El fantasme Pinochet
El poeta y abogado Armando Uribe Arce –autodeclarado “pinochetólogo”- inspirado por sus lecturas de psicoanálisis, ha llamado fantasme a una articulación precisa del imaginario nacional que, cristalizado en la figura de Pinochet, no dice más que un solo mensaje: “(…) la violencia que quiere ser legítima. La violencia que busca o trata de legitimarse –sigue Uribe- La violencia que se considera a sí misma legítima.” Pinochet es la firma de una violencia cuyo “hacerse legítima” –podríamos decir– se realiza cuando Lagos sustituye su firma por la del dictador. Quizás tal firma primera no podía sino realizarse en el gesto de Lagos, puesto que jamás existe una violencia fundacional en sí misma si no se acompaña de su consecuente despliegue legitimante.
Cuando Pinochet da el golpe de Estado de 1973 éste fue articulándose como “golpe” con el despliegue de los diversos dispositivos que terminan por refundar al Estado de Chile configurando una nueva “razón” cuya culminación tiene lugar en 1980 cuando se aprueba la Constitución desde la cual, retroactivamente, se le da legitimidad civil a la dictadura.
En otros términos, no es que los demócratas hayan “traicionado” a la democracia –una tesis demasiado “idealista”– sino que ha sido en y como democracia la forma en que se cristalizó la dictadura, en virtud de la violencia de la firma y la firma de su misma violencia. Entre Pinochet y Lagos no hay mas que la consumación del fantasme entrevisto por Uribe que anuda a la estructura del Reyno de Chile.
La pregunta resulta precisa si acaso vemos en ella la “teleología” el “para qué” la doctrina de los fines que en ella tiene lugar: ¿por qué esa violencia “querría” ser legítima, por qué un Pinochet “querría” volverse Lagos? El fin de dicha violencia la convierte en una violencia fundacional que, sin embargo, adquiere tal estatuto a posteriori cuando todo el aparato administrativo termina por abrazarla. Quizás, el verdadero “poder constituyente” no está jamás al principio, sino siempre al final, una vez que, como redunda el caso chileno, Lagos reconoce la firma de Pinochet y la desplaza en y como democracia en la re-configuración de la Constitución de 1980.
Podríamos recurrir a una fábula (porque la transición no fue mas que eso): diremos que la dictadura se cristaliza en la figura del lobo y la segunda en la del pastor: el lobo amenaza con devorar a las ovejas (el pueblo), el pastor las encarrila para su salvación. En este recorrido, si la firma de Pinochet se sustituye por la de Lagos reconociendo el mismo texto constitucional, entonces resulta algo curioso: el lobo y el pastor (Pinochet y Lagos) aparecen como dos caras de la misma racionalidad política, dos polos de un mismo poder. Así, dictadura y democracia por cierto constituyen órdenes diferentes, pero, en la medida que en Chile tal paso se dio sin cambiar al “pinochetismo” como su estructura fundamental, ambas parecen mezclarse, articulándose como el reverso especular el uno del otro.
Por esa razón, puedo insistir sobre la siguiente fórmula, ahora renovada: si es cierto que todos los conceptos concertacionistas son conceptos pinochetistas secularizados también es cierto que todos los conceptos piñeristas son conceptos concertacionistas secularizados. “Secularización” significa aquí: economización, totalización del mundo bajo el modelo de la economía, según propone la trama neoliberal, que no sólo no ha podido jamás despojarse de la articulación militar propiciada aquí bajo el significante “Pinochet”, sino que lo requirió como la violencia con la que podía derrotar –ahora con las armas del mercado– cualquier esbozo de República. La violencia que quiere ser legítima –a decir de Uribe– es aquella que se realiza en y como democracia. Pero en la medida que es tal violencia la que se realiza en democracia es la violencia que no dejó de devorar a la propia democracia, ahora, en la forma del capital corporativo-financiero. No se trata de que un simple “economicismo” haya perdido la mirada política de la derecha –como diría la crítica de Herrera y Mansuy– sino que sólo en virtud del “economicismo” la violencia golpista podía desplegarse en y como mercado. Y el término “transición” –que, como ha indicado la filósofa Luna Follegati, fue convertido en un novedoso y decisivo término político– fue precisamente su más eficaz catalizador.