner atención al equipo de los “ić”. Como es usual cuando no logran avanzar las selecciones con mayor poderío en los anales del fútbol, los espectadores supuestamente especializados se las arreglaron para enfatizar ciertas historias personales hasta convertirlas en fetiches, desdibujando cualquiera de sus resonancias en la configuración política del mundo.
Es así como figuras del progreso comercial como Rolando, Messi, y Neymar fueron desplazadas por figuras como Modrić el sobreviviente y Kante el basurero. Una y otra vez las características del juego colectivo fueron acalladas por el morbo que subyacía en la insistencia en relatos de aires telenovelescos que transformaron toda victoria en hazañas de mérito individual. De este modo, en vez de iluminar el hecho de que dos de las cuatro selecciones que disputaron la semifinal están compuestas en su mayoría por hijos de africanos que han dado su vida por un país que los excluye, o que la selección croata es fiel reflejo de una historia bélica que tuvo aparente término hace veinte años atrás y en cuya cuenta se registra una alta cantidad de muertos, se acentuaron historias de superación como si fueran pruebas de que el éxito sólo depende del buen aprovechamiento de las oportunidades otorgadas. Siempre al interior de dicha lógica de invisibilización, en los tres partidos anteriores a la final el triunfo croata se debió en exclusiva a la valentía de un Modrić que supo sobreponerse a su calidad de testigo del fusilamiento de su abuelo en manos del enemigo, y a una infancia vivida en la miseria de los campos de refugiados. Tanto es así que, en la cadena nacional, escuché al comentarista afirmar, con orgullo, que la entrega del Balón de Oro servía para reforzar un final feliz que el mismo Modrić estaba escribiendo con su exitosa carrera futbolística.
Ya en la final, y con el corazón hinchado de cuadrillé, no pude evitar pensar en si era posible traducir el juego colectivo y el aguante croata en una historia de relación con lo común, precisamente considerando que Rusia fue la sede de esta versión de la Copa del Mundo. Es así como mientras veía el partido intenté desvirtuar el relato de Limónov con el que justifica su apoyo a los corajudos serbios en la novela de Carrère, y el descrédito con el que se quiere pintar al llamado “socialismo de rostro humano” del croata-esloveno, el mariscal Tito; intenté resistirme a calificar de “guerra civil” a la matanza en los Balcanes de la que el mundo fue observador silencioso en los años noventa, y a leer con excesivo entusiasmo la arremetida de Žižek en contra de Milošević, presidente de Serbia en los años ya mencionados. Como si fuera una actualización de aquel nacionalismo que paradójicamente terminó por destruir a Yugoslavia, mi esfuerzo redundó en levantar la bandera tal como me han dicho que lo hacen los croatas que se casan en alguna de las innumerables iglesias que inundan sus calles de adoquines.
Mi admiración por el juego articulado del cuadro croata no logró disminuir a pesar de que los medios intentaron convertir la final en un duelo de superaciones; Kante el basurero vs Modrić el sobreviviente. Dicha operación mostró su opuesto simétrico en las rígidas apelaciones a lo que, según destacados comentaristas, eran paradojas; Mandžukić convirtió el gol más importante de la historia del fútbol de la selección croata, a la vez que metió en la final el autogol que inauguró la desventaja que no pudo ser revertida; Perišić metió el gol que permitió mantener intacta la esperanza de llevarse por primera vez la Copa, a la vez que golpeó enseguida la mano contra la pelota provocando el penal convertido que se sumó a una cuenta que, de ahí en más, fue siempre desfavorable. De este modo, el fútbol se hizo tributario de la misma lógica sigilosamente instaurada por el poder como si de un lado estuviesen los que aprovechan las oportunidades y de otro los que insisten en negarlas.
Lo anterior fue sindicado como la consecuencia natural del triunfo de lo que algunos llamaron, pomposamente, “transiciones rápidas” para describir el juego de la selección de Francia, y lo que a mí me gustaría en cambio llamar “la tiranía del gol” que, dicho sea de paso, funciona de resumen de un Mundial en que vencieron casi todos los equipos que menos tuvieron la pelota. Ante dicho escenario, la postal que quedará en mi memoria será la de Putin como el único que mantuvo seco su traje en medio de un violento torrencial que cubrió la amarga derrota de un equipo que, contra viento y marea, exhibió parte de su historia de asociaciones.