¿Post-mentiras? La chilenización neoliberal en Argentina y Brasil

¿Post-mentiras? La chilenización neoliberal en Argentina y Brasil

Por: Menara Lube Guizardi | 25.09.2017
Los medios de comunicación, los grupos civiles, movimientos sociales, las asociaciones, profesionales liberales, intelectuales y organismos públicos enuncian con cada vez más claridad la falacia de los propósitos que, hace poco menos de un año, justificaron una adhesión masiva a un cambio de vientos políticos. Poca gente insiste en ignorar que los corruptos políticos en Brasil no pretendían moralizar el Estado; pocos persisten en asumir que el gobierno de Macri podrá actuar en desmedro de los intereses de los sectores empresariales.

Por estas circunstancias inapelables de la vida, me tocó sobrellevar en el último año una existencia transnacional entre Argentina, Brasil y Chile. Este “ABC” de mi vida transfronteriza mezcla en su desorden diversas razones laborales y personales. Con todo, no sería inexacto sintetizarlas en tres elementos clave: nací en Brasil, soy antropóloga social e investigo los territorios fronterizos del norte de Chile y del nordeste de Argentina. Migrar es una necesidad vital y también profesional. Que esto ocurra justamente entre estos tres países remite a una casuística económica, social y jurídica (que dejaré para nuevos textos, para no sobrecargar estas páginas con más confusiones que las justas).

La implementación política del Gobierno de Macri la viví casi desde su inicio, tras hacer la aventura del General San Martín al revés y cruzar los Andes desde Santiago de Chile a Buenos Aires, donde llegué a trabajar como investigadora de una universidad que, además de pública y estatal, es también nacional (tres distintivos amenazados de extinción). Pese a la expectación de un número importante de electores que votaron al nuevo gobierno precisamente por su promesa de “resolver” la corrupción, acompañé la concretización progresiva de lo opuesto a todo cuanto se proyectó en las campañas presidenciales: la desestructuración de las instituciones públicas, el agravamiento de la inflación, la devaluación de la moneda, la subida de los precios de los servicios básicos, y el quiebre progresivo del sector productivo aplastado por el giro económico (hacia un modelo financiero especulativo que se “abre” al mercado globalizado sin paracaídas).

También acompañé las curiosas políticas de sinceramiento de las escandalosas sumas de dinero que los empresarios argentinos (de todos los rublos, afiliaciones políticas y espirituales) suelen enviar a paraísos fiscales. Y aquellas otras acciones políticas (muy parecidas a las anteriores) en las cuales Macri intentó por decreto condonar deudas históricas de grupos empresariales con los cuales guardaba algo más que camaradería (por ejemplo, las empresas de su padre). Los brotes verdes esperados para la economía, que según los planes del gobierno llegarían de la mano del capital internacional, brillan por su ausencia. Parafraseando (a-literalmente) las indagaciones de Ángela Merkel al mandatario argentino, ¿quién va a invertir en la producción argentina si el gobierno del país pone todas sus fichas en la facilitación de la especulación financiera y si la élite de este mismo país no hace otra cosa sino exportar (ilegalmente) capital?

Ya la crisis política brasileña, la vengo viviendo de forma abrupta e intermitente. Debido a otras crisis (las familiares), he viajado a mi país casi mensualmente desde fines de 2015. Cada vez que regreso, un susto nuevo: como si la política nacional lograra siempre reincidir en lo absurdo y desafiar nuestra capacidad de ubicarnos en ella. La gente vive esta situación, en el calor de las calles, desde esta sensación de absoluta deconstrucción de los sentidos comunes. Faltan referentes, palabras con las cuales pensar y explicar lo que está pasando. La crisis es de las más intensas porque, como definió alguna vez el antropólogo argentino, Alejandro Grimson, ella trastoca hasta los consensos semánticos más básicos. Mucha gente apoyó a la destitución de Dilma Rousseff y se sumó a la creciente producción pública del odio al Partido de los Trabajadores (PT), alegando un rechazo a la corrupción del Estado y de las empresas estatales. La clase media asentada (y la emergente que, por gusto o falta de él, imita a los que ve arriba suyo) propagan a los cuatro vientos discursos de demanda por la transparencia, meritocracia y lisura de las instituciones.

Pero nada de lo que gritan significa lo que realmente desean: gritarían “repollo”, si con esto lograran expresar, como lo hicieron desde 2013 con las protestas anticorrupción, su rechazo a la progresiva disminución de ciertos privilegios y distinciones históricas entre los pobres y los pudientes. Hay en esto mucho de la reproducción del racismo que estructura y funda las relaciones sociales en el país (el más importante mercado de esclavos africanos en las América y el último del mundo en abolir esta esclavitud).

