Memorias de octubre (10) Eisenstein con Vertov: Técnicas del montaje e ideas del comunismo
A cierta altura de la Historia del cine de Mark Cousins, Bertolucci recuerda la tarde de 1970 en que lo citaron a un cafecito de París. Era joven, no pasaba de los treinta y había estrenado ese año dos películas: La strategia del ragno -inspirada en el formidable Tema del traidor y del héroe de Borges- y El conformista. En ambas tocaba un asunto que sería recurrente en casi todos sus trabajos posteriores, el del drama íntimo de unas vidas que buscan edificar un mundo paralelo al curso épico de la historia, pero por lo mismo estaba muy nervioso: el hombre que lo había citado era nada menos que Godard.
Había llegado con media hora de retraso (me refiero a Godard), no quiso sentarse a la mesa y permaneció varios minutos mirándolo fijamente a los ojos sin decir ni una palabra. Esta vez sus típicas gafas culo de botella las lucía en versión lentes de sol y antes de marcharse depositó irónicamente sobre la mesa un papelito en el que decía: “los planos ampulosos no sirven para nada; el cine debe luchar contra el imperialismo y el capitalismo”. El mensaje se había tomado el trabajo de escribirlo encima de un retrato de Mao.
La reacción no era ilógica (ni tampoco la incomodidad de Bertolucci) si se considera que un año antes de ese encuentro –y uno después de Mayo del 68- Godard había creado el grupo Dziga Vertov. Por entonces estaba convencido (sigue estándolo) de que el cine solo podía hacerse de dos formas: a lo Hollywood, donde se paga dinero por imágenes que fingen ser reales a unos hombres que fingen ser artistas, o a lo Soviet, donde la materia de los hechos se documenta poniendo la cámara en todas partes y registrando los fenómenos colectivos desde los ángulos más imprevisibles. “Solo Rusia considera las imágenes que desfilan por sus pantallas como imágenes de su destino”, había escrito en Por un cine político.
Pero Rusia, cuyo territorio ocupa la sexta parte del planeta, no tuvo nunca la homogeneidad que Godard le suponía: su fanatismo por Vertov y su conocida crítica al cine de ficción había comenzado por extraerlo de un artículo sobre el Cine-Ojo que Vertov había publicado en 1923 en la revista LEF. Era el tercer número de la revista y en el mismo número Mayakovsky había decidido publicar otro artículo imprescindible sobre el tema: el montaje de atracciones de Sergei Eisenstein.
La riqueza de los nuevos tiempos que la revolución había inspirado permitía que dos de los artículos más decisivos de la historia del cine se publicaran en la misma revista y en el mismo número. Eisenstein tenía su idea personal del comunismo; Vertov, la suya. La polémica vendría después, en parte porque para el primero la ficción no era un problema, en circunstancias en las que para el segundo era sencillamente (sabía parafrasear a Marx) “el opio eléctrico del pueblo”.
Pero había más: ficción y no-ficción implicaban también dos modos específicos de concebir la técnica del montaje. Eisenstein montaba una imagen con otra distinta contemplando un plan previo. Ese plan previo era un concepto, que resumía imágenes que se atraían entre sí formando una unidad sintética que producía a la vez un determinado efecto sensorial, como cuando por ejemplo “el golpe del taco de billar sacude la cabeza del espectador”. Vertov, en cambio, no soñaba con ningún concepto: el montaje era para él la exhibición de un dinamismo, de un flujo ininterrumpido, de un movimiento ilimitado en el que encuadres y perspectivas se unían unos a otros en una variación indeterminada. Esto es porque la vida misma no era susceptible de ninguna determinación.
Seguramente la polémica no habría existido si no fuera porque ambos eran herederos de filosofías bien adversas en el reparto de la vocación materialista: Eisenstein era un hegeliano que aspiraba a filmar como momentos dramáticos de la autoconsciencia las páginas más agudas de la Fenomenología del espíritu, mientras que Vertov descendía de las filosofías del vitalismo, de Bergson sobre todo (pero de Lucrecio, de Spinoza, de d’Holbach y de Nietzsche antes), de quien había aprendido a pensar la vida como un proceso dinámico y despojado de toda guía o trascendencia. La vida de un verdadero comunista no merecía ser representada ni conducida: era un trazado sin causa, transcurría en un escenario sin perímetros que poseía el tamaño vaporoso de una fuerza en estado de mutación o ebullición.
Por los conductos de Godard o de Bresson el tema llegaría también a los libros de Deleuze, quien incluía el cine-ojo de Vertov a la hora de defender el dinamismo del pensador-cometa o el logos del solitario, es decir: el del pensador-privado que evitaba adormecer sus pasiones en la siesta de los conceptos. En Eisenstein, por el contrario, había rémoras de pensador público, de padre trascendente de la ley moral que sabía incubar a través de las imágenes el llamado urgente de la historia en el cerebro del espectador.
