El laberinto estratégico del Frente Amplio
Uno de los debates candentes en la izquierda es qué relación tiene la emergencia mediático electoral con la construcción de una alternativa de izquierda históricamente viable. En esta interrogante, el Frente Amplio, como expresión de un nuevo fenómeno reformista, se encuentra encerrado en el mismo laberinto estratégico que históricamente ha caracterizado a los reformismos.
En Chile vivimos un momento de reconfiguración del mapa político. La irrupción de importantes procesos de lucha desde el 2011, el desgaste del eje Concertación-Derecha (expresada en una crisis de legitimidad de los partidos tradicionales y una crisis de la centroizquierda), la integración del Partido Comunista al régimen y un ciclo económico en declive; forman un cuadro marcado por tendencias a la “crisis orgánica”. Son momentos en que, siguiendo a Gramsci, lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, y donde se abren espacios para el surgimiento de nuevos fenómenos políticos.
No es casual, por tanto, que uno de los principales debates que atraviesa la izquierda chilena gire en torno a las hipótesis de emergencia política. Las interrogantes cardinales que moldean el debate son diversas, pero las más recurrentes se preguntan sobre cómo la izquierda puede romper la marginalidad y qué relación tiene esta emergencia mediático electoral con la construcción de una alternativa de izquierda históricamente viable. A su vez, se trata de un debate marcado por la emergencia del Frente Amplio como actor político en la escena nacional.
El surgimiento de un “nuevo reformismo” por fuera del Partido Comunista, se trata de un hecho de suma importancia para quienes apostamos por la construcción de una alternativa política de los trabajadores, revolucionaria y anticapitalista. Es evidente que la simpatía que genera el Frente Amplio en franjas de masas refleja una izquierdización en la consciencia de amplios sectores, que abre nuevas posibilidades para los revolucionarios. Pero al mismo tiempo, constituye un obstáculo, considerando que históricamente los reformismos han sido pieza clave en el desvío o derrota de procesos revolucionarios.
En este artículo pretendemos, en primer lugar, caracterizar políticamente al Frente Amplio para mostrar cómo éste, en sus diversas alas, se encuentra encerrado en el mismo laberinto estratégico que históricamente ha caracterizado a los reformismos.
¿Qué es el Frente Amplio?
No es una pregunta sencilla, puesto que se trata de una coalición electoral compuesta por más de 13 partidos y organizaciones de distinto origen. Para uno de sus miembros, en la actualidad el Frente Amplio apostaría por “un modelo basado en valores y principios políticos básicos, autonomía de la Concertación y del empresariado, compartido heterogéneamente por grupos de izquierda radical, progresistas y liberales, entre otros, cuyo primer objetivo sea la optimización del rendimiento electoral para las próximas elecciones parlamentarias”.
Lo importante de esta definición es que al interior del Frente Amplio no sólo hay organizaciones que se reivindican de izquierda, sino que también hay liberales (como el Partido Liberal, que busca articular un discurso anti neoliberal desde los valores del liberalismo clásico) y progresistas varios. Esta caracterización descriptiva es un punto de partida, pero lo relevante es diferenciar las distintas apuestas que conviven al interior del Frente Amplio, las que dicen relación con los objetivos tácticos del período y el sujeto que debe conquistarlos. A nuestro entender, y a la luz del debate público disponible, hay al menos tres ideas fuerza.
En primer lugar, están quienes apuestan por conformar una alianza amplia del “progresismo” que logre ganar el gobierno e iniciar un nuevo ciclo político que supere la dicotomía “derecha-concertación”. Estos sectores suelen referenciarse con experiencias como la del Frente Amplio uruguayo o la del gobierno de António Costa en Portugal. El sujeto de cambio es la “ciudadanía” y en el caso de algunos sectores de Revolución Democrática, una vía para constituirla es a través de la oposición al 1% más rico: “de manera complementaria, la construcción simbólica y orgánica del 99% como movimiento autónomo de la inmensa mayoría requiere comprender los elementos en común de una gran multitud que sufre la dominación de la oligarquía del 1%”. Es decir, se trataría de quienes “apelan a la constitución de un sujeto diverso y plural, a partir de la identificación de un ethos situado en el padecimiento del malestar provocado por la elite” (Nicolás Valenzuela, “La revolución capitalista en Chile y la oligarquía del 1%”).
