Para que nunca más en Chile

Para que nunca más en Chile

Por: María José Jara | 27.07.2016
¿Qué ha hecho el Estado de Chile para que –de verdad– «nunca más» existan actos de tortura en nuestro territorio?

Una de las tareas más importantes de la posdictadura ha sido establecer una verdad histórica y jurídica respecto de las atrocidades cometidas por el Estado entre los años 1973 y 1989. Gracias a los testimonios de las víctimas, hemos conocido las aberrantes prácticas con que el Estado chileno persiguió, reprimió y torturó con fines políticos a decenas de miles de chilenos. La tortura practicada en ese entonces por los agentes de la DINA y la CNI tenía formas de descargas eléctricas, asfixias, golpes y violaciones, además de métodos como «la parrilla», «el callejón oscuro» y simulacros de fusilamiento. Los chilenos vislumbraron el plebiscito del 88 y el posterior triunfo del NO como el fin de una época de abusos. El «para que nunca más en Chile» comenzó a repetirse con fuerza, en un intento de establecer una visión pedagógica sobre el pasado. Sin embargo, la alegría no llegó para todos. Hijos y nietos de torturados vemos hoy, con tristeza, cómo la promesa del «nunca más» no ha sido cumplida.

En la actualidad, el abuso en el ejercicio de las prácticas represivas de los agentes del Estado, tan característico de la dictadura, continúa existiendo de manera estructural. Diariamente, es víctima de tortura el privado de libertad que es encerrado durante varios días en celdas de aislamiento, golpeado con bastones y atacado con mordeduras de perros en los recintos penales; el mapuche que es secuestrado, golpeado y asfixiado con bombas lacrimógenas durante allanamientos en Temucuicui, incluso ante la presencia de niños y niñas; la escolar que es golpeada en la vagina, insultada y arrastrada al furgón policial, en un contexto de protesta social, y la lista suma y sigue. Los métodos para ejercer la tortura se encuentran en permanente desarrollo y van desde formas más clásicas y evidentes a otras que pasan más desapercibidas. Los torturadores son perturbadoramente creativos y especializados. Sus víctimas preferidas pertenecen a grupos vulnerabilizados, a quienes frecuentemente no se les escucha ni se les cree. Esto ha permitido que la tortura permanezca oculta y sea ejercida sin mayores obstáculos, siendo tolerada e incluso justificada por una parte de la ciudadanía que se vuelve cada vez más violenta.

Lo abominable de los actos de tortura es que constituyen atentados contra la dignidad humana que comete el propio Estado –por medio de sus servidores públicos– con distintos fines y en contra de los ciudadanos. Si bien el Estado tiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza como forma de coerción, siempre deberá ejercerla velando por el respeto a la dignidad humana y la integridad física y psíquica de los habitantes del territorio, según prescriben las normas internacionales y la Constitución Política de la República. Por este motivo, cuando cometen actos de tortura, los agentes estatales ejercen indebidamente la autoridad que detentan y abusan del desequilibrio de poder que existe entre ellos y los ciudadanos. Lo peligroso de la tortura es que el mismo Estado que utiliza todo su aparataje, recursos y poder contra un simple ciudadano subordinado es a la vez el llamado a prevenirla, juzgarla y castigarla.

¿Qué ha hecho el Estado de Chile para que –de verdad– «nunca más» existan actos de tortura en nuestro territorio?
La Convención Contra la Tortura de la ONU obliga a los Estados a consagrar la tortura como un delito dentro de su legislación penal y establecer sanciones adecuadas a su gravedad. Aunque el Estado de Chile ratificó este tratado en 1989, se encuentra en deuda desde hace veintisiete años con dicha obligación. A esto se suma que en la práctica se siguen cometiendo actos de tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes a nivel estructural. En este escenario de «deuda internacional», la Cámara de Diputados envió un proyecto que modifica la tipificación del delito de tortura, el que hoy se está discutiendo en el Senado. Si bien el texto finalmente aprobado por la Cámara posee algunos elementos positivos, tiene marcadas deficiencias que pueden volver ilusorio el cumplimiento de aquella obligación.

¿Cuáles son los problemas que presenta este proyecto? El más grave es que, si bien crea un delito específico de tortura, mantiene el delito de tormentos y apremios ilegítimos del código penal, que es la figura actualmente utilizada para condenar los hechos de tortura y que no cumple con los estándares internacionales por su restrictiva redacción (que dificulta su aplicación en el caso concreto) y sus bajas penas. La coexistencia de estos dos delitos implica el riesgo de que, habiendo frente a un mismo hecho dos disposiciones legales aplicables, un juez pueda elegir el delito de tormentos y apremios ilegítimos solo por tener una sanción más baja, en lugar de castigar el hecho como tortura propiamente tal, con lo cual se puede eludir la obligación internacional de imponer penas adecuadas a su gravedad.

Por otra parte, el proyecto ofrece una definición de tortura que es más restrictiva que la de los tratados internacionales, pues incluye una descripción cerrada de las motivaciones que deben haber guiado al autor para que se considere que ha existido tortura e impone altas exigencias para los casos en que para cometerla se utilicen medios que anulan la personalidad (a través de sustancias químicas). En este último caso, según la redacción del proyecto, la víctima debe encontrarse completamente inconsciente para que, recién ahí, el juez pueda considerar que se trata de un acto de tortura.

Teniendo nuestro país una historia reciente tan cruenta y dolorosa, es alarmante constatar que el Estado de Chile no ha cumplido sus obligaciones internacionales; que los actos de tortura y otras penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes se siguen cometiendo de manera estructural, y que son incluso tolerados y aceptados por una sociedad que se ha adaptado a esa forma de violencia. Mientras eso no cambie ni cambien las leyes al respecto, seguiremos esperando el «nunca más» que les prometieron a nuestros padres y abuelos.