Una experiencia de trabajo compartido (I): Legislar sobre el VIH/SIDA
No resulta fácil traer a la memoria y relatar toda la riqueza de aquella experiencia que, a instancias de grupos de la sociedad civil y especialistas del Ministerio de Salud (CONASIDA), se inicia en los últimos meses del año 1994. Muchos fueron los actores y muy amplio el debate que permitió llevar a cabo la demanda que se nos formulara de elaborar un proyecto de ley que abordara la entonces mortal pandemia del VIH/SIDA, y lo hiciera en el marco de las orientaciones que estaban siendo entregadas por los organismos internacional de derechos humanos y de salud.
Origen y fundamentos del proyecto de ley
Asumimos esta tarea mediante un trabajo interdisciplinario y sistemático, llevado a cabo en reuniones de trabajo en las que fue posible integrar los conocimientos científicos y orientaciones entregadas por organismos internacionales con los graves problemas y dramáticas condiciones de vida a que se enfrentaban quienes vivían con el virus o padecían la enfermedad.
La tarea compartida no resultó difícil. En ella fue posible conocer más profundamente la realidad de esta nueva pandemia; comprender las complejidades que presentaba su abordaje preventivo y terapéutico por tratarse de una patología cuya vía de trasmisión apuntaba a áreas culturalmente vividas como tabú y marcadas por el prejuicio y la irracionalidad, y junto con ello hacernos cargo de lo indispensable que resultaba enmarcar esta iniciativa legal dentro de los principios de dignidad y respeto emanados de la Convención por los Derechos Humanos.
Fue este trabajo conjunto e interdisciplinario lo que permitió que al cabo de alrededor de 18 meses pudiéramos presentar, en un Seminario realizado en Santiago y abierto a especialistas y comunidad en general, la moción recién terminada, su fundamentación, ideas matrices y articulado, en un texto que luego sería presentado e ingresado a la Cámara de Diputados para que iniciara su discusión en la Comisión de Salud de dicha cámara, lo que ocurrió el 6 de agosto de 1996.
Nuestra moción contaba con una amplia y completa fundamentación. Lo primero era reconocer que la infección provocada por el virus de la inmunodeficiencia humana representaba un grave problema social y de salud pública. Sin contar todavía con medicación capaz de detener el proceso que llevaba inevitablemente a la muerte, la epidemia se extendía afectando de manera exponencial a la población. Las cifras así lo indicaban. Más de 100.000 nuevos casos de SIDA en el mundo eran notificados por la OPS y en nuestro país el número de enfermos y de quienes vivían con el virus crecía en forma alarmante, ya que de un caso notificado en 1984, la cifra ascendía al 31 de marzo de 1996 a 1.456 enfermos y 2.203 portadores, con 909 personas fallecidas.
Gran importancia para el equipo de trabajo revistió el conocer las nuevas características que estaba mostrando la pandemia, muchas de las cuales modificaban su carácter inicial que había dejado una marca difícil de erradicar al haberse concebido como “enfermedad de la colonia gay”. La información que recibíamos y la abundante literatura que comenzaba a conocerse modificaba radicalmente esta idea y nos exigía reconocer que todos éramos población en riesgo. Los datos en Chile eran muy decidores en este sentido. Aumentaba la presencia del virus en las mujeres, modificándose la proporción hombre - mujer que alcanzaba 15:1 en el periodo 1984-1991 y que en cambio registraba un 10:1 en el periodo 92-96. Por otra parte, los datos registrados indicaban que la población etaria más afectada en la que se concentraba el 85% de los casos, eran hombres entre 20 y 49 años, es decir, el grupo que mayor impacto tiene en la economía del país. Otro hecho significativo era el aumento de los heterosexuales infectados, lo que se mostraba en el cambio de la relación homosexual: heterosexual que de 7:1 registrada en el periodo 84-89 había bajado a 3:1 en el periodo 90-95. Ello reafirmaba que en la actualidad las personas en riesgo ya no eran solo las comunidades gays, sino toda persona sexualmente activa, hombre o mujer, quien debía asumirse responsable de su propia seguridad.
