De Rusia con amor: No fue penal
Le digo que Messi no convierte penales, que no se preocupe, que todo va a estar bien. Y así sucede. Me sonríe entonces y me hace acordar de una canción de Miguel Mateos: “Una dulce vietnamita escondida en mi armario le quiere explicar…”. Mientras Messi y compañía intentan en vano superar la muralla vikinga formada a punta de sándwiches de ballena, le hablo de mi fascinación por su país (de un viaje por Hoi—An del que tengo aún el recuerdo). Cuando el partido termina, ella y su novio se despiden formales; yo me quedo acabando mi cerveza y esperando el partido de Perú (qué gol de taquito hubiese sido), con mi camiseta de México que me ha ganado el saludo de unos cuantos sombreros y los comentarios indiscretos de algunos rusos.
Esta ciudad embriagada de fútbol y esplendor tardío: sufro el gol danés como si fuese peruano (¿qué será eso? ¿Será, como ser colombiano, un acto de fe?—esto se lo robo, por supuesto a Borges, que fe no tenía mucha o la tenía toda). Si parece que hasta los edificios se han disfrazado con banderas y colores. En una plaza unos brasileños bailan, más allá un inglés melancólico fuma sin cesar y bajo la sombra alargada de un roble un ruso duerme una siesta que tiene más cara de vodka que de cerveza.
En la mañana me arranco de nuevo al Hermitage. Pero al otro. Al nuevo. Donde están los cuadros de colores. Y no hay casi nadie. Las mareas que nublaban a Da Vinci aquí han desaparecido. Tengo a Matisse para mí solo. Una experiencia como pocas, un partido de fútbol único: lo siento, Messi, no da la comparación. En la ciudad de los zares, este estallido de belleza es una muestra (una esperanza) de que el futuro es aún posible.
De vuelta en el bar, discuto con un ruso. El habla en su lengua impenetrable; yo, en mi inglés andrajoso. Pero nos entendemos y desacordamos de todos modos. No fue penal. Que sí fue penal. Que el VAR. Que el Bar. Que la copa. Salud. A tu salud. En ruso suena mejor. El vodka es suave y adormece lento pero seguro (además, no engorda).
Entra un grupo de croatas junto a unos marroquíes resacados. Esto está siendo un poco demasiado para mí. Demasiado fútbol social, demasiadas voces, demasiado ruido. Invito una ronda más (uno siempre comete esos errores) y luego salgo a caminar por estas noches blancas, buscando el ruido del río y el murmullo del viento. Y, quizá, una historia vietnamita perdida en una sonrisa.
Camino por la orilla del Neva. Un poco más allá el lugar donde Catalina la Grande dijo o hizo algo (mi ruso no es muy bueno, no logro descifrar lo que la placa dice); un McDonald´s ruso reverbera, abarrotado de fanáticos y grasa. Se me ocurre entrar, pero no tengo hambre y la idea de pedir una hamburguesa en una cajita con una pelota dibujada no me convence. Continúo. Desde otro local se oyen los himnos nacionales. No puedo evitar pensar en la guerra. Ahora es el turno de las águilas verdes, que visten unas casacas azebradas. Puro diseño.
No hay vodka que dure cien años. Entro a un pequeño bar sin televisión justo en el momento en que comienza el partido. Suena algo como Leonard Cohen en ruso (Did I ever love you? Does it even matter?), hay solo dos personas además del tipo en la barra. Uno de ellos fuma (ahora está prohibido fumar en los bares). Me gusta el lugar.
El fumador me pregunta en perfecto inglés si soy mexicano. Me demoro en responder. Estoy a punto de decir que sí, pero qué más quisiera yo. No miento: “Vivo en los Estados Unidos”, respondo sin responder. Al viejo (porque tiene más años que yo) le brilla un diente de oro cuando sonríe: “Los rusos también quieren a sus hijos”, cita a Sting, y hace un gesto de salud con su copa. Yo devuelvo el gesto, enciendo un cigarrillo y me quedo en silencio.
Mi habitación da a la Nevsky Prospect. Marejadas de gentes, pasan al otro lado de las ventanas; oigo el rumor frenético del fan fest, la cúpula de la catedral de Kazan se ilumina al alborada; veo, también, la iglesia de la sangre derramada, atisbo un pedazo de un canal. Noches blancas. Pienso en releer a Dostoievski (la editora me lo ha recomendado). Quizá lo haga. Quizá busque mi culpa (que son catorce) en las páginas (infinitas) de un libro. Quizá.
Salgo del bar después de algunos vodkas que bajo otras circunstancias hubiesen sido innecesarios. Camino sin rumbo (un rato nomás, no le voy a poner tanto tampoco). Cruzo mares de colores, celebraciones y tristezas, banderas y bandas. ¿Y quién paga todo esto?, se me ocurre de repente. No lo sé. Tendré que preguntarle a una chica vietnamita.