La (i) responsabilidad de los estudiantes
Los estudiantes chilenos vivieron un momento cumbre el año 2011 y luego, se les acabó la batería. Nunca más han podido levantar cabeza porque el sistema les puso la trampa de la gratuidad y casi los deja sin consigna.
Dijimos que era un error, que dentro de sistema no es posible que la educación sea un derecho, que se vuelva democrática y que forme personas. Gratis no es lo mismo que de responsabilidad del Estado.
Estratégicamente, el sistema se sacudió de los estudiantes y los dejó fuera de las peleas mayores.
La trampa de las comisiones negociadoras, las mesas de diálogos y las instancias pre legislativas, dejaron al único movimiento social con fuerza, masividad, capacidad e inteligencia, jugando con una pelotita de trapo.
Los estudiantes agrupados en la CONFECH son la mayor organización social y la que ostenta mayores grados democráticos: elijen dirigentes cada año y es impensable que quieran repetirse el plato. Quien lo intentó, mordió el polvo de la derrota.
La lucha por una educación con todos los adjetivos posible, sigue siendo vigente. Lo que se añejó definitivamente y hace rato son los medios. Las marchas y desfiles devinieron de gloriosos y épicos, en rutinas que no aportan casi nada.
Se confundió el concepto de movilización con el de agitación. La movilización es mucho más que un surtido de marchas, desfiles, carteles y puños en alto. Es, o debe ser, un estado de seducción en el que la gente se dispone a los mayores esfuerzos por aquello en lo cual tiene pleno, íntimo y honesto convencimiento.
Si la consiga no seduce, no sirve. Si la marcha no está en el contexto de una pelea mayor, resulta ser un paseo por las calles sin vehículos.
El proceso del año 2011 tuvo la gracia el instalar un debate que a los sucesivos gobiernos pos dictatoriales no le interesaba: la educación, su rol, su propósito, y su estado calamitoso luego de ser arrinconada como un negocio más.
Y esa fuerza desplegada desconcertó al sistema que debió allanarse a escuchar a los chascones e insolentes dirigentes que hablaron de tú a tú. Y a partir de entonces fueron bicicleteados, chamullados, engrupidos, hasta que finalmente se redactaron proyectos de ley que parecían interpretar la exigencia estudiantil y docente. Pero no. Dentro de los actuales parámetros constitucionales, jamás. Con esa costra de corruptos legislando, imposible.
¿Y qué hizo el movimiento estudiantil con su capital de masividad, inteligencia, legitimidad, simpatía y seducción? Nada.
Y ahora, luego de esa historia notable que dará para novelas, películas y memorias de doctorados, en rigor, se está más atrás que el 2010.
El movimiento estudiantil rebotó en el techo de su lucha.
Objetivamente, de la crítica de una educación transformada en una mercadería, que no hace sino que generar sujetos de créditos en los bancos y en las casas comerciales, y de la profunda convicción de que Chile se merece otro paradigma centrado en el ser humano, en una concepción de país inclusivo, querendón de sus gentes, protector de sus niños y ancianos, y de la necesidad de democratizar el sistema educacional, los estudiantes no pasaron.
Instalaron esos tremendos temas en la discusión nacional, al extremo que hasta el más inadvertido de los habitantes no tuvo más que entregar su opinión. Pero de ese techo, heroicamente logrado, no pasaron. Y el sistema les ripostó con una remedo de gratuidad.
Y hasta ahí llegamos. Se confirma que gratuidad no es lo mismo que de responsabilidad social o del Estado y que el sistema es una melga larga de mentirosos e inescrupulosos que no quieren cambiar nada.
El paso siguiente debió hacer del límite alcanzado, de ese techo, el siguiente piso: la política. Si las leyes que necesitamos no las van hacer ellos, pues hagámosla nosotros. Ese aserto hoy cobra todo el sentido cuando se desmorona el sistema empujado hacia la sentina de la historia por la corrupción generalizada.
¿Por qué los estudiantes no pueden transformarse en sujetos de la política e intervenir masivamente esas cuevas del arreglín que son la Cámara de Diputado, el Senado y La Moneda?
¿Por qué no proponerse elegir democráticamente, con la participación de todo el que quiera, candidatos a todo lo que venga para cruzarse a quienes van a aprovechar para sus maquinarias electorales la altísima abstención que se ve venir y la siempre y larga esperanza de la gente silvestre?
Ni un millón de marchas y desfiles les preocuparía tanto como intervenirles sus cotos de caza- ingenuos.
¿Quién dijo que solo los partidos políticos, esas maquinarias de la corrupción y el cogoteo, tienen el exclusivo derecho a ser elegidos en cargos cuya función afectará a todos los habitantes?
Votar por alguien que luego te va atraicionar no es sino una abdicación cívica en la que, al decir de José Saramago, transfieres gozoso y entusiasmado tu porción de poder político en tanto ciudadano, a cambio de un par de promesas truchas.
Votar por los que luego te van a pasar por el perineo, es lo mismo que cotizar en una AFP: vas a votar, le entregas tu porción de democracia y ellos la administran según sus necesidades económicas y de las otras. Y hasta atrás, Nicolás…
Dejemos de asumir la democracia como una dádiva graciosa del que la modela y controla. Dejemos de ser quienes por acción u omisión, mantenemos a esa manada de gatos de campo. Detrás de un sinvergüenza con fuero, ¿cuánta gente honesta hubo que le votó por alguna razón misteriosa?
Dejemos de echarle la culpa al sistema y asumamos más nuestras propias responsabilidades.
Los rebeldes tendrán que asumir que hoy el fusil es el voto y la Sierra Maestra, las elecciones.
Aún quedan federaciones y sindicatos de trabajadores no cooptados, democráticos y aguerridos centros de estudiantes de liceos, colegios profesionales, artistas e intelectuales decentes, organizaciones barriales y pobladores organizados y por sobre todo, millones de habitantes hastiados de todo y de todos, que gustosos se incorporarían a una cruzada sanitaria como esta.
En el actual estado de descomposición de la elite, proponer un país decente es una consigna subversiva. Y los estudiantes deberían hacer algo más que ir de vez en cuando a la Intendencia por un permiso.