¿Qué significan los votos del Frente Amplio? La nueva gramática de la política chilena

¿Qué significan los votos del Frente Amplio? La nueva gramática de la política chilena

Por: Noam Titelman | 17.12.2017
EL poder comunicacional e institucional sigue igualmente concentrado en las manos de la misma élite. Sin embargo, en realidad, el escenario político y social de Chile ha cambiado, la forma en que nos comunicamos ha cambiado y la gramática política ya no es la misma de hace unos años.

 Todavía estamos digiriendo lo que pasó en las elecciones de primera vuelta. Sin duda lo más llamativo y trascendente es la alta votación que sacó el Frente Amplio, con la candidatura de Beatriz Sánchez, y su flamante bancada parlamentaria. Esta es la tercera y última columna en un intento de explicar la irrupción del Frente amplio sobre la base de una gramática política distinta a aquella que ha predominado en nuestro país desde los noventas.

Esta gramática distinta, basada en las ideas popularizadas por Acemoglu y Robinson, postula que los desafíos, del tipo que enfrenta Chile, se relacionan con el tipo y nivel de desarrollo alcanzado. En particular, el tipo de crecimiento y desarrollo que permite salir de ser un país de ingreso bajo a uno de ingreso medio es radicalmente distinto al que se requiere para pasar de ingresos medios a altos. La trampa de los ingresos medios, en un país como el nuestro, no consiste en una disonancia entre logros y expectativas de consumo (como sostienen algunos), sino que consiste en que la misma élite que trajo un cierto nivel de estabilidad, que permitió un crecimiento temprano, en base a la rentabilidad de recursos naturales y el extractivismo, se vuelve un “tapón” para dar el siguiente paso. Esta élite que acumuló poder y riqueza en el proceso de crecimiento extractivista busca mantener un orden rentista en las instituciones, evitando que nuevos contingentes de la población puedan acceder a bienes sociales que harían peligrar sus privilegios. Para esto cuenta con la cooptación de instituciones democráticas y de regulación que le permiten seguir funcionando con sus rentas, sin necesidad de modernizarse. Son múltiples los ejemplos, pero algunos muy nítidos son el conato de privatización del litio, para ser explotado sin valor agregado (y su vínculo al subsecretario de la época actualmente imputado por cohecho), o la ley de pesca, para garantizar derechos de extracción a un grupo de familias (y su vínculo con parlamentarios también actualmente imputados de cargos asociados a la gestación de esa ley). En general, en todos los numerosos casos investigados por “financiamiento ilegal de la política”, se evidencia como la institucionalidad democrática es cooptada para resguardar privilegios particularistas, obstaculizando de paso el desarrollo. Algo similar se puede argumentar sobre nuestro sistema educacional, laboral y el bajo énfasis en ciencia y tecnología.

Esa élite que se disfraza de progreso, desarrollo y moderación, mientras aplaude rabiosamente el discurso cavernario —diría Vargas Llosa— de José Antonio Kast en Casapiedra. Esa élite es el principal obstáculo para acceder a un modelo de desarrollo avanzado, que incluya derechos sociales garantizados y aumentos sostenibles de productividad.

¿Qué une a un liberal pipiolo y un socialista comunitarista, pasando por un ecologista verde y un humanista? Justamente esa convicción de que hoy en Chile la principal batalla es por “destaponear” nuestras instituciones para permitir una auténtica democracia, como primer paso hacia el desarrollo de una sociedad distinta.

Parte del éxito del Frente Amplio consiste en haber alcanzado, sobre esa base, un consenso y una amplitud de orgánica relevante, fraguados a fuego lento luego de varios intentos fracasados de cada uno de estos grupos por separado. Sin embargo, junto con esta amplitud orgánica, existe la conciencia de que, sin una conexión real con la ciudadanía, las sopas de letras que componen el listado de siglas no tienen fuerza alguna ya que de lo que se trata, en última instancia, es de permitir el pleno despliegue de la fortaleza democrática.

En ese contexto, a su amplitud orgánica, el Frente Amplio sumó dos elementos que explican su irrupción y éxito electoral (y, eventualmente, el resultado del balotaje). En primer lugar, apeló a la transversalidad del sujeto social y político. El neoliberalismo hizo muy bien su trabajo. Hoy es muy difícil encontrar sujetos históricos protagónicos que logren por sí solos empujar propuestas políticas de forma coherente y cohesionada en el tiempo. Ya no le basta, como antiguamente, a la izquierda descansar en la fuerza del obrero sindicalizado o del campesino organizado. Tampoco, como pretende Carlos Peña, existe una clase media homogénea que haya venido a ocupar ese rol de sujeto histórico protagonista. Lo que hay es una multiplicidad de identidades entrecruzadas y multisectoriales que se expresan en una gran diversidad de luchas: desde las luchas ecologistas hasta las feministas, pasando por las luchas por las pensiones, la educación, la salud y las condiciones laborales. El primer gran desafío de una fuerza política que quiere ser potente expresión social es dar cabida a esta multiplicidad por medio de la transversalidad de sujetos a los que representa. Por eso para el éxito de la campaña del Frente Amplio fue tan relevante instalar una serie de demandas específicas en diversos ámbitos, que han marcado el debate: nacionalización del agua, nuevo sistema de pensiones, educación gratuita, fin a la violencia de género, etc.

El segundo elemento es el de dar coherencia al encuentro de esa multiplicidad identitaria en la disputa que enfrenta a “los muchos” con la élite. El principal lema de campaña, “el poder de muchos”, reflejaba la posibilidad de aunar a la multiplicidad de sujetos que componen transversalmente esta fuerza en un solo discurso subyacente: el poder de muchos. Vale decir, la lucha por “destaponear” nuestras instituciones y el poder en nuestra sociedad, democratizándolo. En esto, junto con la campaña y sus contenidos, los atributos de la candidata —su honestidad, su cercanía y su firmeza, cuando se requería— construyeron una imagen del proyecto que permitió transmitir plenamente la postura democratizadora. En contra de la tesis de los profetas del consumo, la clase media de Puente Alto se movilizó por esta lucha contra el abuso de una élite y una estructura injusta, e ir al mall no los hace menos conscientes de ello.

Sin mucha sorpresa, la primera reacción de varios de los columnistas y opinólogos que se equivocaron subestimando al Frente Amplio, en las elecciones parlamentarias y la primera vuelta presidencial, ha sido explicarnos que “los que votaron no sabían por lo que votaban”. Confiados en que nada demasiado estructural ha cambiado en Chile, se refugian, una vez más en el paternalismo displicente, justificando la alta votación de Beatriz Sánchez y el Frente Amplio dentro de los estrechos márgenes de sus tesis originales. En una cosa tienen razón, el poder comunicacional e institucional sigue igualmente concentrado en las manos de la misma élite. Sin embargo, en realidad, el escenario político y social de Chile ha cambiado, la forma en que nos comunicamos ha cambiado y la gramática política ya no es la misma de hace unos años. Como dijo Beatriz Sánchez en la noche del 19N: “Este país —y eso va para los que creen que tienen todo jugado— el tablero de ajedrez de este país es mucho más grande, mucho mejor, mucho más rico de lo que ustedes creen. Desde el Frente Amplio estamos leyendo eso”.