Por último, la claridad que en el mundo se había alcanzado respecto a las vías de trasmisión del virus constituyó una información relevante en la etapa de elaboración del proyecto y más adelante en la discusión que se necesitó realizar en la Cámara y el Senado. En este sentido, la información nacional era coincidente con lo entregado por instancias internacionales respecto a que la trasmisión más frecuente era la sexual, alcanzando el 82,5% de los casos en que habían ocurrido relaciones sexuales desprotegidas y, por tanto, era donde el Estado debía colocar el foco de las acciones preventivas que estaba obligado a realizar. Respecto a la trasmisión sanguínea, ella se había reducido al 6% de los casos y había aparecido la vía perinatal, que se produce en el 30% de las embarazadas que viven con el virus.
De enorme valor fue tener la certeza acerca de que la ciencia médica había acreditado que solo estas tres son las formas en que puede trasmitirse el virus, no existiendo ninguna posibilidad de que sea trasmitido por otra vía, como por ejemplo el compartir utensilios domésticos o por medio de caricias, besos u otras. Esto último, que hoy puede parecernos algo innecesario de explicitar, hace solo 14 o 15 años atrás se hacía indispensable poder asegurarlo por cuanto los miedos irracionales y profundos que se vivían en esa época respecto a los posibles riesgos de ser contagiado, eran la base de todo tipo de discriminación, rechazo y violencia social, llegando incluso hasta los equipos de salud quienes en muchas ocasiones negaron la atención a quienes lo requerían.
Se hacía necesario entonces reconocer la grave situación de estigmatización y discriminación que se vivía en nuestro país, asumiéndola como cuestión fundamental que requería ser mostrada no solo como actitudes contrarias a la ética, sino también como una forma de pensar profundamente anticientífica.
Las ideas matrices y rol del Parlamento
Dos fueron las ideas matrices que guiaron el proyecto. Por una parte estaba la necesidad de “establecer una política de Estado en materia de VIH/SIDA, enfatizando la responsabilidad que en la prevención de esta pandemia le incumbe al Estado, quien debe promover en ello la participación de la sociedad civil; y conjuntamente impedir la discriminación en contra de las personas que viven con el virus, reconociendo y explicitando derechos que les asisten y garantías que eviten su vulneración”.
La dramática situación de abandono y verdadera “muerte social” que conocimos a través de los testimonios escuchados nos hicieron denunciar en nuestro proyecto el que “la discriminación hacia las personas que viven con el VIH es masiva y evidente en nuestro país... y ella se manifiesta de diferentes maneras: desde rehuir la atención del paciente por parte del equipo de salud, hasta la pérdida de trabajo si se conoce la positividad del test verificador; la exigencia de este test para acceder a un puesto de trabajo; la cancelación de la matrícula escolar; el rechazo de los vecinos a la instalación de casas de atención a los enfermos de SIDA; el abandono de parte de sus familias, etc.”.
Ahora bien, fue argumento central en nuestro proyecto y luego en el debate parlamentario y de opinión pública el clarificar cómo es que esta serie de actitudes discriminatorias y dañinas de la sociedad y muchas veces de los propios agentes del Estado, cuya obligación es atender y proteger a las personas, solo llevaban a que el propio sujeto que lo padecía sintiera que el SIDA era algo inadmisible ante el cual solo recibiría rechazo y desvalorización, y que por ello solo le cabía aislarse en el círculo del silencio y ocultamiento. Es así que entendimos que estos fenómenos culturales y sociales de discriminación, marginalización y desprotección, no solo negaban los compromisos que nuestro país había suscrito frente a la comunidad mundial, sino que además frustraban o dificultaban los esfuerzos públicos y privados de prevención, siendo la protección de los derechos humanos y la dignidad de las personas que viven con el virus una exigencia ética frente a un compromiso asumido por el conjunto de la humanidad, así como una necesidad de salud pública.
Como dice el proyecto elaborado en esa particular experiencia de co-legislación “esta idea no discriminatoria que es a la vez una idea preventiva, constituye la principal inspiración de este proyecto de ley”... Desde la transversalidad del grupo afirmamos, entonces, que a quince años de la aparición del virus, el debate debía centrarse en la necesidad de conciliar el objetivo de frenar el avance de la pandemia asegurando, al mismo tiempo, el respeto, la no discriminación y la plenitud de derechos de los afectados, puesto que el temor al aislamiento y la estigmatización solo harían más clandestina la enfermedad, agravando el daño físico y psicológico de quienes más requieren de ayuda y apoyo, y que era a partir de este respeto y confidencialidad y no del castigo y la amenaza que sería posible educar a la población y a los afectados.
