En tiempos de la contrarreforma: El Proyecto de Ley Sobre Educación Superior
La estrategia narrativa del proyecto presentado al Congreso, hace un par de semanas, busca situar el problema de la educación superior en Chile desde una perspectiva histórica naturalizada sin conflicto. Esta historia natural del progreso de la Universidad no señala otra cosa que la existencia desde “siempre” de un sistema mixto de universidades estatales y privadas. Este relato histórico también indica que el tipo de financiamiento variará de acuerdo de a los vaivenes político-económicos. Es así, por ejemplo, que a mediados de siglo XX el financiamiento era unitario y basal.
Luego se indica que entre los años 1967 y 1973 se extiende la cobertura y se democratiza el espacio universitario. En el mismo tono y en el párrafo siguiente se señala que la dictadura militar “impulsa una contrarreforma que cambió nuevamente el rumbo del sistema de educación superior, reemplazando el rol central del Estado en la dirección y supervisión del sistema por los mecanismos de mercado impulsando un proceso gradual y sostenido de participación privada en la educación superior”. Junto a la desarticulación del sistema universitario (desmembramiento de las universidades estatales, principalmente, la Universidad de Chile) se “transita” hacia otra forma de financiamiento diversificado y competitivo. Los cambios producidos por esta llamada “contrarreforma” fueron, de acuerdo al proyecto de ley, por un lado, positivos ya que contribuyeron a la proliferación de un sistema educacional diverso (institutos, centros de formación técnica y universidades privadas). Pero, por otro lado, fueron negativos ya que no logran reducir la brecha de la desigualdad en el acceso y en las “oportunidades”, sino más bien ampliarla. Pero por sobre todo -es importante retener este énfasis- el financiamiento vía mercado no asegura la “calidad” del sistema universitario. En este sentido, el proyecto señala: “el enfoque que privilegia la lógica de mercado y la competencia como mecanismo de asignación de recursos adolece de una falla fundamental, cuál es la calidad”.
Entonces el problema no está en el marco que hace posible el vínculo entre mercado y educación, este marco como sabemos no es otro que la Constitución de 1980. El problema no está -para los redactores del proyecto de ley- en la descripción de los derechos como bienes, sino que el gran déficit del sistema universitario estaría en la falta de “calidad”. Ahí estaría la principal causa de la mantención de la desigualdad en lo relativo al acceso y a las oportunidades a la educación superior (llama la atención que la desigualdad que genera nuestro sistema educacional sólo quede registrada como falta de acceso y falta de oportunidades).
¿Es la falta de calidad la culpable de la reproducción de un orden educacional marcadamente de clases? En este punto en el que se unen educación y mercado, el proyecto va a señalar que “las características que adquieren los esquemas de financiamiento se relacionan estrechamente con la concepción de educación que prevalece en la sociedad. En los casos donde predomina el uso del mercado como instrumento principal de política, los instrumentos de financiamiento privilegian la competencia como mecanismo central para la distribución de recursos”. El proyecto reconoce que esta descripción mercantilizada de la educación la transforma en un bien privado, olvidando que su función es eminentemente pública. Sin embargo, este reconocimiento no lleva al proyecto de ley a desenmarcarse de la “contrarreforma” realizada en dictadura sino que nuevamente vuelve a situar el problema de la educación superior en la “calidad”.
El problema no es el marco sino la falta de más “acreditación”, de más “fiscalización” y de “transparencia”. Ya casi no es necesario indicar que las palabras con las que se ha descrito la relación entre universidad y mercado son, precisamente, las de “calidad” y la de “fiscalización continua” (ahí está el libro La universidad en ruinas de Bill Readings para atestiguarlo).
Es en ese contexto, y en esa definición de sociedad, donde aparece el “Estado” como garante de la “calidad” (y por supuesto que no de la igualdad). Su función sería la generación de una intrincada estructura de fiscalización: subsecretaria de educación superior, superintendencia de educación y Consejo de calidad). ¿Cómo sería el financiamiento? Diversificado y competitivo. ¿Qué les espera a las universidades estatales con este proyecto de ley? Más burocracia y por sobre todo más y más acreditación. Por extraño que parezca solo habrá gratuidad si hay competencia. ¿Cómo se describirá la calidad? Como todo marcador ideológico no se describe, es un significante vacío que habla más del vínculo entre mercado y educación que de un contenido específico. ¿Quiénes establecerán estos criterios o estándares de calidad? Esta es la verdadera pregunta. Su respuesta no es distinta a lo que hemos visto hasta ahora: grupos de “expertos” que establecen criterios y estándares sin reconocer la especificidad ni de planteles universitarios ni de programas y disciplinas. ¿Qué hay de la autonomía? Más allá de alguna mención retórica en el proyecto, la autonomía está ausente. ¿Es esto una reforma? Me parece más bien que se sigue y se profundiza la “contrarreforma” de 1980.