Carta abierta a Gabriel Salazar: Un perdón decepcionante
Esta es la primera vez que dedico un escrito de este tipo a una persona. No sé cuál motivo de todos los que se me vienen a la cabeza escoger para justificarme. Quizá se deba a que, por diferentes razones, he sido profesor de numerosas carreras, muchas de las cuales tienen un porcentaje mayoritario de mujeres. Quizá porque en mi profesión comparto labores cotidianamente con destacadísimas académicas. Quizá sea también porque mi infancia la podría resumir en una imagen mía rodeado de las imponentes mujeres que me criaron. Quizá porque, al igual que él, provengo de estratos sociales excluidos del país y una parte de mi sigue ligada a la Universidad de Chile. Quizá es todo eso junto. Lo cierto es que luego de leer con calma la carta abierta del profesor Salazar, me encontré haciendo esto.
Es que su carta en defensa propia es, cuando menos, decepcionante.
Su primera parte es un breve análisis literario sobre el género de las cartas abiertas, muy enfocado en su situación y escasamente aplicable a dicho formato de escritura en general. De hecho, si se emplea este análisis para todas las cartas abiertas, uno no necesita llegar al punto II de su propia carta, pues ya especificó que el formato mismo es cuestionable.
La segunda parte contiene el argumento general. Se trata de la defensa de su punto de vista y sus razones son variadas. Señala su escaso conocimiento del caso de acoso sexual al cual se refirió (!), apunta a su apretada agenda académica, su amistad con el acusado, su experiencia en la dictadura y, aún más atrás, su vida juvenil. Esta última es posiblemente la explicación más llamativa de todas las anteriores. El argumento es que en los años 1960 había otro concepto, otra “cultura”, respecto de las relaciones de género intergeneracionales. Es llamativa esta defensa, pues es un argumento para justificar su propia concepción de mundo, la cual apenas se habría alterado luego de casi medio siglo de vida.
La tercera parte es menos general y se descompone en cuatro reproches, frente a los cuales el profesor se defiende. Del primero sale airoso -con ayuda de un añoso diccionario. Del segundo escapa inteligentemente cambiando el término ‘nuevo’ por ‘excesivo’. En el tercero, las respuestas ya no pintan tan bien. Su argumento es totalmente ad-hominem (una falacia que él mismo descarta en la primera parte de su carta), pues se basa en su trayectoria, sus premios y buenos oficios. Nada más. Finalmente, en el último punto explica su leitmotiv: la historia social y la educación popular, dejando en claro que dichas corrientes se fundan en un sentimiento de solidaridad y que las acusaciones que se le hacen juegan en contra de ella y se convierten, finalmente, en un tipo de falsa solidaridad, una ‘solidaridad neoliberal’.
Tiene mucha razón el profesor Salazar al observar que detrás de las críticas hacia su persona hay seguramente intereses nada santos. Los académicos sabemos bien que dichos intereses son reales. Muy reales. La seriedad de su trabajo, su enorme productividad y la calidad de todos sus escritos, deben haber despertado muchas envidias en el ambiente. En cierto modo ha sido también víctima de una costumbre popular muy antigua: crear figuras públicas a las cuales amar y luego destruir. Dudo que Gabriel Salazar haya buscado ser un personaje famoso, influyente más allá de los círculos académicos y venerado en las mismas redes sociales que ahora lo crucifican.
Pero nada de esto explica por qué en su carta no hay siquiera una palabra que sea cercana a lo que conocemos usualmente como una disculpa. Esto deja un campo de juego prácticamente interminable para todo tipo de lecturas, especialmente aquellas que gustan de atribuir malas intenciones. Como no nos conocemos personalmente y no tengo más referencias que sus libros y artículos académicos, sería irresponsable que yo siguiera esa línea. Además, de seguro ya hay alguien con ganas de llenar ese espacio.
Mi único reproche en este sentido es el siguiente: ¿por qué no pedir disculpas?
Uno puede tener muy buenas intenciones, pero en la comunicación siempre hay oyentes que pueden verse ofendidos. Esto es casi un axioma. Es cierto que a veces los sociólogos, antropólogos o los mismos historiadores exageran las cosas y llaman “violencia” a cuestiones apenas ofensivas, pero en el caso en cuestión hubo hechos acreditados y sancionados.
En la misma carta se desaprovecharon todas las oportunidades para presentar unas sinceras disculpas. Ya en el primer párrafo de la segunda parte de la carta aparece la primera oportunidad. Si es que no se tuvo buen conocimiento del tema del cual se opinó, resulta perfectamente comprensible que incluso un hombre de letras cometa una equivocación, más aún si se trata de un profesional acostumbrado a trabajar con fuentes y que sabe que éstas nunca son 100% fiables. En el resto de la carta, cabían perfectamente otros momentos para pedir las excusas.
Lamentablemente, no hay nada de esto en la carta abierta del profesor Gabriel Salazar. Cuando un ciudadano cualquiera ofende, con intenciones o no, a todo un colectivo que lleva décadas de lucha por la igualdad de derechos, lo más razonable es pedirle a éste que reflexione sobre las consecuencias de sus actos o palabras y que dialogue con quienes le piden explicaciones. Si es que la expresión púbica del perdón no goza de buena prensa –puesto que se ha usado para beneficio personal en muchos pasajes de nuestra historia- y por eso la evita, pudo buscar otros medios. Los mismos argumentos que están vertidos en la carta pueden ser el aval de que su arrepentimiento es real y que no hay detrás de ellos una búsqueda instrumental por lavar la imagen dañada o de responder con ironía.
Como nada de esto ocurrió y se han dejado abiertas las heridas, me permito pedir disculpas a título personal y profesional a las estudiantes afectadas, a las colegas académicas ofendidas, a las ciudadanas que en silencio soportan todo tipo de abusos en sus trabajos y hogares, y a toda la comunidad que se ha visto tocada por este caso y sus implicancias. Incluso los académicos que debiésemos ser más sensibles a estos casos cometemos errores y no entendemos bien los alcances de nuestro quehacer. No puedo ser juez del caso, pues como académico soy también parte de él indirectamente, de modo que no voy a emitir condenas. Lo que sí puedo hacer es mostrar arrepentimiento, aunque no haya sido yo el acosador, su encubridor o su abogado. Se trata simplemente de una cuestión deontológica y de los deberes que de allí se derivan.
Se debe fomentar una cultura de diálogo sincero entre académicos, estudiantes, funcionarios y autoridades, de modo que este tipo de casos se resuelvan por medio del entendimiento y, si la gravedad de los hechos así lo amerita, con el concurso de las leyes. No solamente la universidad y sus estamentos, sino el país entero, esperan más de nosotros.