De Rusia con amor: La final

De Rusia con amor: La final

Por: Daniel Noemi | 16.07.2018
De pronto gente en la cancha. Gente que no juega fútbol. Que juega otro fútbol. La inglesa a mi lado me dice parece que son mujeres. La pantalla del estadio no muestra nada. Ya las han agarrado. Pregunto. Nadie sabe nada. Hasta que un rumor raudo rueda: son las Pussy Riot.

La Previa

De Boston a Madrid. De Madrid a Moscú. El avión en Barajas está atrasado. Una hora al menos. Las asistentes de vuelo conversan vestidas de impecable naranja, con sus gorras que parecen barcos de papel, adornados por el logo de Aeroflot que, ahora me fijo, es una hoz y un martillo con alas. Como si el tiempo no pasara. Converso con unos ecuatorianos, padre e hijo, que van, también a la final.

“Decidimos a última hora”, me cuenta el hijo y de ahí pasamos a la inevitable conversación de política de cómo están las cosas. Despotrican contra el gobierno de Correa, admiran el orden chileno. Yo digo que también hay problemas, que los casos de corrupción, los movimientos sociales. El padre sonríe y me dice que la derecha gobierna mejor, aunque él no sea de derechas. No entiendo bien la lógica. Pero ya vamos a abordar, por suerte. Volvemos al fútbol. El padre le va a Croacia. El hijo a Francia.

Anastasia me pregunta qué quiero beber. Con su nombre real –cómo no recordar sus gritos en vano en Sympathy for the Devil de los Stones–, su vestido naranja prístino, zapatos del mismo color, rostro redondo, ojos celestes infinitos, pelo negro que estalla con su palidez siberiana, unos aros de plata, breves rectángulos que caen alargando su silueta, pienso por un segundo que me hubiese podido enamorar de ella, como Bazarov en Padres e hijos se enamora de Anna Sergeyevna… Agua con gas y vino tinto, le digo. El vino es casi imbebible, pero hago un esfuerzo; dos esfuerzos y con el insípido pollo que llega después casi no se siente.

A mi lado, viaja una pareja, hombre y mujer. Son de Bolivia y también van a la final, invitados por una empresa. Les hablo de mis viajes por su país. Él me dice que son de Santa Cruz; y que Santa Cruz es muy distinto al resto del país. Muy distinto. Le cuento que yo siempre he apoyado la salida de Bolivia al mar. Me dice que es una estupidez, que solo es para tener dividendos políticos internos. Además, sonríe, llegado el momento qué vamos a hacer con dos tanques del año de mis abuelos. Pero por lo menos un acceso conveniente, insisto. Mejor hablar de fútbol. No ve futuro para la selección boliviana. Me pregunta qué le pasó a la chilena. Arrogancia, le digo; creerse los mejores cuando recién se empezaba a jugar a algo. Hybris. El gran pecado de los mortales. Asiente. Me dice que entiende. Su mujer mira por la ventana. Comenzamos a descender entre nubes. El avión se mueve. Bastante.

“Es bien sabido que el tiempo –escribe Turgenev en Padres e hijos—a veces vuela como un pájaro; a veces se arrastra como un gusano”. Aterrizamos en Moscú. Llevo más de 24 horas de viaje. Mi cuerpo no sabe qué día es. Son las siete de la tarde. Llego al hotel. Hotel Ucraina se llama. Es el mismo, me entero pronto, en el que se quedó la selección chilena en septiembre de 1973, cuando jugaron contra la Unión Soviética por las clasificatorias al mundial de Alemania (recuerdo: Chamaco, capitán; El Pollo Véliz, Sergio Ahumada y Carlos Caszely en la delantera; y ese par de centrales imbatibles que detuvieron hasta los suspiros: Don Elías y el Mariscal Quintano). Pero esa es otra historia que ya contaré. El pasado no pasa, la presencia de la ausencia y otras vainas.

Decido caminar al estadio. Es una hora, por la ribera del río. Extrañamente tranquilo hasta que llego a la cercanía del estadio. Más que los otros partidos, la final es una fiesta. Una fiesta de disfraces, un carnaval. Las caricaturas de nacionalidades compiten entre ellas, los rostros dibujados, los sombreros, los gorros, las boinas, una corona de rey polaco, las barbas postizas, las banderas flameando. Cosa curiosa: los dos países en la final comparten colores. Yo llevo puesta mi camiseta de México. Recibo varios saludos, un abrazo, quince sonrisas y tres high fives. Pruebo: saco la bandera chilena que llevo en el bolsillo y me la pongo como capa. A ver qué pasa.

Un holandés me pide que le saque una foto con sus amigos. Un suizo, un italiano, una colombiana y él. La colombiana me da las gracias en español: “Gracias, México —dice, pero al ver la bandera, agrega— ¿O Chile?” Respondo, “los dos” y ella queda contenta con mi latinoamericanismo, mientras yo ya veo la silueta del estadio y la estatua de su custodio, inevitable, único: Vladimir, que no el de ahora, sino el de antes. Lenin. ¿Quién quiere Lenin que gane? Está complicada la cuestión. Voy a comprar unas cervezas para alivianar la espera. Converso con un inglés que compró pasaje y entrada para ver a su país en la final: “Putas, la cagué. Pero no me arrepiento. Me temo que los franchutes ganen fácil, 4x1” profetiza mientras recibe sus cuatro chelas y se va con ellas.

