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El velo luminoso sobre Leer y velar de Nadia Prado (Cuadro de Tiza Ediciones, 2017)

El velo luminoso sobre Leer y velar de Nadia Prado (Cuadro de Tiza Ediciones, 2017)

Por: Silvio Mattoni | 01.10.2017
A medio camino del libro, taxativamente se afirma esta equivalencia: “Escribir es leer y velar”. Pero la definición de la fórmula no es conceptual, por lo que escribir no será el punto de identificación entre leer y velar, la resolución de sus diferencias, sino que los tres términos giran y se unen para seguir alejándose y repercutiendo en el cuerpo, que en un momento escribe, en otro hace silencio, vela por el entorno, lee lo que pasa y lo que le pasa, lo que la mano hizo sobre el papel, y todo vuelve, hasta la materia desvanecida de los muertos.

De alguna manera, los verbos que enlaza el título de este libro indican una solidaridad, una identificación gestual. El acto de leer implica que se vela por lo leído, se trae a la luz un poco de sentido dejado por alguien más, se cuida lo que se escribió y que siempre, aunque se haya escrito al lado del cuerpo que lee, está en peligro de desvanecerse. No se puede dormir en la lectura, se vela por el destino del libro, aunque sea con la luz tenue de un pensamiento que en algún momento será presa del cansancio. Pero también hay que velar por los muertos, y entonces se puede leer la vida, incluso la propia, aun lo que nunca se habrá de escribir, pero para eso, para que el velo de la lectura se corra o se desgarre y haga ver lo que vive, hará falta un modo de escribir. Nadia Prado, por momentos, lo llama “poema”, y es como un fragmento que se separa de otros entre dos signos de silencio para abrirse como un lucernario hacia lo que vive, lo que se piensa viviendo.

El libro comienza con una permutación, un enigma lógico, donde la gramática encuentra su conexión con el destino trágico. ¿Por qué leer es o debe ser un gesto de velar? Porque se lee la muerte y se cuida su acontecimiento, su certidumbre intolerable. “Ya escribe –muere–. / Yo escribo –moriré–.” ¿Quién puede leer esto? Aquel que escribe ya anota su muerte o al menos consigna el hecho de la muerte; mientras se escribe, ya se esboza el presente que huye. Pero si escribo yo, sólo puedo anunciar que al final de la frase estaré muerto. Bataille, que en algún momento del libro podría ser evocado, decía que había una frase cuyo referente era imposible y cuyo pensamiento le resultaba insoportable, y era: “Yo estaré muerto”. Entonces, no es que alguien lea y vele por una supervivencia igual de burbujeante que la escritura, sino que el poema lee, el poema se lee. Dice Nadia Prado: “El poema piensa y muere por ello”.

Sin embargo, este pequeño libro, como una abreviatura intensa de pensamientos que se dirigieron a una forma, no es sólo un ensayo en torno a otros ensayos, sino que también busca la prosa rítmica que haga volver a la vida la experiencia de lo inescribible. Por momentos, eso parece ser algo del orden de la vivencia, en el origen del poema, casi como una trascendencia del gesto de escribir, que se niega o se resiste a ser pura letra. No quisiera y tal vez no podría reproducir la intermitencia, que es un temblor físico, un afecto, de ese recuerdo que aparece en un principio remoto de la escritura, y en el presente que lo recupera. Por lo tanto, apenas voy a citar su aparición, a modo de evocación, pues habría que repetir el libro para volver a decir su fuga entre los dedos de la frase, si se me permite esta especie de figura que en vano pretende dar un cuerpo a la gramática. Cito: “Cuando niña tocaba el pelo de mi madre, perdía el tiempo en ese impulso. Esos eran mis hechos al despertar, y bastaba. Desde entonces viaja hacia mí una palabra que digo hoy enredada en ese instante, en esa distracción del deseo”.

Y esa palabra que vuelve, digamos que viene a escribirse, pero se interrumpe a mitad de una frase, vacila, parece que asumiera la forma escandida de un poema. Aunque también podría decirse que aquella palabra, que antes fue un roce en el pelo del afecto de la infancia, no solamente procura escribirse, sino que además se lee. En la lectura del poema o del pensamiento, que siempre pertenecen a otro, empezó a esbozarse la silueta de un poema que será necesario volver a escribir. En este sentido, leer y velar son formas de la espera, estados de atención, un mismo cuidado en posición de alerta.

A medio camino del libro, taxativamente se afirma esta equivalencia: “Escribir es leer y velar”. Pero la definición de la fórmula no es conceptual, por lo que escribir no será el punto de identificación entre leer y velar, la resolución de sus diferencias, sino que los tres términos giran y se unen para seguir alejándose y repercutiendo en el cuerpo, que en un momento escribe, en otro hace silencio, vela por el entorno, lee lo que pasa y lo que le pasa, lo que la mano hizo sobre el papel, y todo vuelve, hasta la materia desvanecida de los muertos. Más entregada al poema y a su grieta discontinua en la ilusión continua de las palabras, la definición de Nadia Prado dice así: “Escuchar en el silencio que estamos aquí, aún, mientras el vocablo, en su lecho de ceniza, no sabe quién habla; su merodeo en confusión es la tumba de los signos, su fosa, hendidura en el blanco”. Es el poema real, el imposible, en el que decir “yo” es el equivalente a la idea de la muerte, aunque justamente esta presencia de un límite inaccesible signifique la máxima afirmación de la vida, porque se sigue escribiendo. La acción no se queda en el vacío de su interrupción, nunca termina de volver a interrumpirse. Dice Nadia: “Escribir es continuar, extenderse más allá de sí. No se trata de seguir de pie ante la muerte sino de seguir de pie ante la vida”. Pero se trata de una continuidad que no olvida lo interrumpido, no es únicamente la vida del cuerpo que encarna un yo, sino que implica velar por otros, velar por las huellas. De allí que escribir sea también extender lo que se amó, lo que se leyó; en el pasado de quien escribe se despierta el de otros, como si en cada gesto estuviese inscripto el gesto inmemorial de querer, mirar, hablar, acciones que acaso siguen un enigmático paralelismo con este gesto del libro: escribir, leer, velar.

La autora dobla la hoja de un libro amado para escribir que lo posible, el contacto, el hallazgo en efecto se dan. Y si se dieron una vez, siempre serán posibles. En este libro, se piensa en el retorno posible de lo que amamos, y se escribe esa posibilidad, en cada fragmento separado por tres estrellas negras en un cielo blanco, el libro nos invita a la posibilidad, al poema, tanto al escrito, por uno o por otro, como al que no se escribirá, el que somos, el que sería cualquiera que vive o haya vivido.