Mon Laferte: Nuestra falta de querer

Mon Laferte: Nuestra falta de querer

Por: César Tudela | 27.02.2017
Ni el infame cáncer que la afectó, ni los prejuicios de un segmento del público nacional, ni la miopía de los medios y la industria han frenado a Mon Laferte. Por eso, la gloria, esa que está destinada sólo para algunos pocos en nuestra tierra, sin duda está esperándola.

En 1974, y en pleno auge de la edad de oro del rock, aparece un grupo que cambiaría para siempre la historia de la música pop: Abba. Hoy, es imposible referirse al estilo sin remitirnos al primer milagro sueco. Pero Abba, en sus inicios fue un grupo resistido por el gran público melómano, siendo catalogados como “irrelevantes” tras haber aparecido en el escenario del pop en aquel año gracias al triunfo obtenido en el concurso televisivo Eurovision, con la canción ‘Waterloo’.

Fue la crítica especializada y la misma televisión que clasificaron como “frívola y pasajera” la música de Abba a mediados de los 70, usando el impacto masivo de los medios para restarle credibilidad artística al grupo. Pero a pesar de ser descartados por ser ganadores de un concurso de talento musical, al igual que por ser culpables de un estilo estrafalario, de musicalidad brillante, de estribillos pegadizos y de melodías perfectas, Abba se transformó en uno de los grupos pop más famosos e influyentes de la historia. Sin ir más lejos, para 1975, desconectados del filo ideológico propuesto por el rock de aquel tiempo y ubicados en la conciencia colectiva como un grupo desechable por la ausencia de una posición contra el establishment (como sí lo hacía el rock), Abba era número #1 en más de una decena de países.

Estos prejuicios hoy están más latentes que nunca en la música popular, a un click de distancia en alguna red social. Pasa, por ejemplo, con las premiaciones musicales de nuestra era, que parecen “frívolas y pasajeras”, haciendo que cada vez que un artista que gana algún premio o se ubica en la cima de alguna lista, se le justifique el éxito gracias al medio: “a que sale en la tele”, “a que está en un sello grande”, "que tiene contactos", y no a su carisma o a su talento.

En la última noche del Festival de Viña fuimos testigos de cómo nos podemos equivocar los que nos consideramos amantes de la música cuando nos dejamos llevar por los prejuicios. El éxito apabullante de Mon Laferte sobre el escenario de la Quinta Vergara nos demostró que el talento y el carisma siempre van a primar a la hora de hacer música, de esa que recordaremos por años. Porque más allá de los galardones, lo de la madrugada del domingo 26 de febrero fue la consolidación de un trabajo silencioso, pero de años de esfuerzo.

Porque el regreso triunfante de Mon Laferte, casi como soberana absoluta del pop nacional (con todo el respeto, admiración y fanatismo que se merecen las carreras también luminosas de Camila Moreno, Ana Tijoux o Fran Valenzuela), obedece a su historia –desde su lugar de origen hasta el cáncer que la atacó–, a su re-nacimiento artístico, pero sin olvidar quién es: la joven del barrio viñamarino Gómez Carreño que jamás abandonó su sueño, y que hasta intercambió su canto por un palto de comida. Por eso el fenómeno. Ella fue más allá de su destino: de ser una más de las inocentes cantantes que pasaron por Rojo (con edición de disco y canciones con amplia rotación y éxito comercial de por medio), de ser más que una artista callejera y de bares de poca monta, de incursionar no solo en la balada pop, sino también en el rock, el soul, el ska, el bolero, el folclore, la música cebolla, seguro con el entendimiento de que la música no tiene límites.

Todo eso ha servido para su propia construcción, desde todos los flancos: en su imagen, en su musicalidad, su performatividad, su discurso. Una construcción que está lejos de ser "frívola y pasajera", porque el camino que le ha tocado recorrer, con la convicción de su pasión y la persistencia en el oficio, después de todo, ha sido lo más emocionante para alcanzar el éxito y el reconocimiento. Como su pequeña gran victoria festivalera, donde quince mil personas estuvieron coreando y emocionándose con sus canciones, con una pifiadera monstruosa para exigir un reconocimiento creado para artistas descollantes y de amplia trayectoria. Eso es jerarquía.

Posiblemente, ese público no esté equivocado y nos encontremos contemplando al fenómeno musical chileno de la generación. El escritor canadiense Malcolm Gladwell, en su libro Outliers (2008), plantea la hipótesis que para ser realmente bueno en un oficio se requieren diez mil horas de práctica. Para sostener esta idea, ejemplifica con The Beatles y su famosa estadía por Hamburgo (Alemania). Cuentan los biógrafos que los ingleses tocaron aproximadamente esa cantidad de horas, en todo tipo de lugares, lo que les dio la expertice suficiente para grabar sus primeros éxitos con los que conquistaron al mundo. Guardando las proporciones del caso, podemos decir que Mon Laferte, en sus más de diez años trabajando constantemente desde México (hagan el ejercicio de contabilizar las horas), ha conseguido, a lo menos, el aplauso cerrado de un público transversal en el escenario popular más importante de Latinoamérica, como hace mucho tiempo no lo presenciábamos (quizás, desde el 2001 con los dos Estadio Nacional repletos en el regreso de Los Prisioneros).

Ni el infame cáncer que la afectó, ni los prejuicios de un segmento del público nacional, ni la miopía de los medios y la industria han frenado a Mon Laferte. Por eso, la gloria, esa que está destinada sólo para algunos pocos en nuestra tierra, sin duda está esperándola.