Pueblos originarios, derechos culturales y territorio

Pueblos originarios, derechos culturales y territorio

Por: Pablo Díaz Barraza | 01.11.2017
Es muy probable que el gran desacuerdo registrado entre los delegados de los nueve pueblos con el gobierno chileno, a propósito de la definición de “territorio indígena”, radicara precisamente en que dicho concepto apela a una reivindicación que supera la demanda exclusiva de restitución de tierras, que supone el ejercicio de un conjunto de prácticas asociadas a un sistema cultural que es lo que le da carne a los procesos de autogobierno de una “comunidad nacional”.

El sábado de madrugada finalizó el Encuentro Nacional de la Consulta Indígena, instancia de diálogo final entre el gobierno de Chile y delegados de los nueve pueblos reconocidos actualmente por el Estado, que selló un conjunto de acuerdos (algunos totales, otros parciales y también un importante disenso) a ser sistematizados y entregados a la presidenta Bachelet para su incorporación en el nuevo texto constitucional que se presentará al país.

Uno de los acuerdos completos alcanzados se relaciona con la responsabilidad del Estado de fortalecer la identidad y la cultura de los pueblos originarios, reconociendo y protegiendo sus derechos culturales y su patrimonio cultural, tanto material como inmaterial.

Entre los factores que se encuentran en la base de diversos conflictos que afectan a numerosos territorios de América Latina en la actualidad, hallamos precisamente el desencuentro y la tensión resultante entre visiones de mundo y prácticas enraizadas en derivas culturales diferentes. Así sucede, por ejemplo, frecuentemente en los conflictos socioambientales, donde el Estado y las empresas, la mayoría de las veces extractivas, vehiculizan valores, normas e incluso prácticas de diálogo disonantes con los sistemas culturales que organizan la vida de las comunidades campesinas e indígenas, que suelen habitar desde hace mucho tiempo, dichos territorios.

No queremos propiciar aquí la imagen de “comunidades imaginadas” totalmente divorciadas  y ajenas a una cultura occidental siempre externa y amenazante, sin embargo es importante visibilizar una dimensión de tensión que, imbricada con otras, puede asociarse a procesos de conflictividad territorial algunas veces violentos, sus fases de escalada y su sostenimiento en el tiempo.

Las zonas de conflicto que se relacionan con el ejercicio de derechos culturales de los pueblos originarios en nuestros países son múltiples. Se actualiza cuando a una comunidad se le impide obtener determinado recurso natural de su territorio, extraído históricamente en el marco de estrategias de subsistencia o algún uso cultural específico, en razón de normas de protección medioambiental originadas en el Estado, muchas veces demasiado generales, prohibicionistas y sin pertinencia sociocultural. Se actualiza cuando universidades, centros de investigación o empresas (estos dos últimos a veces en connivencia) capturan información, saberes y productos que luego son utilizados para fines que las comunidades consideran inconsultos o que atentan contra los derechos de propiedad intelectual de un patrimonio que consideran propio. Y se actualiza de manera fundamental en los espacios de socialización formal cuando a sus hijos se les transmiten valores y normas basadas en una idea de nación única e indisoluble, que no los reconoce como pueblo preexistente en el territorio ni reconoce su historia de expoliación material y violencia cultural.

Por cierto, es muy probable que el gran desacuerdo registrado entre los delegados de los nueve pueblos con el gobierno chileno, a propósito de la definición de “territorio indígena”, radicara precisamente en que dicho concepto apela a una reivindicación que supera la demanda exclusiva de restitución de tierras, que supone el ejercicio de un conjunto de prácticas asociadas a un sistema cultural que es lo que le da carne a los procesos de autogobierno de una “comunidad nacional”.

La reivindicación en el último tiempo de derechos culturales y territoriales en América Latina, especialmente de comunidades locales, sean estas indígenas, afrodescendientes y/o campesinas, sobre un conjunto de saberes, experiencias y recursos naturales, y su viabilización a través de avances en marcos normativos internacionales, ha permitido que cada vez más estos actores históricamente en situación de subalternidad generen estrategias de acceso y control de dicho patrimonio. Algunas de estas iniciativas se vehiculizan a través de la puesta en valor de un conjunto de activos culturales en esquemas de turismo que permiten la gestión, en grados diversos de autonomía, de los bienes culturales y naturales de sus territorios, favoreciendo simultáneamente estrategias de inclusión económica  en territorios que cuentan con una dotación importante de estos activos. El caso de las comunidades Licanantay en San Pedro de Atacama y sus acuerdos de cogestión de territorios ancestrales con el Estado, representado por Conaf, es una experiencia muy emblemática en este línea. En otros casos, estas estrategias de defensa del territorio se basan en principios ambientales de protección y conservación de la biodiversidad, que buscan limitar el acceso y uso indiscriminado de recursos naturales, al mismo tiempo que se asegura su provisión para actividades productivas, sociales y culturales, locales y/o ancestrales. En otros tantos se da una combinación de ambas preocupaciones y objetivos.

Todas estas estrategias de carácter pacífico, utilizan el argumento de la puesta en valor de la identidad, la cultura y la biodiversidad de sus territorios, y el ejercicio de los derechos culturales, como coadyuvante en los procesos que buscan tanto una reivindicación territorial como una estrategia de desarrollo sostenible.