¿Por qué el Frente Amplio tiene que tomarse en serio la presidencial?

¿Por qué el Frente Amplio tiene que tomarse en serio la presidencial?

Por: Cesar Guzman-Concha | 15.03.2017
El Frente Amplio tiene la oportunidad de representar este ánimo anti-establishment. Si lo hace inyectándole contenidos de solidaridad, justicia social y regeneración social y política, podría al mismo tiempo prevenir la aparición –inminente, en mi opinión- de un populismo de derechas de carácter nativista, defensivo y excluyente, como el que vemos en las versiones de Farage, Marine Le Pen o el mismo Trump.

Porque vivimos en tiempos de cambio. Hay un proceso en curso, de reacomodo al interior del sistema político. Este es el resultado de varios fenómenos que se superponen y transcurren en paralelo, reforzando el efecto general de cambio y reacomodamiento. El primero es que el clivaje surgido con el plebiscito de 1988 pierde vigencia, lo que significa que los dos bloques que han dominado la política chilena desde entonces tienen dificultades para ejercitar liderazgos y asegurar consenso o aquiescencia en la población. En segundo lugar, los partidos políticos predominantes dan signos de agotamiento y descomposición. Muchos partidos han actuado como agencias de empleo, vehículos de ascenso social, o plataformas personales. Por eso la proliferación de escándalos de corrupción de diverso tipo, la captura del Estado por ciertos grupos, y la extensión de la connivencia entre intereses privados y política, que alcanza unos niveles que ni los más pesimistas habrían imaginado hace sólo pocos años atrás. En tercer lugar, los grupos sociales se autonomizan de sus viejas lealtades con estos partidos, haciéndoles más difícil ejercer sus roles de dirección social y política de la sociedad. Ciudadanos menos leales a la vieja oferta política los hace proclives a buscar nuevos referentes, y he aquí por qué el Frente Amplio se encuentra ante una ventana de oportunidad

Estas tres tendencias descritas más arriba no son recientes. En realidad, son tendencias que empezaron su recorrido a partir de la segunda mitad de los años 1990s. Desde entonces, las fuerzas políticas predominantes han sido incapaces de prevenir su despliegue o de morigerar sus efectos: la impericia en la ejecución de políticas públicas, la captura de ciertos servicios públicos por parte de caciques o barones que actúan como propietarios de los partidos (motivada por codicia, la entrega de prebendas, el viejo “cómo voy ahí”), y una visión cortoplacista de la actividad política, han contribuido a resquebrajar los vínculos entre sociedad y política. En efecto, pocos partidos parecen adscribir a idearios de sociedad y muy pocos líderes se muestran comprometidos con ideas o valores trascendentes o modelos de sociedad. En esas circunstancias es muy difícil que puedan ofrecer relatos con capacidad de cautivar y generar lealtades sociales. Es cierto que la política es el arte de hacerse con, y de conservar el poder. Pero cuando esto se transforma en el único propósito de los políticos, y éstos se resisten al escrutinio y control ciudadano, entonces el sistema en su conjunto entra en crisis de legitimidad. Y he aquí otra ventana de oportunidad para el Frente Amplio: sus opciones en noviembre dependen de que sea capaz de reivindicar un conjunto de valores y propuestas y de ofrecer un relato de cambio realista (parafraseando a Churchill, un cambio que no vendrá sin esfuerzo, sudor y lágrimas). La probidad y la regeneración del país dependen de romper el contubernio entre grandes empresas y política.

Las fuerzas políticas que han predominado desde 1990, a pesar de sus debilidades y problemas, tienen oportunidades y la capacidad para recomponer sus vínculos con la sociedad. El proceso político actual está abierto, sería un error suponer que oportunidades o tendencias están fijando el futuro. Los actores juegan sus cartas, hacen sus apuestas, pueden acertar o equivocar. En el campo de la centro-izquierda, su mejor carta de recomposición estuvo en la figura de Michelle Bachelet. Sin embargo, por razones de sobra conocidas, su liderazgo fue herido de muerte y con éste cayó también el impulso reformista que caracterizó el primer año de su mandato. Aunque se compara a Alejandro Guillier con el liderazgo de Bachelet en su primera elección, no está claro que será capaz de encumbrarse a los niveles alcanzados por ella en el pasado. Al día de hoy, ni siquiera es claro si la Nueva Mayoría será capaz de disputar primarias legales. El hecho es que hoy casi todos los partidos de la Nueva Mayoría se enfrentan a problemas muy serios, incluyendo las dificultades para cumplir con la nueva ley de partidos, carencia de legitimidad social y ausencia de figuras que sean algo más que caudillos locales o administradores de prebendas. La cuestión del refichaje es muy significativa a este respecto: revela hasta qué punto algunos partidos se transformaron en máquinas de poder en manos de muy pocas personas, desvinculados de grupos sociales cuyos intereses se verían representados por ellos. Con todo, es notable cómo la Democracia Cristiana, a pesar de su declive, conserva una capacidad importante para movilizar militantes y adherentes y para generar liderazgos políticos con potencial. No es descartable que el sistema político actual se pueda regenerar a partir de la recreación de un nuevo espacio de centro o centro-derecha, especialmente si grupos liberales escindidos de la derecha y la concertación coinciden en una estrategia común, y si se imponen los esfuerzos por alienar a la izquierda de la Nueva Mayoría. He aquí otra oportunidad para el FA: muchos de quienes de buena fe vieron en Bachelet una esperanza para realizar un gobierno genuinamente social-demócrata en 2013, hoy observan con frustración y desasosiego que los límites del pasado siguen vigentes. También a ellos hay que hablarles.