Por otra parte, se encontraría el llamado “bloque de izquierda” que salió a la luz pública tras la candidatura de Alberto Mayol. Organizaciones como Nueva Democracia, Partido Igualdad o Ukamau estarían comprometidas en buscar articular a los sectores que sostienen “la necesidad de defender y proyectar los valores de la izquierda desde aquellas fuerzas y organizaciones del Frente Amplio que reconocen su fundamento en la tradición de la izquierda”. Esto vendría aparejado con sostener “que la base de todo discurso político desde la izquierda está en los derechos de los(as) trabajadores(as) y en el cuestionamiento a los mecanismos de acumulación económica y de generación de excedentes empresariales basados en el deterioro de los salarios, las condiciones laborales y la explotación del medioambiente”. Se trata de una idea tendiente a recrear un reformismo más “clásico” (de tradición allendista), a la par que se referencian en el proyecto de Chávez en Venezuela y el de Evo en Bolivia.
Al medio están quienes coquetean con diversas “hipótesis populistas”. El centro no estaría en conquistar el gobierno central en el corto o mediano plazo, sino en construir un “proyecto popular” con eje en los territorios y los movimientos sociales. “De manera similar al derrotero de los procesos de resistencia al neoliberalismo en nuestro continente, hoy existe la posibilidad de dar los primeros pasos en la formación del pueblo chileno como un actor colectivo a partir del despliegue de una hipótesis populista de izquierda” (Andrea Salazar, “Una alternativa popular para el segundo tiempo del Frente Amplio”).
Estas ideas fuerza no siempre coinciden con bloques bien definidos y es cierto que “ya sea apelando a las nociones de ciudadanía, de sujeto popular o de las fuerzas democráticas, hay varios sectores del Frente Amplio involucrados en una postura populista como forma de ensanchar el margen de inestabilidad del sistema político” (Felipe Lagos, “Haciendo sentido sobre el Frente Amplio: Abajo y a la izquierda”), por lo que muchas veces se trata de hipótesis que se entrecruzan. Aún así, pese a las múltiples diferencias que puedan existir entre las organizaciones del Frente Amplio, hay definiciones teóricas y características políticas comunes que permiten caracterizar a dicha coalición como una corriente “neo reformista”.
Un objetivo estratégico común
La discusión al interior del Frente Amplio se encuentra limitada de raíz por ciertos axiomas. ¿Cuál es el principal? La obsolescencia de la disyuntiva entre reforma y revolución. El triunfo del neoliberalismo y los cambios en la estructura del trabajo imposibilitarían al proletariado configurarse como sujeto revolucionario (sujeto hegemónico) capaz de acaudillar a la mayoría de la población para asaltar el Estado, destruir sus instituciones y reemplazarlas por órganos de poder propios de los trabajadores y el pueblo, con el objeto de socializar los medios de producción y planificar democráticamente la economía en función de las necesidades colectivas de la sociedad.
¿Cuál es el objetivo, entonces? Superar el neoliberalismo, lo que en el caso de Chile estaría directamente ligado con superar el régimen político de la transición. Y en este objetivo confluyen las distintas ideologías que colorean el Frente Amplio: postmarxistas, autonomistas, neo keynesianos, libertarios, socialdemócratas de izquierda e incluso liberales progresistas.
Superar el neoliberalismo significa “establecer soberanía colectiva sobre las condiciones de reproducción social”, “hacer retroceder al mercado democratizando esferas de la vida social”, “abrir un genuino curso de instauración de derechos sociales universales y recuperación de soberanía sobre nuestras vidas” (Carlos Ruiz, “La izquierda y los límites de la transición”). En síntesis, de lo que se trata es de instaurar derechos sociales básicos, haciendo retroceder la colonización del mercado sobre los servicios sociales, atacando de esta forma el “Estado subsidiario”.