Los políticos de la centroderecha que, como muchas cosas en Brasil, llevan rótulos que no corresponden al contenido –los dos ejemplos más claros son el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y el Partido de la Social Democracia Brasileños (PSDB)– eran, lógico está, las fuerzas políticas idóneas para encabezar este grito que habla una cosa, pero explicita otra. Supieron capitalizar el momento e, incluso albergando entre sus filas a la mayor parte de los políticos denunciados por corrupción, se presentaron públicamente como quienes harían la limpieza del Estado. Y la están haciendo, pero en otro sentido. Uno muy parecido al de Macri en la Argentina: se perdonaron deudas millonarias de familias y sectores empresariales al fisco; se aprobó una reforma (destrucción activa, más bien) de los derechos del trabajo sin precedentes en la historia del país; se destrabaron las salvaguardas del tesoro nacional frente a la circulación especulativa del capital; se están privatizando reservas ecológicas y la situación de los bancos y empresas estatales que, hasta algunos meses eran superavitarios, es de colapso económico. La inflación disminuyó este último trimestre en Brasil, pero habría que desconocer enormemente la economía nacional para no ver en esto un signo de la brutal desaceleración productiva del país. Los niveles de desempleo, los más elevados de los últimos quince años, lo comprueban.

Al panorama chileno, lo vengo acompañando desde otra dinámica. Viví cinco años en el país trabajando como investigadora y educadora de universidades públicas y privadas. Acompañé activamente a mis estudiantes y colegas en sus debates por la educación pública y por el reconocimiento de la falencia del modelo neoliberal universitario implementado por Augusto Pinochet y por los políticos del pacto de izquierdas, otrora conocido como “la concertación”, que gobernaron el país por dos décadas seguidas tras la transición democrática agravando sin miedo escénico (o vergüenza moral) las políticas neoliberales antecedentes.

También discutí la reforma de la constitución (y la “inexplicable” permanencia de una carta magna otorgada en plena dictadura), el enfrentamiento popular al sistema de jubilaciones privadas y las demandas por la reforma de la (más que) insuficiente ley laboral. Asistí y viví en primera persona la criminalización del derecho de reunión de trabajadores, sufrí por las cortas (o inexistentes) vacaciones, por la limitación de derechos como la licencia médica, por la ultra-flexibilización de los trabajadores, por los contratos basura. Siempre hay más funciones que desempeñar que personas que las puedan ejecutar en las empresas, negocios, servicios: hay una impresionante generalización de la flexibilización laboral y una aún más sorprendente cultura de la enfermedad psicológica permanente por estrés (las asustadoras tasas de depresión y suicidio entre la población chilena en edad laboral ilustran la envergadura de este problema público). En las universidades como fuera de ellas, los trabajadores naturalizaron el “vivir para trabajar” como una sentencia inapelable: de vida y de muerte, ya que pocos son los que logran sobrevivir con las jubilaciones tras la privatización de la seguridad social. Hay que trabajar hasta morir. En fin, mis cinco años como trabajadora joven, mujer y migrante favorecieron una experiencia de inmersión profunda en la política nacional y en los modos operandi del neoliberalismo en su versión “chilensis”.

En mediados de 2015, le insistía a un amigo cientista social (que dedica su energía vital al análisis de las coyunturas políticas sudamericanas) que el cuadro configurado por los sucesos recientes en Brasil me causaba una extraña sensación de deja vu, de regreso a los 70. Argumenté que caminábamos hacia un movimiento coordinado, que era clara para mí la orquestación de las decisiones políticas entre mi país y Argentina. Todo parecía apuntar, para mi estupor, a la estandarización de un modo de hacer política que yo había visto muy arraigado en Chile, donde muchas garantías democráticas fueron construidas de forma plástica: como el caballo de Troya, son huecas, pero se prestan a llevar al enemigo adentro. El amigo me trató por exagerada, imaginativa, atribuyendo mi interpretación a mi gusto por películas de conspiración.

Dos años más tarde, escucho de él que tenía razón. Argentina y Brasil lograron, entre 2016 y 2017, lo que parecía impensable en términos de configuración de los imaginarios políticos: una creciente criminalización de los trabajadores (y de sus medios de representación colectiva); la aseveración de la sensación pública de que lo único que importa (y que se puede salvar) es el interés individual; la mercadorización de los derechos y bienes públicos (salud, jubilación, educación); una polarización política que merma la sensatez de los posicionamientos (la lucidez política es incapaz de oxigenarse sin la heterogeneidad de ideas y sin la posibilidad de que ellas se expresen y circulen públicamente). Argentina y Brasil se parecen, cada vez más, a Chile. A este Chile que se configuró como el proyecto “mejor acabado” del modelo neoliberal aplicado en Sudamérica.

En este escenario, en los tres países, se observa una creciente incapacidad de los sectores políticos menos conservadores y de izquierdas de leer, dialogar, comprender y hacer frente a los deseos políticos de las clases medias (emergentes, nuevas y asentadas). La falta de un canal de expresión y de diálogo para estas demandas aspiracionales y de distinción (y esto sin entrar en el debate moral de si son socialmente justas o no) es lo que nos inclina, en Argentina y en Brasil, a un gusto masivo por la post-verdad.