En sus Memorias confesó haber descubierto el cine mirando desde la orilla del Neva el movimiento sincronizado de un grupo de obreros que trabajaban levantando un puente: los movimientos eran los de una máquina, había que detenerse en cada uno de esos fragmentos animados del cuerpo como lo había hecho Meyerhold con la biomecánica, había que convulsionar con descargas sensoriales esa rutina laboral anestesiada. Eso le había ocurrido un día de 1917, apenas unos meses antes de que Vertov mencionara su propia forma de descubrir el cine en una estación de trenes: “conservo aun en los oídos los suspiros, el ruido del vagón que se aleja, una voz que blasfema, alguien que grita, risas, silbidos, voces, tañidos de campanas, el chasquido de un beso, murmullos, encargos y adioses. Y en el camino de vuelta pienso: es preciso que acabe encontrando un aparato que no describa sino que inscriba y fotografíe estos sonidos que escapan con un flujo similar al del tiempo. ¿Una cámara, quizá?”
En un bello artículo titulado La izquierda cinematográfica, Silvia Schwarzböck repara por esto mismo en cómo para Eisenstein “el primer choque lo produce la imagen, que lleva al concepto que lleva a otra imagen, que produce el segundo choque”. La autora del artículo atribuye esto a la figura del “autómata dialéctico”, el mismo al que cuando el Comité Central del Partido Comunista encargue la realización del film Octubre, destinado a conmemorar los diez años de la revolución, no hallará la manera de mostrarlo. La dificultad era ésta: la revolución era infilmable. Se podía exhibir la revuelta, la disconformidad, el estallido de las masas y la resistencia, se podían filmar los momentos demarcados de la consciencia pateados por la negatividad que los iba haciendo aflorar hacia la superficie reflexiva, se podía retratar a través de un rostro el instante de la desazón, pero no la revolución como tal.
Como buen dialéctico Sergei sabía qué hacer con el instante, con su autosuficiencia o su detenimiento, pero era incapaz de filmar el salto, la variación que anudaba un tiempo con el otro sin pasar por la “ficción” de la negatividad. Había detectado a orillas del río una multiplicidad de cuerpos a la que involuntariamente ataría al ritmo de una sola máquina: era su prejuicio, un prejuicio de la ficción. Vertov esas coreografías también las había visto sobre la ciudad, pero la ciudad era un surtido heterogéneo de flujos en estado de dispersión, una verdad material de hechos desenhebrados que proliferaban sin interrupción: las muchedumbres diseminándose, sus fábricas como glóbulos salpicados sobre el lomo etéreo de la tierra, los trenes y los tranvías dándose la espalda, la silueta de un caminante que muta en la inquietud.
Néstor Perlongher se había permitido en uno de sus ensayos de antropología urbana distinguir la ciudad benjaminiana de la ciudad deleuziana. En la primera había estaciones, terminales y condensaciones, pistas de paso para el paseante apresurado y escaparates en los que se demoraba la mirada distraída; en la segunda reinaba el imperio amorfo de la intensidad, el efluvio, el flujo continuo y las emisiones de luces y de sombras que dejaban palpitar un cuerpo que se transformaba desapareciendo en la penumbra. El hombre podía ser un padre de familia en una esquina y una marica buceando en el marrueco de su vecino de butaca en el cine de la cuadra.
Vertov había pensado el montaje como una manera de hacer pasar esta ciudad-flujo de cuerpos que mutaban por la planchuela química de la máquina cinematográfica. Es cierto lo que decía Godard: no se cuenta con ninguna imagen que no nos provea a la vez de un destino. Pero ese destino era para Vertov un mero efecto de la deriva, una que el cine no podía dirigir y que por eso lo llevó en El hombre de la cámara a sobreponer la locura de las imágenes cenitales a la figura de un ojo inmenso que no cesa de parpadear.
Eisenstein había visto en el cine, que resumía todas las artes de la golpiza y el choque en la época de la técnica, el dispositivo de invención de una nueva mirada; a Vertov inventar una mirada le importaba menos que liberar el ojo humano de su servidumbre: el cine era solo un mecanismo de expresión que iba de la proyectora a la pantalla y de la pantalla al ojo, un mecanismo destinado a disolver el pesado hormigón del instante con el fin de suscitar una comunidad abierta de miradas. Era su idea personal del comunismo, una que como sabemos le interesaba profundamente a Lenin pero que Stalin no dejaría por ningún motivo que perdurara.
No perduró –pensó Vertov-, pero por eso mismo pensó también que esa idea del comunismo sería la única que continuaría.