¿Se trata de acabar con el capitalismo? No, sino que disputar sus instituciones. Nicolás Valenzuela de Revolución Democrática lo plantea con mayor claridad: “aclaro que por espacios a disputar –y no a superar–, me refiero a: gremios y organizaciones sociales, Policías, Ejército, Estado, Gobierno, Partidos políticos, Organizaciones Internacionales, actores por tipo de actividad productiva (primaria, secundaria, terciaria), tipos de empresa (tamaños, cantidad, concentración), medios de comunicación de masas, científicos, escuelas y colegios”. Para Valenzuela, el mercado sería otro de los espacios a disputar y no a superar, puesto que “la dualidad capital/trabajo o burguesía/trabajadores hoy no es aplicable de la misma manera que en el siglo XIX. Por ello, luchar contra que se mercantilicen todos los niveles de la convivencia social, particularmente los derechos sociales, es distinto a que la izquierda postule que no existan mercados”.
¿Qué tiene en común dicho programa antineoliberal con el programa del reformismo clásico? Una estrategia y una práctica política basada en la puja para que el Estado garantice derechos sociales, renunciando a implementar una estrategia que apueste por la destrucción del Estado capitalista a través de la revolución violenta. Carlos Ruiz afirma, sin embargo, que “la expansión del capitalismo sobre los servicios sociales, y la consiguiente situación de extrema mercantilización de la vida, anticipa la posibilidad de constitución de un sujeto social que luche por sus condiciones de reproducción de vida en una perspectiva distinta a la que animó la puja por derechos sociales en el siglo XX” (Carlos Ruiz). Pero no queda claro por qué ni cuál sería la diferencia, además de la evidente distancia histórica entre ambos escenarios. ¿Tiene que ver con la articulación entre el Estado y los movimientos sociales?
La esfera política, esfera social y el problema del Estado
La relación entre la esfera política y la esfera social es uno de los ejes nodales de la reflexión frenteamplista. Palabras más, palabras menos, el diagnóstico es compartido: “la democracia transicional ha operado como un régimen estabilizador que administra la desvinculación interna del pueblo chileno, como también sus capacidades deliberativo-resolutivas (lo político) y las formas en que se atienden los asuntos en común (La Política)”. De lo que se trata entonces es de “abogar por la superación de la distinción político/social, donde los adversarios serían aquellos conglomerados que sostienen la separación de las esferas. Nuestro desafío es entonces poder restituir la demanda política originaria: aquella que apela a una comunidad deliberativa mediante la articulación y restitución de lo político por parte de lo social” (Luna Follegati, “Lo político/social como dispositivo gubernamental").
Es decir, para implementar un programa de derechos sociales se requiere establecer un régimen político post transicional que logre romper la separación entre la esfera política y la social. Se trata de “socializar permanentemente el poder y de democratizar crecientemente la vida social”. O más concretamente: “la construcción de una comunidad en torno a un Estado, donde los sectores subalternos disputen la hegemonía, el vínculo debe ser de elaboración conjunta. Esto significa, por una parte, que aquellos movimientos sociales de carácter popular-democrático, ya constituidos deben ser incorporados en la toma de decisiones. Por otra parte, en el caso de aquellos sectores que no se encuentren organizados, los espacios institucionales deben ser utilizados para propiciar su activación, para ser articulados y para impulsar su organización” (Gabriel Rojas, “Tres incógnitas del Frente Amplio”).
En síntesis, lo que se plantea es un régimen político en donde el Estado sea el garante de los derechos sociales y que logre imbricar las instituciones estatales con las organizaciones sociales. Como fórmula algebraica tiene lógica, pero en la realidad concreta interviene un factor que en política es determinante: las fuerzas materiales. Y justamente el “poder” no es un detalle menor. Si acordamos que el neoliberalismo y el régimen político heredado de la dictadura conforman la articulación político económica que instauró la clase dominante (que en el caso de Chile fue impuesta por las armas), y que se trata de un proyecto que aún es defendido con uñas y dientes de manera unánime por la burguesía nacional e imperialista, entonces ¿cuál es el “poder de fuego” que propone oponerle el Frente Amplio a dicha fuerza material para lograr sus objetivos políticos?
