Trágico concierto del Indio Solari en Argentina: Perfume al filo del dolor
Es difícil escribir con el diario del lunes en la mano: Dice que hubo 10, o 7, o 2 muertos en el último recital del Indio Solari.
Somos cronistas y fuimos parte de la “misa”. Llegamos cansadas y cansados a los micros, a los autos, que nos traerían de vuelta. Empezamos a saber de la tragedia a partir de las innumerables llamadas perdidas. No teníamos señal (es difícil que haya señal en los amontonamiento de gente: marchas o recitales, sabemos que hay que tener paciencia), empezábamos a esperar noticias de quienes estaban allí (segunda máxima: se tarda en llegar, a los vehículos, a los puntos de encuentro, a las casas después de cualquier recital y más de los de Los Redondos/Indio). No importan ahora detalles o esperas, sí que hubo dos muertos y que eso empaña todo lo que se pueda decir.
Hubo un recital, lo hubo: la entrada fue hasta más ordenada que anteriores, en muchos casos no se cortó la entrada (también una constante: un poco por la idea de que nadie se quede afuera y por otro, ¿cuántas y cuántos hay que poner para cortar entradas? En los controles de Racing, por ejemplo, había varios controles previos, con vallas que limitaban el ingreso y fue uno de los shows donde más armas blancas y corridas hubo); y no había policía en los alrededores, simplemente porque desde aquella razzia en la que se llevaron detenido y asesinaron a golpes a Walter Bulacio, sumado a las letras antipoliciales que emite el anfitrión, ningún uniforme es bienvenido en los recitales ricoteros.
Fue por una lluvia que realmente moje…
111 días habían pasado desde aquel anuncio: la revancha sería un hecho. Aquel recital que el Gobierno de Olavarría había prohibido a Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota sería una deuda saldada con la presentación de El Indio y Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado en el predio rural La Colmena, de esa localidad bonaerense. Desde ese entonces, la revancha tenía como única preocupación si ese sería o no el último show de Carlos Solari, quien padece un Mal de Parkinson que avanza dejando dudas sobre la continuidad de su obra sobre el escenario.
Y hagamos acá un paréntesis: un error que le cabe al Indio ha sido esa manía de los últimos tiempos de resaltar públicamente que la muerte le está pisando los talones, que su enfermedad puede sacarlo pronto de los escenarios, por lo que cada show puede ser el último. Esto se ha exacerbado del anterior recital a esta parte, por lo cual a las miles de entradas vendidas, sumadas a las miles de personas que se calculan que van sin entrada, hubo que sumarle miles de personas que nunca habían concurrido a la “misa” por miedo a que ésta sea la última y el Indio no ofreciera más recitales. Nadie (sobre todo los más jóvenes) quiso quedarse con la espina de no haber visto alguna vez a los Redondos o al Indio, de vivir la procesión desde adentro, y, también, aquellos que alguna vez lo vieron, no quisieron perderse lo que parecía encaminarse a ser la última cena.
Poco antes de las diez de la noche, la banda salía al escenario para tocar “Barba Azul vs. el amor letal”, como otra revancha, saldando la deuda que había dejado pendiente el año pasado en Tandil, cuando desde el público alguien arrojó una zapatilla al escenario y el cantante decidió cortar el tema que apenas empezaba. Poco antes de las diez era todo una fiesta, aunque se percibía una energía particular en el ambiente, con un Indio Solari no tan conectado desde lo musical y más atento a algo que no estaba bien en el predio.
Sonaba el cuarto tema, “Ropa Sucia”, cuando Gaspar y el Indio advirtieron que frente a ellos, mucha gente caía y era pisoteada. “La gente de Defensa Civil, ¿dónde está? Hay gente tirada en el suelo. Si siguen empujando así no vamos a terminar el show”, gritaba Solari desde el escenario, quien además pidió a su público que se corriera dos metros hacia atrás y advirtió sobre lo que días antes había pedido en un comunicado, aquello de “cuidar a quien tenemos al lado” e ir a divertirse.
Pasó bastante tiempo para que se reanudara el show, aunque la situación no mejoraba. Adelante seguían los problemas, otros fanáticos se colgaban de las torres de sonido para ver el show desde arriba, desde el fondo seguía ingresando público, el espacio enorme se hacía cada vez más pequeño. Y en el escenario todo se desarrollaba con una desconexión musical que dejaba en el público la sensación de que algo grave estaba pasando.
Allí –desconectado y todo– el Indio pidió dos cosas: le habló a la generación de los 70 para que se contactaran con Abuelas si tuvieran dudas de su identidad (“Nadie les va a cambiar la vida –aclaró– pero se merecen saber quiénes son”); y alertó sobre la posibilidad de baja de edad de punibilidad, explicando que son mínimas las estadísticas de menores de 14 años que cometen delitos.
Minutos más tarde, la sensación era la de estar terminando un show que por algún motivo no estaba cumpliendo con la lista, un show que se había acortado y que no representaba una fiesta para nadie.
