Que todos los grupos del Frente Amplio se disuelvan para dar forma a un partido político nuevo
Para nadie es un misterio que diversas tensiones atraviesan al Frente Amplio (FA). La tensión que concentra la atención de la prensa en estos días se resume en la pregunta de qué hacer ante la eventualidad de que el nombre de la candidata del FA no figure en la papeleta de la segunda vuelta presidencial. ¿Se debe entregar el apoyo a Guillier, previa negociación de asuntos programáticos relevantes con los partidos que le apoyan? ¿Se debe preservar la independencia y autonomía del bloque, sin entrar a negociaciones con el bloque de centro-izquierda? Otra fuente potencial de tensiones son los resultados que obtenga el conglomerado tanto en la carrera presidencial como en las parlamentarias. Las victorias siempre son de todos, pero en las derrotas siempre buscamos señalar a los culpables.
Un resultado de Beatriz Sánchez que se acerque al 20% sería probablemente considerado muy satisfactorio, aún si la candidata quedase en tercera posición. Considerando las encuestas, la opinión de analistas externos y las expectativas propias, un resultado por debajo del 10% sería visto muy probablemente como un fracaso. Un resultado entre el 10% y el 15% de los votos se abre a más interpretaciones, dependiendo de la posición y diferencia con los otros candidatos. Parte de la evaluación de las elecciones radica en los resultados obtenidos en las parlamentarias. Si todos los grupos consiguen escaños, y si la distribución entre grupos se ajusta al plan inicial (que a todos les toque), es probable que las tensiones sean menores. Pero si el plan no funciona como se prevé y nos encontramos con grupos sin sus escaños –u otros con más escaños que los previstos– hay más probabilidades que estalle el conflicto. Es llamativo que comentaristas externos, encuestadores y muchos dirigentes del propio FA coincidan en exigirle al FA resultados electorales que, normalmente, no se les piden a actores debutantes. Para una mayoría en el conglomerado, la actual representa su primera campaña electoral y presidencial. Esta sola constatación debiera constituir una línea base de cualquier evaluación, pero está por verse cuáles serán los criterios que primarán después del 19 de noviembre.
El riesgo de implosión post elecciones del FA es significativo también por razones ideológicas y de cultura política. Muchos de sus integrantes aún no se reconcilian plenamente con la idea de disputar la política institucional, se sienten cómodos en posiciones de resistencia contracultural, y no creen en la legitimidad o incluso la utilidad de la forma partido político como vehículo o herramienta de cambio. Un resultado electoral no acorde a las expectativas puede reactivar un conflicto latente a lo largo de toda su corta historia. Si el salto a las grandes ligas de la política nacional se ve frustrado, la solución más fácil es recurrir a las viejas recetas del refugio identitario y los espacios contraculturales (los que, por definición, son para minorías).
Pero éste no tiene que ser un destino inevitable. Si el FA quiere proyectarse más allá de diciembre, necesita anticiparse a escenarios de implosión y críticas cruzadas de potencial auto-destructivo. El affaire Mayol hizo daño, pero cabe sacar lecciones. Para imaginar cauces alternativos cabe pensar con imaginación y audacia. Sabemos que los actuales niveles de fragmentación de la izquierda chilena son insustentables. Que parte de la tragedia de la izquierda desde los noventas se explica por el predominio de los particularismos, de clanes formados en torno a personalidades o de grupos extremadamente ideologizados. Que la masa crítica no es tan numerosa como se quisiera, y que, por tanto, todos son necesarios –a condición de que remen hacia el mismo lado-. Que, en el mundo, prácticamente todas las experiencias relativamente exitosas de irrupción de una fuerza política de izquierdas desde la caída del muro de Berlín, incluyendo algunas experiencias de gobierno (nacional y local), han sido protagonizadas por grupos que abandonaron la comodidad de los espacios contraculturales y superaron la fragmentación.
El FA requiere dejar de ser un mero pacto electoral. Tiene que adoptar una nueva forma organizativa que le permita proyectarse como fuerza política más allá de diciembre, sin abandonarse al electoralismo o al movimientismo. En lo personal, preferiría que los grupos optasen por disolverse para dar forma a un partido político nuevo, para reaparecer dentro de éste como corrientes de opinión, asociaciones o facciones. Un partido (o federación, o alianza) permitiría dotarse de un programa común, sobre la base del mínimo común a todos los grupos, y de una plana dirigente electa democráticamente y con atención a criterios de representación de las distintas sensibilidades. Los grupos actuales serian corrientes de opinión, sus think tanks (como Nodo XXI) continuarían suministrando insumos técnicos y doctrinarios, pero los cargos políticos deberían acatar las decisiones de los diversos órganos de la organización. Aunque los mecanismos y procesos para la toma de decisiones deberían concebirse cuidadosamente para asegurar los máximos niveles de democracia interna, un mínimo de centralismo se impone para asegurar coherencia y eficacia (al respecto hay casos variados para estudiar, en América Latina y Europa). Dejar atrás la fragmentación supone crear espacios de intercambio, en los que se puedan procesar diferencias. Supone crear sinergias organizativas, fomentando la cooperación entre grupos –evitando la tendencia al canibalismo político que ha imperado hasta hace poco. Supone facilitar la aparición de un intelectual colectivo que aprende de experiencias diversas con miras a una síntesis.
Si el FA quiere conjurar los fantasmas de una implosión post electoral, debiera comprometerse con esta tarea antes del 19 de noviembre. Un compromiso formal, público, solemne, ayudaría a contener un conflicto de potencial disolvente después de esa fecha, cualquiera que fuese la decisión que tome el conglomerado con vistas a la segunda vuelta, cualquiera que fuese la cosecha de escaños, y quienes quiera que fuesen los grupos internos más perjudicados (o beneficiados) con los resultados. Contrario a lo que pudiera pensarse, la euforia de un buen resultado electoral más bien podría nublar la existencia del problema, creando una falsa idea de que no es necesario cambiar el estado de cosas en el FA. Si es que los resultados no acompañan las expectativas, las críticas serán inevitables –y bienvenidas– y en cualquier caso será necesaria una evaluación de la campaña electoral en todas sus dimensiones. Pero tal declaración de voluntades, serviría para poner límites al conflicto, daría tiempo para reaccionar, al tiempo que señalaría el camino a seguir. Supongo que la idea de un partido (o federación) único del sector resulta impensable para muchos, que varios sienten que sus grupos particulares necesitan protección, o que no están maduros para asumir dicha tarea. ¿Pero por cuánto tiempo más creen que esta situación de archipiélago e insularidad puede prolongarse sin malograr el proyecto de un nuevo actor para el país?