El sindicalismo y la nueva izquierda en Chile
Este primero de mayo tiene un sabor amargo. Luego de tímidas propuestas de cambio del gobierno, acciones dudosas de la CUT (una convocatoria a un paro nacional cuando los ejes centrales de la reforma ya estaban “cocinados”, por ejemplo), las constantes amenazas de la derecha y el empresariado, así como el reciente fallo del Tribunal Constitucional, está claro que la organización colectiva de los y las trabajadoras seguirá muy limitada luego de la reforma laboral. Más allá de lo que digan los partidos de gobierno, la mayoría de los dirigentes sindicales y analistas coinciden en que la reforma laboral recién aprobada fue, una vez más, una oportunidad perdida para fortalecer al sindicalismo chileno.
Este panorama ha servido como oportunidad para que nuevas fuerzas de izquierda ocupen espacios del mundo sindical abandonados por gran parte de los partidos de la Nueva Mayoría. Al calor de los debates por la reforma laboral, en abril y junio de 2015 diversos sectores políticos y sindicales—desde trabajadores agrupados en la Unión Portuaria de Chile, la Confederación de Trabajadores del Cobre y el Sindicato Interempresa Nacional de Trabajadores de la Construcción, Montaje Industrial y Afines (SINTEC), hasta pobladores agrupados en el Movimiento de Pobladores Ukamau—llevaron a cabo dos jornadas de paro nacional. Dichas jornadas fueron exitosas a la luz de su masividad y, especialmente, de la paralización efectiva de diversos sectores estratégicos de la economía nacional.
De modo similar, las discusiones sobre la reforma laboral de 2015 y de inicios 2016 permitieron observar a cientos de sindicatos interesados por lograr espacios de unidad en la acción a través de la conformación de coordinadoras sindicales, uniones de hecho como la Unión de la Agroindustria y otras formas de articulación con espacios como la academia. Tal como en el caso de las jornadas de paro nacional, estas instancias de coordinación han contado con el apoyo decidido de nuevas organizaciones y partidos políticos. En ellas se pudo constatar que el sindicalismo se beneficia cuando existen fuerzas políticas con intención real de articular, bajo objetivos concretos, a los sectores que (por ahora) son los más dinámicos del sindicalismo nacional. Sin embargo, los hechos de los últimos meses también han servido para comprobar lo ausente que está del mundo sindical gran parte, aunque afortunadamente no toda, de la llamada “nueva izquierda”.
Esta nueva izquierda ha jugado un rol central en las movilizaciones estudiantiles de los últimos años, pero, sea por el desarrollo de líneas estratégicas que privilegian otros espacios (como el de la educación) o la dificultad propia de hacer trabajo político-sindical, muchas de las organizaciones con presencia en el ámbito estudiantil estuvieron prácticamente ausentes del debate laboral de los últimos meses y años. Las dificultades impuestas por el Plan Laboral de 1979 reafirmadas hoy (sindicatos con las manos amarradas por negociaciones colectivas que no sobrepasan el nivel de la empresa y por huelgas que no paralizan), podrían explicar por qué la mayoría de esta nueva izquierda no prioriza el trabajo sindical. Si los sindicatos están diezmados y sus herramientas tradicionales de lucha, como la huelga, están coartadas, si actualmente menos del 15% de los y las trabajadoras están sindicalizadas y si, peor aún, ya no se observan esas masas trabajadoras con la “conciencia de clase” de antaño, ¿por qué habría que insistir en el sindicalismo? En otras palabras, ¿por qué no seguir actuando en espacios más “organizables” que, como el estudiantil, cuentan con valiosas experiencias de movilización en los últimos años, para desde ahí fortalecer alternativas políticas a nivel nacional?
Lecturas como las que acabo de mencionar son razonables. Sin embargo, sin negar los avances logrados hasta ahora en la terrenos como el educacional, existen diversas razones por las que esta nueva izquierda debiera definir el fortalecimiento del sindicalismo como una de sus prioridades. Primero, y tal como mostré en otro ámbito, los datos empíricos derriban fácilmente la idea—muy instalada en la década de los 90s—de que Chile es un país “de clase media”. Como en toda sociedad capitalista, en Chile la mayoría de la población (cerca del 55%) pertenece a la clase trabajadora asalariada o a los sectores autoempleados “informales” (20%). En conjunto, trabajadores asalariados y autoempleados informales suman alrededor del 75% de la población. Por eso, la izquierda debiera ser capaz de interpelar a estos sectores en su condición de trabajadores, porque a partir de dicha condición pueden develarse las injusticias económicas y de derechos del actual régimen neoliberal.
En segundo lugar, en el mencionado artículo también se mostró que son las personas de clase trabajadora quienes experimentan mayores niveles de malestar y descontento social (específicamente, descontento con la injusticia social, con la desigualdad económica, en el acceso a la salud y educación, etc.). En concordancia con esto, datos de la Encuesta Latinobarómetro 2015 muestran que los niveles de confianza en los sindicatos de los asalariados chilenos es sustancialmente mayor que la de los asalariados de países como Argentina, Brasil y Uruguay. Según la mencionada encuesta, en 2015 el 55% de los trabajadores asalariados chilenos dijo confiar en los sindicatos (en Argentina dicho valor fue de sólo 29%, en Brasil de 36%, mientras que en Uruguay de 43%). Cifras más, cifras menos, estos datos son interesantes porque muestran que los y las trabajadoras chilenas confían más en los sindicatos que sus pares de otros países, a pesar de que, a diferencia de esos países, el sindicalismo chileno está legalmente limitado tanto en su acción reivindicativa como en su capacidad de influir en la política nacional. Entre otras cuestiones igualmente interesantes, los datos de la Encuesta Latinobarómetro también parecen indicar que la confianza en los sindicatos en Chile ha tendido a crecer en los últimos años. Esto sugiere que las bajas tasas de sindicalización obedecen a razones mucho más profundas que la supuesta “falta de interés” en sindicalizarse o la “poca legitimidad” de que tienen los sindicatos.