Hay precedentes que muestran la volatilidad del electorado concertacionista y la competitividad de terceros candidatos. En 2009, Marco Enríquez-Ominami quebró a la Concertación en los hechos, arrastrando a un electorado crítico con la alianza de la centro-izquierda, e incluso en 2013, el mismo MEO, compitiendo contra una Bachelet en su mejor momento, obtuvo un nada despreciable 10% de las preferencias. A nivel local, la victoria contra pronóstico de Jorge Sharp en Valparaíso muestra que actuando unida y detrás de un buen líder, la izquierda es capaz de derrotar a candidatos con mayor tonelaje financiero y mediático. La amplia mayoría de Sharp fue posible porque convocó a un electorado que en el pasado fue fiel a otras ofertas del centro-a-la-izquierda –y no porque los abstencionistas se hubiesen incorporado masivamente al proceso electoral para respaldar a un outsider izquierdista.

Vivimos en un momento populista. No sólo en Chile, las instituciones y los actores de la democracia liberal están en crisis. Grupos desafiantes o marginales al sistema cuentan ahora con oportunidades para hacerse de cuotas de poder impensables en el pasado, especialmente cuándo despliegan un discurso anti-establishment y desafían a las elites del poder confrontándola a la ciudadanía llana. Pero antes que una ideología, el populismo es una estrategia que puede ser empleada por grupos variados. Hasta ahora, en Chile no ha habido intentos serios de crear un espacio populista de derechas, navegando sobre el evidente ánimo anti-elites presente en la sociedad, sobre todo en los sectores populares –al estilo de lo que hizo Nigel Farage en el Reino Unido o Alberto Fujimori en Perú en los 1990s. Repito: hasta ahora. El Frente Amplio tiene la oportunidad de representar este ánimo anti-establishment. Si lo hace inyectándole contenidos de solidaridad, justicia social y regeneración social y política, podría al mismo tiempo prevenir la aparición –inminente, en mi opinión- de un populismo de derechas de carácter nativista, defensivo y excluyente, como el que vemos en las versiones de Farage, Marine Le Pen o el mismo Trump. Si el FA no lo hace a la brevedad, le será después muy difícil recuperar terreno y ofrecerse como alternativa genuina de representación de los perdedores con el modelo. Aquí, por tanto, el FA tiene una oportunidad y una tarea urgente.

Tomarse en serio la elección presidencial implica ofrecerse al país como si él o la candidata fuera realmente a ganar. Implica evitar la suposición de que esta elección es una estación intermedia hasta que los ‘tapados’ (Boric, Jackson) tengan edad de ser candidatos. Implica reconocer que las elecciones son espacio para construir poder, y que su carencia (la marginalidad) puede desgastar tanto como su ejercicio constante. Implica ver éstas elecciones como una oportunidad de proponer liderazgos para otras tareas (pronto habrá que participar de las elecciones para gobernadores regionales, y no es aventurado pensar que el FA podría tener buenas opciones en algunas de ellas). Implica seleccionar nuevos liderazgos que puedan descomprimir la presión en torno a los dos diputados del conglomerado, que abra el juego a otros nombres. Implica reconocer la fuerte sinergia entre las parlamentarias y la elección presidencial: buenos candidatos en los distritos impulsan al candidato/a presidencial, así como éste refuerza a nuestras aspirantes en sus respectivos distritos.

Implica admitir que un mal desempeño en la presidencial lesiona la credibilidad y potencialidad del FA, y le hará las cosas más difíciles en todas sus futuras tareas tanto electorales (próximas municipales, elecciones regionales) como en el mundo social. Tomarse en serio la presidencial implica acelerar el paso y correr riesgos.