La “nueva” izquierda ante el viejo problema del poder
La característica fundamental del “neo reformismo” reside en su debilidad estructural: no contar con una fuerza material de clase. Su “poder de fuego” se reduce a los votos (o el caudal electoral de los movimientos sociales). Esto puede ser suficiente para emerger políticamente como un actor en la escena nacional, pero en una democracia liberal los espacios electorales se abren o se cierran dependiendo de la coyuntura. Por lo mismo, la emergencia mediático electoral no es suficiente para transformarse en una alternativa históricamente viable. Esto depende centralmente de la fuerza material en la que se apoya un partido, lo que en una sociedad capitalista está determinado por las clases o fracciones de clase que se busca representar.
Como veíamos, descartada la posibilidad de imponer una solución de fuerzas desde el poder organizado de los trabajadores; descartada una hipótesis de tipo guerrillera (o de creación de un ejército propio); y también descartada una estrategia autonomista de creación de espacios liberados por fuera de la institucionalidad; de lo que se trata es de disputar las instituciones del Estado capitalista. El reformismo clásico se propuso esta tarea apoyándose en la fuerza material de los sindicatos para influir en la puja distributiva entre el capital y el trabajo, no sólo a nivel sindical sino que también a nivel de reformas políticas.
El neo reformismo carece de esta fuerza. Y desde este ángulo no podemos más que acordar con quienes ven ahí una diferencia central entre la “vieja izquierda” socialdemócrata o comunista y la “nueva izquierda”. Su apuesta está en el “poder de los votos”, y ahí reside su debilidad. En este plano, poco importa si el caudal electoral se forma por arriba, gracias a un discurso “ciudadano”, o por abajo a partir de los “movimientos sociales”. El objetivo es el mismo, y sus límites también. A lo que se puede aspirar en estos casos es a conseguir algunas concesiones a partir de las brechas y disputas que se generen en la clase dominante y sus partidos, utilizando a las movilizaciones sociales como medio de presión.
El caso de los “gobiernos locales” es claro en este sentido: el éxito radica en aprovechar audazmente los vacíos legales (como muestra el caso de la Farmacia Popular en Recoleta) o ensayar políticas distributivas en los estrechos márgenes del presupuesto municipal. La escasa diferencia entre los llamados “ayuntamientos del cambio” en el Estado Español con el resto de las administraciones locales, o el mismo caso del “municipio ciudadano” en Valparaíso, muestran estos límites. ¿Perspectiva emancipadora? Ninguna. Se podría objetar que los municipios pueden ser utilizados para consolidar y expandir influencia política para las batallas centrales, lo cual es cierto, pero eso nos lleva directamente al problema de cómo se implementa estrategia reformista a nivel del “poder central”.
El caso de Syriza en Grecia es quizá el más emblemático al respecto. La coalición de izquierda, ocupando las instituciones de un Estado que sigue en manos de la clase dominante y carente de una estrategia que se propusiera enfrentar y quebrar con la Troika desde la fuerza de los trabajadores (que ha desplegado su poder de movilización a través de decenas de huelgas generales), se vio atrapada en su propio laberinto. A su favor estaba el “poder de los votos”, no sólo por haber ganado el gobierno, sino porque el 2015 más del 60% de la población se pronunció contra el acuerdo draconiano de Merkel. Aún así terminó arrodillándose a los dictados de la Troika. En otras palabras, en un contexto de crisis económica internacional, los márgenes para conseguir concesiones desde una estrategia reformistas son cada vez más estrechos. No vemos por qué la apuesta del sector “progresista” del Frente Amplio no vaya a tropezar con una piedra similar.
Por otra parte, la forma en que abordaron la problemática del poder los gobiernos post neoliberales en Latinoamérica, plantea nuevas discusiones. A diferencia de las experiencias neo reformistas en Europa, estos gobiernos contaron con mayores márgenes para dar concesiones gracias a un ciclo económico favorable. A su vez, en general lograron instalarse en el poder como canalización de agudos procesos de lucha de clases, postulándose como “árbitros” entre las clases o fracciones de clases. Lo distintivo es que aprovecharon estas crisis para generar su propio “poder de fuego” y así mantenerse en el poder. Ya sea apoyándose en el ejército, en sectores de la burguesía nacional beneficiados por las políticas gubernamentales y/o en las organizaciones sociales y los sindicatos a través de su cooptación y estatización.