La expresión post-verdad es de un cientista político estadounidense, Ralph Keyes, que la usó para referirse a la tendencia pública de dejarse seducir por argumentos inverosímiles que colman o satisfacen deseos y aspiraciones. La post-verdad refiere a la constitución de discursos políticos que usan cualquier recurso con el fin de convencer. Nos conduce a la putrefacción de algunas salvaguardias éticas que, hasta ahora, pensábamos necesarias en las democracias. Pero la expresión se puso de moda, y esto también lo sabemos, debido a que esta forma de reaccionar en la política se ha vuelto asustadoramente genérica: Trump es quizás el ejemplo más claro de las posibilidades (nefastas) de su uso.

A propósito, recuerdo a un viejo profesor de sociología de la universidad que nos decía, irónicamente, que no perdiéramos tiempo buscando verdades y leyes sociales. Que nos dedicáramos a comprender qué creían las personas sobre la verdad y qué concesiones estaban dispuestas a hacer por esta creencia en cada momento histórico, en cada contexto. Hoy me atrevo a complementar su ironía: hay que observar también el juego de luz y sombras entre lo que la gente es capaz de ver o no. Y entre lo que la gente piensa que debe o no enunciar de las imágenes mentales que se monta sobre las cosas.

La genialidad de la hegemonía política de la post-verdad (globalmente y particularmente en Sudamérica) está, precisamente, en su capacidad de darle a sectores sociales que no se sentían representados por los discursos políticos disponibles, un elemento a partir del cual forjar una adhesión contextual que se parece por lo menos provisionalmente coherente con sus expectativas. No ofrece una verdad nueva, sino que legitima socialmente una forma (un tanto cínica, claro está) de relacionarse con la ausencia momentánea de sentidos creíbles o coherentes. Esta adhesión es imaginada, provisional, carente de paralelo con la realidad, pero es una adhesión, en fin. La post-verdad ofrece una alternativa que, incluso con toda la incongruencia del mundo, facilita el ejercicio de la imaginación sobre los bienes y carencias compartidos.

Pero lo que estamos viviendo ahora mismo, tanto en Argentina como en Brasil, es un periodo inmediatamente posterior al triunfo de esta post-verdad: en los dos países ha quedado clarísimo que muy poco de que lo que se pregonaba, ya fuera de parte del nuevo gobierno argentino o del grupo parlamentario pro-impeachment en Brasil, podría tomarse como cierto. Los medios de comunicación, los grupos civiles, movimientos sociales, las asociaciones, profesionales liberales, intelectuales y organismos públicos enuncian con cada vez más claridad la falacia de los propósitos que, hace poco menos de un año, justificaron una adhesión masiva a un cambio de vientos políticos. Poca gente insiste en ignorar que los corruptos políticos en Brasil no pretendían moralizar el Estado; pocos persisten en asumir que el gobierno de Macri podrá actuar en desmedro de los intereses de los sectores empresariales. Hay así una creciente consciencia sobre el carácter incierto de la post-verdad, pero esto no cambia en mucho el cuadro de intenciones políticas de la gente. Especialmente de las clases medias, que se han vuelto una gran piedra en el zapato de los sectores progresistas y de izquierdas.

Estamos adentrando a un periodo en que la post-verdad, descubierta en su falacia, da paso a una apatía política. Tanto en Brasil como en Argentina, adentramos en este extrañado estado de “post-mentira”. Paradojal como pueda sonar, la conciencia sobre la post-verdad nos acerca cada vez más profundamente a vivir nuestra existencia comunitaria política en estado de suspensión (reproduciendo un ethos colectivo muy distendido en Chile a partir de las reformas de los años 1980). Compartimos así una intrigante inclinación simbólica hacia no tomar ninguna medida sobre nuestros engaños recientes. Vemos la mentira en la post-verdad, la identificamos, sabemos que la hemos endosado, pero no estamos dispuestos aun a hablar sobre nuestra cuota de responsabilidad en ello.

Al mismo amigo que hace dos años, le digo que ni toda violencia neoliberal (dictatorial y post-dictatorial) logró quitarnos –en Argentina, Brasil y Chile– ciertas vicisitudes de nuestra vida como comunitaria política. Una comunidad imaginada, pero comunidad, en fin. Que se me tome por irónica o esotérica, pero sigo encontrando en el desorden heterogéneo de nuestros sentidos comunitarios elementos potentes de resistencia a los despropósitos políticos más recientes. La espera, como la moneda que aún no tocó el piso, puede caerse como cara o corona. El amigo repite lo suyo e insiste en no aceptarme el argumento. Consiento su incredulidad con la esperanza de que, quizás una vez más, el tiempo se encargue de situar favorablemente mis percepciones.