Comienza el show; lo mejor que tienen estos ejercicios de kermesse escolar es que son breves. No hay discursos. No hay demasiados cantos. Vamos a lo que vinimos. De pronto llega un grupo de fanáticos del país de la estrella solitaria. Levantan sus banderas y se sacan fotos con el estadio de fondo, con sonrisas impecables. En todas ellas, la estrella alumbra su rededor. Estrella amarilla en fondo rojo; me pregunto qué están haciendo estos vietnamitas aquí. Obvio, lo mismo que yo.

Estoy en el lado francés, me doy cuenta cuando La Marsellesa retumba a mi alrededor. Me siento como en el Café de Rick en Casablanca y casi me emociono por lo de la libertad y eso. Pero ahora es el fútbol: El pitazo inicial.

El Partido

¿Cómo describir un partido? ¿Qué decir cuando todo ha sucedido? Cuando ya nada exaltante… Un momento. El fútbol puede ser poesía. El juego croata son versos largos, reiterados, con una rima constante y consonante; mientras Francia apuesta a la sorpresa, al vacío, a los espacios. Croacia juega mejor. Pero eso da lo mismo. Gol de Francia. Empate y luego un penal que cobró la televisión. ¿En esto se ha convertido el juego? Es para mejor, me dice un italiano –un chico bello como un equívoco o una espera, de unos treinta años— sentado a mi izquierda: No fue penal, pero está bien que la televisión se equivoque, argumenta. La señora a mi derecha, impecablemente inglesa, más sonriente como si no lo fuera, me cuenta que prefiere que gane Francia pero quiere que gane Croacia. La ambivalencia se repite. No es la única. Los azules siguen arriba. Dan tres minutos de alargue.

En el baño a mi lado larga su chorro un francés. En mi francés inventado le pregunto si está contento, su equipo va ganando. Me responde que no, que no han jugado bien, pero que espera que a pesar de todo resulten campeones. Le digo: cuatro a uno, a ver si la profecía del inglés se cumple.

Y con goles de Pogba y Mbappe parece que todo se cumple. Los franceses saltan y se regocijan. Al otro lado, los croatas siguen alentando el espíritu de su equipo que a pesar de todo insiste como si existiese alguna vana posibilidad (como una libélula de posibilidad) de hacer algo, de revertir el partido. Pero todos sabemos que la suerte está más que echada. Por eso el condoro de Lloris no importa tanto (bueno, importa lo suficiente para que después no le den el premio al mejor arquero). Los franceses a mi lado festejan. Todos los demás también. Total esto pasa una vez cada cuatro años y uno está aquí y más vale pasarlo bien. Casi Modric. El mejor jugador del mundial. El flaco que viene de la guerra. Que vio morir a su abuelo. Ese niño es ahora el mejor jugador. (Lo hermoso y lo terrible es que para Modric esta final nunca va a ser más importante que lo que ya ha vivido. Al final esto no es más que un juego. Y la vida…).

Y la vida… De pronto gente en la cancha. Gente que no juega fútbol. Que juega otro fútbol. La inglesa a mi lado me dice parece que son mujeres. La pantalla del estadio no muestra nada. Ya las han agarrado. Pregunto. Nadie sabe nada. Hasta que un rumor raudo rueda: son las Pussy Riot. Sonrisas (yo me sonrío porque tengo una foto de ellas en mi comedor; otros porque demuestra que hay todavía esperanza; pero todos se preguntan cómo carajo fue posible que lo hicieran. Estaba arreglado, sugiere el italiano a mi lado; un inside job apuesta la inglesa. ¿Lo habrá visto Vladimir?, me pregunto yo).

Vida es el jugador croata, rubio, con cola de caballo… Cinco minutos más. El tiempo, vuelvo a Turgenev, un pájaro o un gusano.

O un caracol que llega a su meta: Francia es el campeón del mundo. Abrazos y casi llantos –Vida se sienta sobre el pasto y pareciera que nadie ni nada lo va a sacar nunca de ese lugar. Macron en las gradas salta y grita tanto que parece que de verdad está feliz. Empieza a llover. El primer paraguas cubre solo a Vladimir Vladimirovich. Solo después llega el que cubre a Grabar-Kitarovic. (Mientras tanto, en las tribunas, un presidente acusado de genocida, contempla el espectáculo).

¿Llora el cielo o está celebrando?

La copa es entregada. Los fuegos artificiales. La marsellesa se canta de a pedazos alrededor. A la salida del estadio, entrevistan a unos croatas. Es ella quien habla, se deslengua: “Francia ganó bien, pero no es Francia, si te das cuenta la mayoría de los jugadores no son franceses, son inmigrantes que, claro, ahora es muy importante Camerún, Argelia, Marruecos, Nigeria, y qué sé yo, pero en el fondo les importa un carajo; así, claro, así…”. No es fácil. La lucha continúa. Pero quizá no es el momento. Camino más rápido. Dejo de oír.

Es la hora de volver, oh abandonado. La celebración comienza (el comienzo del fin); será una noche larga, de vinos y quesos, de cervezas y promesas que no se cumplirán. Será una noche más en Moscú: a lo largo del río camino y solo veo un par de parejas de la mano preguntándose sobre el futuro. Ahí, parece que el partido no ha existido (quizá fue en otra vida). Una mujer lee un libro a media luz en un banco. Otra pasa trotando. Más allá un grupo de chicos juega con sus patinetas. Ha parado de llover, pero mis zapatillas están empapadas. Cerca del hotel, revuelve la algarabía. Banderas francesas caminan por las calles. Allez les bleus, sonrío casi sincero. Allez les bleus, susurro, y me quedo mirando el reverberar de las luces en el río Moscú.