Los regímenes políticos en los que se apoyaron estos gobiernos post neoliberales, en donde el caso venezolano es paradigmático, son lo más cercano a un régimen post neoliberal, de “derechos sociales” basado en la imbricación entre la esfera política y la esfera social. Y justamente la forma de darle valores concretos a esta ecuación algebraica en países capitalistas en donde el poder no es etéreo sino que es detentado por clases sociales, es a través de la cooptación de las “organizaciones sociales”, como punto de apoyo, como “poder de fuego” para arbitrar entre las clases o fracciones de la clase dominante nacional e imperialista, en un contexto económico y político que lo permita.
El problema es que naturalmente estas no son las opciones preferentes de la clase dominante a la hora de abordar la forma política de su dominio, por lo que se trata de “salidas excepcionales” que se producen normalmente cuando empieza a ponerse en cuestión el dominio de la burguesía. Ahí reside justamente el rol de “obstáculo” del reformismo que aludíamos en la introducción: operan como un desvío de la movilización de las masas a través de la conciliación de clases. En el caso de los gobiernos post neoliberales esos desvíos se consolidaron a través de un régimen bonapartista, pero no siempre ha sido así. La conciliación de clases también puede operar a través de un gobierno de “frente popular”, que como en el caso de Allende termine desarmando política y materialmente a los trabajadores a la hora de enfrentar la contrarrevolución violenta de la burguesía.
Los sectores de izquierda en el Frente Amplio dicen querer evitar transformarse en administradores del capitalismo, pero la verdad es que no tienen para ofrecer nada muy distinto a las experiencias fallidas de conciliación de clases del siglo XX y del siglo XXI.
¿Reforma o revolución? El laberinto estratégico del neo reformismo
En síntesis, el laberinto del reformismo responde a los dilemas históricos por los que atraviesa necesariamente dicha estrategia cuando se aplica a una sociedad concreta, dividida en clases sociales y donde el poder se encuentra concentrado. Se trata, al fin y al cabo, de los dilemas propios de la “ya mítica dicotomía entre reforma y revolución” (Carlos Ruiz).
Pero no estamos condenados a perdernos en este laberinto, que no es otro que la imposibilidad de plantear un proyecto emancipatorio en los márgenes del capitalismo. Es ahí donde reside la necesidad de que emerja una izquierda anticapitalista y revolucionaria: en construir y organizar la propia de la clase trabajadora a través de una alternativa política independiente de cualquier variante burguesa. La tarea insoslayable de emerger políticamente, que hoy está íntimamente ligada a la participación electoral y al terreno mediático, debe concebirse como una herramienta para construir un partido revolucionario, que sólo puede ser históricamente viable si construye sus propios “bastiones” y “centros de gravedad” basados en el “poder de fuego” de los trabajadores.
La izquierda obrera y socialista debe hacerse cargo de los problemas propios de la emergencia política y la construcción de una alternativa históricamente viable. Mirar para el lado es auto condenarse a la marginalidad. El caso del Partido de Trabajadores Socialistas (PTS) en Argentina y el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT) muestra que es posible emerger como actor político en la escena nacional sin renunciar un ápice a un programa radicalmente anticapitalista. El PTS se propone utilizar esta emergencia política y los resultados electorales, como un punto de apoyo construir un partido revolucionario basado en fracciones socialistas en los lugares de trabajo y estudio, y en los diversos movimientos sociales progresivos que han emergido.
No es nuestra perspectiva dedicar nuestra nuestra vida a conformarnos con construir una fuerza para jugar con mayor o menor éxito en el “juego de tronos” de los capitalistas. La revalorización de la discusión estratégica sobre el problema de la toma del poder tiene que ver con el arte de movilizar volúmenes de fuerza, capaces de derrotar el poder de los empresarios, sus instituciones y sus partidos. Ese es nuestro juego.