Se trataba de un nuevo enfoque, un paradigma distinto al que tradicionalmente rigió las políticas sanitarias en las enfermedades infectocontagiosas, en las que habitualmente se trataba de aislar al portador hasta que terminara el periodo de actividad del germen. Aquí estábamos ante una realidad diferente que nos permitía afirmar que no había conflicto entre las exigencias de salud pública y la protección de los derechos y la dignidad humana, y que por tanto se descartaba toda forma de presión, aislamiento y coacción; se promovía la información y la consejería, haciendo exigible el más irrestricto respeto al principio de la voluntariedad del examen y la confidencialidad de la información.
Ahora bien, tanto la necesidad de responder preguntas que con frecuencia se nos formulaba sobre el por qué una ley sobre el VIH/SIDA, sumado a las características y necesidades tan específicas de esta pandemia, nos llevó a mirar nuestro papel como legisladores y a definir que no debía limitarse a la elaboración de leyes, sino también asumir el rol de voceros y promotores de un cambio cultural, propiciando debates amplios capaces de transformar viejas y prejuiciadas formas de pensar. Vimos así que el debate que generaría una ley, su discusión en el Parlamento y la vocería que ello permitía en los medios de comunicación, se sumaban como nuevas razones para llevar adelante este proyecto colectivo.
LA EXPERIENCIA RECOGIDA EN EL PROCESO DE LEGISLAR
Las dificultades
En el Parlamento, igual que en el país, enfrentábamos similares dificultades a las que se conocían en distintas partes del mundo y que evidenciaban los desafíos que planteaba la pandemia para que pudiera asumirse de manera realista, científica, eficaz y con respeto a la dignidad y la libertad humana. Ya sabíamos de las denigrantes experiencias en “campos” o recintos de aislamiento para quienes eran portadores del virus o simplemente homosexuales. Conocíamos también el problema de los exámenes obligatorios, desconocedores del peso emocional y la violencia simbólica que ellos conllevan. Sabíamos de la tendencia a buscar soluciones represivas a los problemas; de la creencia simplista en el examen y, muy especialmente de la carga de la homofobia que hacía ver esta pandemia como un “problema moral” propio de la conducta de sectores minoritarios y profundamente rechazados.
Lo dijimos también al presentar el proyecto a la opinión pública, señalando que “no podíamos desconocer el sustrato político difícil para la expansión de los Derechos Humanos en nuestro país, porque aún existían instituciones francamente antidemocráticas en el seno del Parlamento, como era el caso de los senadores designados, y teníamos el legítimo temor de posesionar un proyecto legislativo en una institucionalidad donde se podían tener muy buenas intenciones iniciales, pero donde existía una alta posibilidad de que fueran frustradas o distorsionadas por la acción de estructuras y sectores antidemocráticos y conservadores. A ello se añadía la preocupación respecto al conservadurismo que parecía predominar en la opinión pública en estos temas, la voz de la Iglesia Católica que seguía calificando de antinatural la orientación homosexual y el peso de estos sectores conservadores en las decisiones de los medios de comunicación, tan importantes en el debate nacional y en su influencia en los parlamentarios.
A pesar de ello se consideró necesario impulsar el proyecto, iniciándose la recolección de firmas de diputados en ejercicio y su ingreso a la Cámara donde quedó radicado en su Comisión de Salud. La recepción en la Comisión fue fría y reticente. Todas las dificultades previstas aparecieron y, como era previsible, fueron mayores en los parlamentarios de orientación integrista de derecha. Con el argumento de que no se requería una ley ya que la atención médica estaba asegurada para todos, que no existían leyes para enfermedades específicas o que por qué había proyectos más urgentes que otros, se frenaba ponerlo en tabla de la Comisión de salud y abrir la discusión. Durante dos años este desinterés por legislar mantuvo esta moción “durmiendo” en la Comisión sin que fuera posible integrarla a la agenda y al debate. El ingreso de nuevos parlamentarios médicos sensibles al tema y, muy especialmente, la permanente actividad de las organizaciones de quienes viven con el virus y la fuerza del testimonio que entregaban, fue lo que permitió pasar del silencio en que se mantenía desde agosto de 1996 a una rápida y unánime aprobación en abril de 1999, para recorrer luego un efectivo camino de debate y discusión incluyendo la necesidad de una Comisión Mixta que debió dirimir las diferencias entre Cámara y Senado y que culminó con la aprobación unánime del proyecto en noviembre de 2001.