Memorias de octubre (20): Karl Marx saltando entre los fantasmas
Al principio no había ningún fantasma, apenas un pequeño duende. Del pequeño duende se decía que era temible y que recorría Europa, cuyas fuerzas se habían unido en una santa cruzada con el fin de cazarlo. La tipografía escogida en 1848 por la Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes de Londres para dar curso visual a esas palabras no era probablemente la más adecuada: era la gótica. La gótica (empleada por ejemplo para la primera edición de El Quijote) era demasiado suntuosa o decorativa, reclamaba un protagonismo que no era propio del resto de las familias tipográficas, formadas en aquel entonces por las cursivas, las palo seco y las romanas, éstas últimas mejor acopladas que cualquiera para pasar desapercibidas y limitarse a ser buenas obreras de los signos. En conclusión: se partió proponiendo un cambio en la tipografía.
El texto del que se trataba no era cualquier texto, era nada menos que El Manifiesto Comunista, a la larga el panfleto político más leído de la historia. La primera traducción había estado a cargo de una mujer, la mujer era una feminista y se llamaba Helene MacFarlane. Era ella quien había tomado la decisión de dar a ese espectro que se movía satíricamente por el corazón de Europa el paroxístico nombre de “duende temible”. El problema era que el comunismo había nacido de un apretado cenáculo viril que a las mujeres no tendía a considerarlas en demasía, motivo por el que muy pronto entraría en escena el traductor Samuel Moore, quien barrió definitivamente con aquel duendecito para proponer el vocablo que hoy conocemos: fantasma.
Marx ese vocablo en inglés no llegó a conocerlo, puesto que Moore lo empleó por primera vez en 1888, cinco años después de que el Moro muriera. De ahí en adelante el fantasma no fue ya temible: recorría ahora Europa contrarrestado el temor que en apariencia exteriorizaba aquel duende y también aquel otro espectro que en El Dieciocho Brumario invadía el presente deteniendo el flujo de las potencias oníricas de los hombres. En un formidable libro de reciente publicación, Estética y producción en Karl Marx, el filósofo Carlos Casanova coteja de un modo impecable la vida de estos fantasmas: el triste, el atribulado, pero el que se despliega también junto a todas las fuerzas libres de la humanidad.
En el Manifiesto Marx había pensado evidentemente en el segundo. Pero eso no ocurrió de inmediato: en el año 1847 el Partido Comunista aun no existía, lo que existía era una Liga y la Liga quería practicar su rito de iniciación apelando al viejo catecismo de las sociedades secretas. El asunto estaba en la punta de ovillo de la revolución francesa, donde la francmasonería había terminado por convertirse en el armazón clandestino sobre el que se apoyó el aparato político del Partido Jacobino, pero a Marx los secretos no le interesaban, salvo para contar chistes verdes, que era incapaz de reproducir delante de las damas. Tan así que una de las discusiones más fuertes que tuvo con Engels fue a propósito de este tema: “el general” apelaba a un pronunciamiento velado y él en cambio se preguntaba por qué un revolucionario debía esconder sus intenciones.
La defensa de esta postura consiguió que en los nuevos estatutos aprobados en el Segundo Congreso de la Liga Comunista le encargaran finalmente a él la redacción del célebre Manifiesto, aunque fiel a una costumbre que lo acompañaba desde la infancia postergaba una y otra vez la tarea y dejaba a todo el mundo esperando. Lo habían expulsado ya de Alemania, de Francia y en Inglaterra, en Londres para ser más específico, donde viviría la mayor parte de su castigada vida, aun no pensaba. Por ahora se había trasladado a Bruselas, el destino que tenían con Jenny más a mano y al que no tardaría en llegarle su merecido ultimátum: empezaba el año 1848, era un veinticuatro de enero y la carta decía que “el Comité Central encarga a su comité regional de Bruselas que se comunique con el ciudadano Marx para señalarle que si el Manifiesto del Partido Comunista, a cuya elaboración se comprometió en el último congreso, no llega a Londres antes del primero de febrero del año en curso, se tomarán serias medidas en su contra”.
Marx no conocía mejores condiciones para el trabajo que la amenaza o el apremio, razón por la que se encerró en su pequeño estudio de la rue d’Orléans (era en el número 42 de esa calle de Bélgica) y se pasó una noche entera bebiendo cerveza, fumando tabaco y trazando una frase tras otra. Cuando salió de la habitación a media mañana, todo era una nube del humo, pero el primero de febrero el texto estaba ya en Londres: se calculaba que con él la burguesía “había producido a su propio sepulturero” y fuera como fuera había por fin un nuevo Partido.
La creación de ese Partido en Bruselas coincidía ahora con las noticias que empezaban a llegar de Francia: los trabajadores hacían barricadas en las calles de París, la revolución parecía un hecho y el mismo Guizot que había firmado en 1845 la orden de expulsión de los Marx y del que en el Manifiesto se detallaba que había llegado a unirse “en su santa cruzada con Metternich y el Papa y el Zar” era cesado como Presidente a menos de un mes de la publicación del panfleto. Luis Felipe correría la misma suerte al día siguiente y tres semanas más tarde lo seguiría el mismísimo canciller Metternich cuando a Berlín llegaron las incendiarias proclamas. El fantasma que “recorría Europa” se daba de esta manera la razón a sí mismo: era una potencia onírica que se corroboraba en la eficacia de su propio despliegue. La Francia libre volvía a abrir sus puertas y en el diminuto apartamento de Bélgica un Marx sonriente hacía las maletas.
Pero el fantasma no iba a durar: en París la fiesta fue corta y tras una breve pasada por su adorada Colonia Marx tuvo que encaminarse junto a Jenny y los niños en dirección a Londres, donde una de las primeras cosas que hizo fue redactar El Dieciocho Brumario: el fantasma de todas las fuerzas humanas liberadas del karma de la propiedad privada regresaba otra vez vestido de penas rememorativas. Todo el pasado retornaba para estancar una vez más la movediza inquietud de la historia.
Habría sido una historia hermosa si no se hubiese interpuesto en el camino “el sobrino del tío”, el abominable plebeyo Luis Bonaparte, una historia que hubiera requerido por cierto de alguien que la contara en alguna Memoria. Esa Memoria, a diferencia del Manifiesto, nunca llegó a existir, pese a lo cual no fuimos pocos los que intentamos narrarla. Lo hicimos apelando, como le había ocurrido a Marx, a algún que otro sueño, convencidos acaso de que la ficción es menos la parte falsa de la verdad que la distorsión que a la realidad le da su potencia, siempre eso sí con sus correspondientes recaudos, siempre con su merecido y adorable adiós, uno que en octubre es tan común que resuene.