La catarata de desinformación empezó a llegar: era sabido que los diarios alineados con el gobierno no habían enviado periodistas para cubrir el show. Incluso desde el oficial Télam se publicó información errónea en la madrugada, con la respuesta de su comisión interna, que ve en la precarización del trabajo la grieta por donde se cuelan las informaciones no chequeadas.
Además de la tergiversación de lo que sucedía, las opiniones en redes sociales que corrían tanto por derecha como por izquierda al Indio Solari no aportaban a lo que se percibía como necesario: ayudar, ser puentes para que familiares y amigas y amigos conocieran el estado de sus seres queridos. En ese sentido, una gran red se armó para empezar a conocer la información que no podía dar el periodismo ausente en el lugar: listado de internados, personas con los micros demorados, varados sin señal de teléfono o, incluso, con las baterías descargadas.
Y es ahí donde se cuela un tema que poco se tiene en cuenta ahora, que es la solidaridad y el sentimiento de hermandad que se teje en estos recitales desde hace años. Todo lo que hay se comparte, se ayuda a alguien que se cae, se sostiene a las o los fisuras hasta que se despabilen, se prioriza el bienestar de niñas y niños (sí, que se llevan, como se llevaron a Cromañon, por deseo de compartir eso que es parte de una vida, de un sentimiento) ante una avalancha más fuerte, y en “Jijiji” se abraza al del lado como si fuera un gol de tu equipo.
Con tanto humo el bello fiero fuego no se ve
No se pueden eludir responsabilidades: el Estado, primero y principal, porque es garante de la sociedad toda. Que una ciudad como Olavarría (no desarrollada turísticamente, incluso) acepte ser responsable del “pogo más grande del mundo” le cabe a la Intendencia. También está la organización privada del recital, y ahí podemos retomar experiencias pasadas y sentir que sí, que siempre está a punto de estallar todo en cualquier convocatoria multitudinaria. Que los ingresos ya empiezan a ser apretados y molestos; que las salidas suelen ser aún peores, no sólo por el cansancio físico que ya se trae desde el recital y desde los kilómetros recorridos y las cientos de cuadras caminadas, sino por las calles cortadas, los desvíos, las pocas vías de egreso; que los pogos y avalanchas empeoran a medida que se avanza y que se hacen insostenibles en momentos. Todo eso es cierto. También lo es que hemos hecho un culto de esto mismo, y que la mayoría regresó siempre porque todo eso se compensaba con otros rituales que no tienen que ver con la música en sí y que se generan a lo largo de las horas o días previos al show.
Por eso suena hipócrita escuchar o leer a medios que nunca estuvieron a la altura (o que nunca bajaron, mejor, desde sus pedestales de opinión) de lo que sucedió en cada recital; o que esos mismos medios hablen de las víctimas desde un lugar paternalista: son quienes ofenden a nuestros pibes cada día cuando los tildan de negros, villeros, drogadictos, ladrones, asesinos… Por eso, también, que el vocero del Estado Nacional, Mauricio Macri, diga que esto sucede cuando “no se cumplen las normas”, resulta una contradicción cuando el intendente de Olavarría, Ezequiel Galli, pertenece al “cambio” que propone su partido.
Volvamos algunos años atrás. Es interesante, lo planteaba la prensa respecto de los recitales de Los Redondos. Luego del de abril de 2000 en River, en el que ya eran famosos los “disturbios” y el alboroto agitado por parte del periodismo alineado con la misma criminalización de la juventud que sostienen hoy, la crónica del diario La Nación sostuvo: “No debe faltar mucho para que los psicólogos locales incorporen a su léxico una nueva expresión clínica: síndrome ricotero”. ¿A qué se referían?: “Podría ser definido como el miedo que la banda que lidera el Indio Solari provoca entre gente que vive cerca del lugar en donde ofrece un recital”. Vecinos aterrados por el “vandalismo”, señoras horrorizadas por la transformación de su barrio, propietarios atemorizados por la invasión de la propiedad privada eran reflejo fiel del abismo cada vez más grande que desembocaría en el estallido de 2001.
Ayer la gente de Olavarría abrió las puertas de sus casas, salió a la puerta a vender comida o bebida, estampó remeras con el nombre de su ciudad y alquiló los baños de sus casas o los enchufes con cargadores para celulares.
Lo que se trasluce con cierta claridad, en el medio de tantas sombras –nada es simple en esta trama, las complejidades afloran una y otra vez–, es que el ritual ricotero, la peregrinación para ver al Indio, la “misa”, han trascendido al creador. Como todo fenómeno popular de masas, el Indio responde a una lógica que por momentos escapa a su voluntad, es decir, el proceso es independiente de la voluntad del artista, en este caso. En la dialéctica cantante-público, hay un tire y afloje constante. El artista pone ciertas reglas (elige el lugar, la fecha y el precio de las entradas), pero sabe que, por ejemplo, tiene que respetar ciertas costumbres que sus seguidores le imponen. A saber: ¿alguien se imagina algún recital de Indio que no cierre con “Jijiji”? Esto responde a una necesidad impuesta desde la masa, desde el público, que quiere despedirse del ritual con el último esfuerzo sobrehumano, donde se condensan el cansancio de los cientos o miles de kilómetros realizados y otras frustraciones que son descargadas con ese pogo final.