Finalmente, una tercera razón por la que los nuevos grupos y movimientos de izquierda debieran trabajar para fortalecer el sindicalismo obedece a lo que distintos analistas han denominado el “poder disruptivo” de la clase trabajadora. Dicho poder se deriva de la capacidad especialmente alta que tienen los y las trabajadoras (no así otros grupos sociales) para presionar al sistema político y económico, a través de paros y huelgas que pueden poner en jaque tanto los intereses de los propietarios del capital como el régimen de acumulación en su conjunto. Para que eso ocurra, sin embargo, es necesario que las organizaciones colectivas de la clase trabajadora sean poderosas. Y esto claramente no es así en Chile. ¿Por qué? La respuesta a esta pregunta es clave para entender por qué toda izquierda que pretenda ser hegemónica debiera contribuir, a pesar de las dificultades que implica, a construir un movimiento sindical fuerte.
La debilidad del sindicalismo en Chile no es resultado de la simple falta de interés en el sindicato, ni de la consolidación de una “clase media” que mira con malos las formas “antiguas” de organización social. Es la expresión de cómo gobiernos dubitativos, timoratos y muchas veces abiertamente neoliberales han sucumbido estrepitosamente a los intereses de la derecha y, en especial, del empresariado organizado alrededor de la Confederación de la Producción y el Gobierno (CPC). Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, en la recién aprobada reforma laboral y en los llamados “Acuerdos Marco” de 1990-1993. En ambos casos el factor común fue, por un lado, un gobierno indeciso y dividido internamente y, por otro lado, un empresariado poderoso capaz de imponer todas sus condiciones en las mesas de negociación frente a la CUT y a los poderes ejecutivo y legislativo.
Ese mismo empresariado es el que a inicios de los años 90s se definía a sí mismo como “el gendarme” o “protector” del modelo económico y como la “vanguardia” del proceso de modernización neoliberal (ver por ejemplo, los discursos de los antiguos presidentes de la CPC, Manuel Feliú y José Antonio Guzmán, en los ENADE de finales de los 80 e inicios de los 90). Y ese mismo empresariado es el que también ha defendido el proyecto neoliberal haciendo concesiones minúsculas en diversas materias—aceptando a regañadientes, por ejemplo, modestas reformas tributarias en 1990 y 2015 y maquillajes a la constitución en 1989 y 2005—, pero negando absolutamente cualquier cambio de normativa que pudiera aumentar la capacidad de acción colectiva de los trabajadores. No es casualidad que durante más de 25 años de régimen democrático, ese empresariado haya declarado inadmisible la negociación por rama y el derecho a huelga efectiva.
Esto último es clave, porque demuestra que la fragmentación, debilidad e “inorganicidad” del sindicalismo es la contraparte perfecta de la unidad, fortaleza y organización del empresariado. Las precariedades del sindicalismo son más el resultado político de la acción del empresariado que el producto “inevitable” de una mentalidad “de clase media” que colonizó la sociedad chilena. Para la izquierda, esto también demuestra que si se quiere buscar una clase con conciencia de clase no es necesario mirar a un pasado que ya no existe, tal como muchos pretenden suponer. Sólo basta con mirar cómo opera el empresariado y sus organizaciones gremiales en Chile. Por eso, tratar de construir izquierda desatendiendo lo que pasa en el mundo del trabajo es, en el mejor de los casos, no hacerse cargo de un problema político, un problema de desigualdad de poder entre clases, que está en el centro de la sociedad chilena. En el peor de los casos, la falta de preocupación por la organización sindical se expresará en la construcción de una izquierda débil, que sólo tiene presencia donde es “más fácil” hacerlo, y que terminará ineludiblemente representando los intereses de sectores que, aunque importantes, no tienen ni la condición ni la capacidad de ser una fuerza social mayoritaria y con capacidad real de presión.
La historia demuestra que los problemas políticos como los expresados por la desigualdad de poder entre capital y trabajo no se solucionan escondiéndolos debajo de la alfombra, sino que reconociendo sus causas, enfrentándolos y buscando soluciones a ellos. En este caso, la búsqueda de soluciones supone el repensar las formas en que el sindicalismo podría recuperar su capacidad disruptiva. Huelgas, paros y negociaciones sectoriales de hecho ocurridas en los últimos años demuestran que ella está viva en diversos sectores de la economía—por ejemplo, en los puertos, la minería, y el trabajo en el sector forestal—en donde nuevas organizaciones políticas han acompañado humildemente la titánica labor realizada por los sindicatos. La idea, sin embargo, es que dichos eventos no sean aislados, que las nuevas organizaciones políticas que apoyan dichos procesos de movilización sean más de las que se ven hoy y que todo el capital acumulado por la “nueva izquierda” durante la última década comience a ser utilizado decididamente en las luchas de los y las trabajadoras. Sólo con el fortalecimiento de los sindicatos será posible construir las mayorías sociales y políticas que la izquierda necesita. Más importante aún, sólo con la recuperación del poder disruptivo de la clase trabajadora será posible darle fuerza material a las demandas de cambio de la inmensa mayoría del pueblo de Chile.